Historia universal del Siglo XX: De la Primera Guerra Mundial al ataque a las Torres Gemelas (27 page)

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Authors: Juan Francisco Fuentes y Emilio La Parra López

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BOOK: Historia universal del Siglo XX: De la Primera Guerra Mundial al ataque a las Torres Gemelas
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El amplio sector de norteamericanos imbuido del espíritu heredado de la época de la colonización, caracterizado por un acendrado puritanismo en las costumbres, una creencia ciega en las enseñanzas de la Biblia y una confianza total en el esfuerzo individual, quedó desconcertado ante los cambios sociales operados en la década de la prosperidad. Los habitantes de las grandes ciudades beneficiados por el auge económico dispusieron de más tiempo libre y de más dinero y gracias al automóvil adquirieron una libertad de movimientos impensable hasta el momento. Pero los cambios más apreciables los protagonizaron las mujeres. Obligadas a transformar sus hábitos durante los años de la guerra, ahora reclamaron la igualdad total con los hombres y, al mismo tiempo, adoptaron formas de vida difícilmente aceptables para el espíritu puritano dominante: empezaron a fumar y beber en público, cambiaron su vestimenta (faldas cortas, abandono del corsé, peinados cortos, abundancia de cosméticos…), asistieron libremente a concursos de baile y acudieron a fiestas y al cine solas, sin la inevitable compañía femenina dictada por las buenas costumbres. Los jóvenes de ambos sexos sintieron necesidad de romper los estrechos márgenes de la moralidad tradicional y manifestaron una especie de ansia de libertad y de diversión. Nuevos bailes (charleston, black bottom), donde las contorsiones espectaculares se sumaban a abrazos desinhibidos entre las parejas, provocaron el escándalo entre las personas de orden, y la música de jazz, hasta este momento reducida a los negros, alcanzó enorme popularidad en todo el país desde que la adoptaron grupos de músicos blancos.

El cambio en las costumbres sociales fue una especie de distintivo de la juventud y de casi todos los intelectuales, profundamente descontentos con el asfixiante ambiente dominante en la sociedad «respetable». Henry L. Mencken, editor de la revista American Mercury, definió la sociedad americana como «una multitud timorata, llorona, cobarde e ignominiosa». Los escritores y artistas radicales agrupados en Greenwich Village (un barrio de Nueva York), entre ellos el dramaturgo Eugene O´Neill, consideraban que la cultura norteamericana era pobre y de cortos vuelos por su cerrazón tradicional y abogaron por la apertura a las teorías y corrientes europeas. Otros escritores, como Hemingway o John Dos Passos, trasladados voluntariamente a Europa durante la Guerra Mundial, llegaron imbuidos de nuevas ideas y, sobre todo, de un acusado inconformismo hacia los usos sociales norteamericanos, de modo que no tuvieron inconveniente en criticar el patriotismo (el héroe de la novela Adiós a las Armas, 1929, de Hemingway antepuso el amor a una mujer a la continuidad en el ejército). Estos intelectuales, que pusieron de moda hablar de Freud y de la liberación sexual, que denunciaron la opresión a que era sometida la capacidad creativa y vital, ridiculizaron con sumo realismo las costumbres más profundamente americanas —y al mismo tiempo mezquinas— de las pequeñas ciudades, como hizo Sinclair Lewis, uno de los novelistas de mayor éxito, en su obra Main Street (1920), o la ruindad humana provocada por el próspero mundo americano que refleja F. Scott-Fitzgerald en El gran Gatsby (1925).

La influencia de los intelectuales radicales y rebeldes entre los estudiantes universitarios fue apreciable, pero los mensajes más extendidos entre la sociedad americana provinieron de la radio y del cine. Los folletines y la publicidad transmitidos por la radio contribuyeron a la uniformidad de gustos y al mimetismo social, tendencia ésta acentuada por el cine, transmisor de un estereotipo de americano (el rudo y duro héroe del Oeste, la mujer fatal, el millonario simpático y sensible…), asumidos como una especie de creencia por el americano medio. El héroe americano, hecho a sí mismo mediante el esfuerzo y la honradez, se prolonga en el deporte de masas, otro sector en auge.

El béisbol, el fútbol americano y el boxeo proporcionaron campeones del mundo y suficiente material humano como para construir mitos acerca de la pujanza y la fuerza del espíritu estadounidense. Las críticas sociales y las nuevas teorías procedentes de los intelectuales europeos fueron, por tanto, rechazadas por la masa social del país, muy dispuesta, por el contrario, a inscribirse en las asociaciones y movimientos dirigidos a consolidar el patriotismo. De ahí la escasa fuerza de los movimientos críticos, incluyendo las organizaciones de carácter reformista (como el proyecto de La Follette) y el socialismo (el Partido Socialista, a pesar de los éxitos electorales y del auge conseguido antes de la Guerra Mundial, quedó prácticamente desmantelado).

En 1915, un predicador metodista había fundado en Georgia el Ku Klux Klan, sobre la idea de la antigua sociedad del mismo nombre constituida en el Sur en los años sesenta del siglo anterior y ya desaparecida. El nuevo KKK se presentó como el máximo defensor del americanismo, la cristiandad y la moralidad e incidió en el cumplimiento de las leyes, las virtudes de la democracia liberal, el voto y la prensa libre. Pronto se extendió por todo el país y se convirtió en el foco del patriotismo militante, organizando manifestaciones en las calles principales de las ciudades con el lema: America first. One God. One Country. One Flag («América lo primero. Un Dios. Un país. Una bandera»). El patriotismo, el ceremonial de sus juramentos y actos de sabor medieval y el ambiente de superioridad y valor imbuido a sus miembros atrajo a muchos ciudadanos honrados, aunque el ingreso siempre estuvo limitado a los norteamericanos WASP. En los años veinte el KKK estuvo controlado por el dentista de Texas Hiram Evans, cuya aversión a los negros alcanzó idéntico nivel que su odio a los católicos y a los judíos. Sobre la perversión de todos ellos el Klan difundió hasta la saciedad todo tipo de historias, lo cual incitó a actos violentos y a permanentes ataques verbales y políticos. El año 1925 marcó el momento de la máxima influencia del KKK, que llegó a contar entre cuatro y cinco millones de miembros, hombres y mujeres, en toda la unión, incluyendo los Estados del Norte. El proceso contra uno de los dirigentes más notorios de la organización, en noviembre de ese año, marcó su declive. Despechado por no conseguir el indulto por la acusación de secuestrar y violar a una secretaria, desveló la multitud de actividades corruptas y de actos inmorales de muchos miembros del KKK. El impoluto y moralista movimiento quedó en entredicho y muchos de sus miembros lo abandonaron, no sin que algunos de ellos sufrieran el mismo trato violento que la organización venía aplicando a los calificados de inmorales y antipatriotas.

No todos los que se consideraban americanos auténticos integraron el KKK, pero pocos de ellos dejaron de estar de acuerdo en la conveniencia de limitar la inmigración, impulsados por el temor a la contaminación de la base anglosajona del país. Desde 1921 comenzó a aplicarse una legislación restrictiva a la entrada de extranjeros, pero no sólo se limitó el cupo de inmigrantes, sino que además se estableció una discriminación en virtud de su origen: debido a su carácter «anglosajón», los procedentes del Noroeste de Europa gozaron de mayores facilidades que el resto de los candidatos para establecerse en Estados Unidos. La aplicación de este criterio dio como resultado que en 1925-1927 el 86,5% de los inmigrantes aceptados (poco más de 140 000 personas” procediera del Noroeste de Europa, incluyendo Escandinavia, el 11,2% (menos de 20 000) del Este y Sur de Europa y sólo el 2,3% (3745) de otros países (África, Oriente Medio, Oceanía…). El criterio racista y los prejuicios étnico-religiosos dominaron en todos los ámbitos, hasta el punto de que las universidades de Harvard y Columbia, por ejemplo, pusieron límite a la aceptación de estudiantes judíos. Ello prueba que el fundamentalismo protestante fue una de las fuerzas más potentes de la reacción norteamericana. En el medio rural y en las ciudades pequeñas y medianas, es decir, en el ámbito menos favorecido por la «prosperidad», arraigó la idea de que la Biblia contenía todas las explicaciones sobre el hombre y la naturaleza, de modo que cualquier teoría no ajustada al texto bíblico debía ser rechazada. En esta categoría entró el evolucionismo, hasta el punto de que varios Estados lo condenaron como doctrina errónea.

A la salvaguarda de la moral pública y de las buenas costumbres se encaminó, asimismo, la enmienda decimoctava a la constitución, aprobada en 1919 y puesta en vigor al año siguiente, que prohibía la producción, venta y consumo de bebidas alcohólicas. La medida contó con el apoyo de los granjeros, la clase media de las pequeñas ciudades, las feministas y un sector de reformistas, quienes pensaron que de esta manera se erradicaría una de las causas de degradación de la sociedad, pero inmediatamente proliferaron locales donde se transgredió la prohibición (las tabernas clandestinas o speakeasies) y en las principales ciudades se constituyeron grupos destinados a la distribución ilegal de alcohol (gangsterismo). Perfectamente organizados en bandas, los gangsters hicieron buenos negocios en poco tiempo y no tardaron en ampliar su campo de acción a otras actividades no menos lucrativas, como el juego, la prostitución y todo tipo de negocios ilegales. Sólo la banda de Al Capone disponía de un millar de hombres para «proteger» su actividad, mientras que la dotación de agentes federales destinados a hacer cumplir las leyes «prohibicionistas» no sobrepasó el número de 1500, no todos suficientemente bien pagados como para rehusar los ofrecimientos procedentes de los traficantes. El «prohibicionismo» resultó a la postre un rotundo fracaso, pues no sólo no evitó el consumo de alcohol (por reacción y por esnobismo, pero también por convencimiento, por entenderla una medida atentatoria a la libertad individual, muchos transgredieron la ley), sino que fue la causa de muertes y enfermedades por el consumo de bebidas adulteradas y alentó el crimen organizado. Las leyes prohibicionistas, a pesar de todo, pervivieron hasta 1933.

En su último discurso como presidente, Calvin Coolidge se dirigió al Congreso de Estados Unidos el 4 de diciembre de 1928 constatando el crecimiento ininterrumpido del país y resaltando el estado general de bienestar. «La fuente principal de estas bendiciones sin par se encuentra en la integridad y en el carácter del pueblo americano», afirmó con rotundidad, expresando mejor que ningún otro político —dice J. K. Galbraith (1998, 65)— el estado de ánimo de los norteamericanos. Coolidge, como correspondía a su status, no pensó en las minorías, especialmente en los negros, ni en las mujeres trabajadoras, ni en los granjeros que habían hipotecado sus tierras a los bancos para continuar trabajándolas, sino en quienes disfrutaban de una sólida situación económica y que en realidad sólo constituían una minoría de la población. Pero ellos eran los que daban el tono económico y los que marcaban el ritmo político del país. Eran, además, los auténticos americanos y ninguno de ellos creía que la prosperidad de su gran país pudiera tener un final abrupto como el que sucedió un año después del discurso de su presidente.

3.5. El ataque frontal a la democracia: los fascismos

En los años veinte se produjo en toda Europa una eclosión de nuevos movimientos políticos que tienen en común el rechazo del sistema parlamentario liberal, el odio casi visceral al socialismo y al comunismo (la obsesión por «el peligro rojo»), un acusado nacionalismo con fuertes rasgos xenófobos y un fuerte carácter represivo. Ninguna nación europea se libró de este fenómeno, aunque no en todas alcanzó la misma dimensión ni se desenvolvió de idéntico modo. Su pleno desarrollo tuvo lugar en Italia y en Alemania, únicos Estados donde se implantó una nueva forma política que puede ser calificada con propiedad como «fascismo». En los países del Este y en los del Mediterráneo surgieron partidos y grupos políticos de carácter fascista, casi siempre inspirados inicialmente en el ejemplo italiano, pero no lograron conquistar el poder. En estos países se establecieron regímenes de carácter autoritario, profundamente conservadores, pero carecieron, como ha notado E. R. Tannenbaum (1975, 12), de dos rasgos básicos característicos del fascismo: la integración de las masas en el proyecto político y el carácter revolucionario. En estos casos no hubo una reacción profunda contra el orden capitalista burgués, pues se trata de países con amplio predominio agrario y donde las antiguas clases dominantes continuaron ejerciendo su poder sirviéndose del ejército y utilizando en su provecho el aparato del Estado. A esta tipología corresponden los regímenes implantados en los años veinte en Hungría por Miklos Horthy, en Austria por Ignaz Seipel, en España por Primo de Rivera, en Portugal por el general Carmona, en Polonia por el mariscal Pilsudski y en el resto de los países del Este (Rumania, Bulgaria, Yugoslavia y países bálticos).

En Europa, sólo en Francia, el Reino Unido, Suiza, Bélgica, Holanda, los países escandinavos y Checoslovaquia pervivió, aunque no sin sobresaltos, el sistema democrático liberal, si bien también en todos estos lugares nacieron partidos y grupos fascistas a partir de 1922, tras el ascenso al poder de Mussolini. El éxito del partido nazi en Alemania, a comienzos de la década de los treinta, imprimió un nuevo impulso al movimiento fascista y en varios países del Este europeo y en muchos otros en el resto de los continentes surgieron imitadores de Hitler. Al igual que sucediera en los años veinte respecto al ejemplo italiano, la similitud no pasó de lo formal (salvo en Rumania, donde la Garda de Fier de Codreanu estuvo a punto de llegar al poder), si bien, una vez más, el ataque a la democracia resultó contundente y en múltiples lugares se establecieron regímenes autoritarios y dictatoriales plagados de simbología y formas fascistas. Al Final de la década de los treinta raro era el lugar del mundo donde no hubiera existido un movimiento de carácter fascista o, al menos, de tendencia populista y autoritaria y abundaban los regímenes dictatoriales, casi siempre encabezado por militares. Sin llegar a ser propiamente fascistas, entre otros motivos porque carecieron del soporte de una clase media surgida del desarrollo industrial (Pierre Milza, 1997b, 120), adoptaron muchos de sus usos, sobre todo el odio al socialismo y el ejercicio de la tiranía y la represión sobre los sectores menos favorecidos de la sociedad. Tal es el caso de las dictaduras caudillistas de los países centro y sudamericanos: las de Trujillo en la República Dominicana, Somoza en Nicaragua, Machado y después Batista en Cuba, Ubico y Maximiliano Hernández en Guatemala, Gabriel Terra en Uruguay, Sánchez Cerro en Perú, Germán Busch en Bolivia, etc. Un caso especial fue Japón, donde se implantó un sistema que combinó elementos del fascismo europeo con rasgos autoritarios derivados de la tradición nipona. El fascismo existió asimismo en Estados Unidos, donde si bien alcanzaron escaso desarrollo los partidos y ligas fascistas (como el National Fascist Party o el American Fascist Party, creados a finales de los años veinte), sí arraigó de manera considerable un movimiento de extrema derecha, no fascista propiamente pero con acusados rasgos de esta naturaleza, representado por asociaciones de distinto cariz, como el Ku Klux Klan.

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