Historia universal del Siglo XX: De la Primera Guerra Mundial al ataque a las Torres Gemelas (24 page)

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Authors: Juan Francisco Fuentes y Emilio La Parra López

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BOOK: Historia universal del Siglo XX: De la Primera Guerra Mundial al ataque a las Torres Gemelas
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En otros países europeos en los que la democracia pervivió sin alteraciones también entraron en el gobierno las fuerzas de izquierda. En Suecia se constituyó en 1920 un gobierno formado únicamente por socialdemócratas, en Dinamarca el partido socialista gobernó de 1924 a 1942 y en Noruega, con mayor retraso y de forma efímera, los socialistas participaron en el poder en 1928. En Bélgica y Holanda, por el contrario, predominaron los gobiernos de coalición, pero en ellos participó el conjunto de las fuerzas políticas. En Bélgica, los católicos, mayoritarios, se aliaron unas veces con los liberales y otras con los socialistas y en Holanda los gobiernos estuvieron constituidos por los partidos de tendencia cristiana y los liberales. En todos estos países no se descuidó la política reformista, destacando el establecimiento de la jornada laboral de ocho horas, el reconocimiento del sufragio universal a hombres y mujeres, el establecimiento de pensiones de jubilación y de un amplio sistema de seguridad social.

La actividad política transcurrió por cauces muy distintos en Europa oriental, territorio neurálgico en esta época como quedará demostrado poco después. Aquí continuaba siendo muy acusada la diferenciación social entre el bloque formado por la antigua aristocracia y los campesinos terratenientes y el conjunto mayoritario de la población, integrado por un campesinado condenado con frecuencia a la mera subsistencia. Esta polarización social era propicia para el surgimiento de cualquier opción de signo populista, como ocurrió en muchos países, y a su vez se vio enmarañada por el hecho de que la actividad comercial y la mayor parte de los negocios estaban en manos de sectores minoritarios, en especial los judíos y los grupos de procedencia alemana. De esta forma la defensa de los intereses económicos sectoriales se mezcló con las divisiones étnicas, lingüísticas y religiosas, dando lugar a un espectro político particular en el que se combinaron tres grandes tendencias: la lucha por las reivindicaciones campesinas (desarrollada por los partidos agrarios, muchas veces alentados desde opciones religiosas), el nacionalismo de viejo cuño, defendido por los grupos conservadores, y un nuevo nacionalismo de carácter extremista y excluyente, propio de grupos marginales y de sectores urbanos de clase media. La división étnica y el distinto concepto de nacionalismo impidió la formación de mayorías parlamentarias que aseguraran algún tipo de estabilidad gubernamental, lo cual fue un serio obstáculo para la consolidación de unos sistemas democráticos de reciente creación. En este punto constituyó una excepción Checoslovaquia, a pesar de la artificiosa unión de Bohemia y Moravia con Eslovaquia, territorios con una estructura económica muy diferente. En los demás casos, la violencia política, en sus diversas formas (golpes de Estado, represión dictatorial, persecución de minorías), constituyó una especie de rasgo permanente, convirtiendo esta zona en un auténtico foco de desestabilización. Los cuantiosos intereses de las potencias occidentales (primeramente predominaron los de Francia y, al final de la década, los de Alemania) contribuyeron a la confusión.

3.3. Los comienzos de la Unión Soviética

No se ha explorado en grado satisfactorio la documentación existente en Rusia (parece ser que buena parte de ella ni siquiera está clasificada) y durante setenta años se han creado muchos mitos, de signo contrario, que han contribuido a oscurecer los acontecimientos más significativos. Mientras pervivió el régimen soviético, el acceso a la documentación más relevante (y, por supuesto, a la más comprometedora) estuvo sumamente restringido para los historiadores, tanto occidentales como soviéticos, y según muchos indicios resultó habitual la tergiversación de ciertos documentos, incluyendo fotografías y otros de carácter gráfico (de acuerdo con la conveniencia política de cada coyuntura se hicieron aparecer y desaparecer personajes en los momentos decisivos). Por otra parte, los estudios publicados estuvieron condicionados en exceso por prejuicios. En la Unión Soviética se atuvieron a la doctrina oficial del régimen y en Occidente se presentaron, unas veces, como alegatos más políticos que históricos contra el comunismo y, otras, como actos en su defensa. El resultado de todo ello ha sido la construcción de dos discursos contrarios, intencionadamente sesgados. Con la desaparición de la Unión Soviética no se han resuelto, ni mucho menos, los problemas aludidos, antes al contrario, parece que algunos se han incrementado. Una prueba palpable de ello es el éxito popular de ciertas publicaciones destinadas a poner de relieve el carácter intrínseco represivo y asesino del sistema soviético, manifestado desde sus primeros instantes y no sólo en la época de Stalin, como se hace en El libro negro del comunismo, obra colectiva de valor desigual ante la que hay que tomar no pocas precauciones. Por otra parte, se ha instalado la costumbre en ensayos y obras de síntesis de contemplar la revolución soviética como una variante del totalitarismo del siglo, identificándola casi de forma automática con los fascismos. Este procedimiento no es nuevo, pues ya en los años veinte recurrieron a él los liberales, los católicos y los socialdemócratas, interesados en situarse en el «justo medio» entre comunismo y fascismo (en 1926 el ex jefe del gobierno italiano Nitti inauguró la comparación en un libro titulado Bolchevismo, fascismo y democracia). La consideración del régimen soviético como una variante del totalitarismo se ha convertido en nuestros días en una especie de axioma en los medios autocalificados de liberales, de la misma forma que en los años de la Guerra Fría la Unión Soviética hizo todo lo contrario. La Gran Enciclopedia Soviética definió el «Estado totalitario» como un Estado burgués dotado de un régimen fascista pasando, por tanto, al campo de enfrente toda la carga peyorativa.

El 8 de noviembre de 1917 (26 de octubre en el calendario ruso), Trotski se presentó ante el Congreso de los Soviets de Rusia para anunciar la toma del palacio de Invierno y recabar, al menos formalmente, apoyo para la revolución. Los mencheviques y el ala derecha de los social-revolucionarios abandonaron la sesión como protesta por la forma como habían tomado el poder los bolcheviques, pero la alianza de éstos con el ala izquierda de los social-revolucionarios constituía la mayoría en el Congreso y todo salió de acuerdo con los propósitos de Trotski. El Congreso aprobó la constitución de un nuevo gobierno, que para dar a entender que era más «soviético» que «bolchevique» se denominó Consejo de los Comisarlos del Pueblo. Presidido por Lenin, estuvo formado por bolcheviques y representantes de la izquierda social-revolucionaria, aunque los puestos decisivos fueron ocupados por los primeros (Trotski se hizo cargo de asuntos exteriores, Stalin de nacionalidades, Rykov del interior, Stepanov de finanzas, etc.). El Congreso dio su visto bueno, asimismo, a los dos primeros decretos presentados por Lenin, cuya finalidad principal consistía en ganarse la simpatía popular. Se trata del decreto de la paz, en el que se exponía el deseo de llegar a una paz equitativa y democrática sin anexiones ni reparaciones, y el de la tierra, por el cual se abolía de forma instantánea la gran propiedad, sin indemnización alguna. Unos días más tarde el nuevo gobierno añadió otras dos medidas encaminadas en idéntica dirección: el control obrero de las grandes empresas industriales y el reconocimiento de la igualdad y soberanía de todos los pueblos del imperio.

Estos primeros pasos proporcionaron al nuevo poder bolchevique el apoyo popular necesario para resistir durante los primeros días de confusión, pero en realidad no resolvieron los grandes problemas propios de una situación tan inusitada como la rusa y, por otra parte, suscitaron otros nuevos, pues el decreto de las nacionalidades favoreció de inmediato ciertas aspiraciones separatistas, materializándose varias secesiones, y el de la tierra alentó el espíritu pequeño burgués en muchos campesinos, esperanzados en lograr propiedades suficientes en el reparto (la realidad confirmó enseguida que, salvo en el caso de los campesinos más desfavorecidos, la ocupación de los latifundios no incrementó de modo apreciable la propiedad media del campesinado). La decisión fundamental debía ser de carácter eminentemente político y consistía en determinar la orientación del nuevo régimen, esto es, decidir si se optaba por la revolución socialista (lo cual suponía contar únicamente con las propias fuerzas del bolchevismo, pues las restantes opciones políticas eran contrarias a esta solución) o por la creación de un sistema democrático liberal que unificara esfuerzos para intentar poner algún orden en la economía rusa. Los partidarios de la primera opción albergaban la esperanza de la movilización mundial del proletariado y, en consecuencia, confiaban en la inmediata extensión de la revolución; los de la segunda, creyeron contar con el apoyo de sus aliados occidentales en la guerra. El debate en torno a esta cuestión capital fue intenso, incluso en el interior del grupo bolchevique, donde los siempre críticos Kamenev y Zinoviev se mostraron partidarios de dar entrada en el gobierno a social-revolucionarios y mencheviques. Al final se impuso la tesis de Lenin, apoyado por Trotski, de dejar el poder en manos exclusivamente de los bolcheviques. Sin embargo, en las elecciones a la Asamblea Constituyente celebradas en noviembre, los bolcheviques obtuvieron menos de la cuarta parte de los votos, lo que demostraba que, a pesar de su predominio en las grandes ciudades, no constituían la mayoría política del país; su punto más débil continuaba siendo el campesinado, proclive con toda claridad hacia el Partido Social Revolucionario. Pero Lenin, Trotski, Sverdlov y el ala más realista (o autoritaria, según algunos autores) del bolchevismo, obsesionados por salvar la revolución, no estuvieron dispuestos a abrir un debate político e impidieron por la fuerza la continuidad de la Asamblea Constituyente.

También impusieron su criterio en otro asunto fundamental: el fin de la guerra. El 15 de diciembre, Rusia firmó con Alemania el armisticio de Brest-Litovsk, formalizado el 3 de marzo del año siguiente en el tratado de paz del mismo nombre. Como hemos visto en el capítulo anterior, la repercusión Internacional del tratado fue considerable, pero no resultó menos importante su incidencia interior. Rusia perdió territorios, entre ellos Ucrania, vitales para el abastecimiento de trigo, y la masa de soldados-campesinos movilizados volvió a sus aldeas. Estos soldados, que, como escribe Trotski en su historia de la revolución, habían permanecido mudos en el frente, se convirtieron en grandes parlanchines al regresar a sus aldeas v defendieron con decidido empeño el reparto de tierras. De hecho actuaron como agitadores rurales en contra de los deseos del bolchevismo y, además, introdujeron la costumbre de perseguir con saña a cuantos consideraron un obstáculo para sus deseos de conseguir tierras, comenzando de esta forma una actividad de acoso al contrario pronto generalizada.

A pesar de los intentos del gobierno, al día siguiente de la Revolución de octubre el caos reinaba en toda Rusia. En muchas fábricas los obreros se apoderaron del dinero de las cajas y destruyeron máquinas; en el campo estallaron continuas revueltas provocadas por las desavenencias en el reparto de las tierras; la pérdida de territorios vitales para el abastecimiento de alimentos (a Ucrania se unió la defección de la región del Don, a causa de la sublevación de los cosacos) conllevó la carencia de carne y de pan en las ciudades; los escasos trenes cargados de alimentos sufrieron continuos asaltos; los kulaks almacenaron género para provocar el alza de precios y se extendió por todo el país una epidemia de tifus, al tiempo que no cesó la oposición política, convertida, a partir de la primavera de 1918, en sublevación armada contra el gobierno, que dio lugar a una auténtica guerra civil. Tal cúmulo de dificultades impidió a los bolcheviques el desarrollo de su propio programa político y, por el contrario, propició el recurso a las medidas de excepción pues, entre los gravísimos problemas del momento, el fundamental pasó a ser la pervivencia de la propia revolución, como sucediera en períodos revolucionarios pretéritos que el propio Lenin tuvo muy presentes en este instante (cuando constató que la Revolución de octubre había superado en duración a la Comuna de París, experimentó un confesado alivio). A juicio de Lenin, la salvación de la revolución pasaba, ante todo, por el reforzamiento de su principal sostén, el Partido bolchevique, por la creación de instrumentos capaces de controlar a la oposición y por la adopción de medidas económicas de carácter extraordinario, no siempre acordes por completo con la ortodoxia marxista ni con las intenciones iniciales de los propios bolcheviques. Ésta es la política que se desarrolla durante los años de la guerra civil (1918-1921) y que es conocida, de forma un tanto inapropiado, como «comunismo de guerra».

Las primeras medidas excepcionales estuvieron directamente encaminadas a controlar a la oposición. Se creó el Ejército Rojo sobre la base de la revolucionaria Guardia Roja para hacer frente a las tropas «blancas» levantadas por todo el país; en marzo de 1918 se cambió la denominación del Partido bolchevique por la de Partido Comunista, al que se dotó de una organización centralizada y de amplios recursos económicos; en junio fueron expulsados los social-revolucionarios y mencheviques de todos los soviets; meses antes se había creado una policía política (la Checa, cuya denominación oficial era «Comisión extraordinaria pan-rusa de lucha contra la contrarrevolución, la especulación y el sabotaje») destinada a perseguir toda oposición; se abolló la libertad de prensa, se restableció la pena de muerte, se habilitaron campos de trabajo para los disidentes políticos y, en una decisión discutida y oscura, se asesinó al último zar Nicolás II y a toda su familia. Todo ello sirvió de poco, por de pronto, para poner orden en la desastrosa situación del país, seriamente agravada en el verano de 1918. Los social-revolucionarios, en contacto con los cosacos rebeldes, formaron un gobierno propio en Samara y en julio intentaron un golpe de Estado en Moscú, convertido en capital de Rusia desde marzo; por todo el país renació la antigua práctica del terrorismo individual (en agosto Lenin sufrió graves heridas en un atentado y fueron asesinados algunos dirigentes bolcheviques), pero lo más relevante fue el agravamiento de la guerra civil a partir de noviembre, debido a la intervención de tropas de 14 países (británicas, francesas, rumanas, checas, norteamericanas, japonesas, etc.) en apoyo de los ejércitos de rusos «blancos». A finales de 1918 el gobierno de Lenin en realidad sólo controlaba la antigua provincia de Moscovia y el valle del Volga.

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