Historia universal del Siglo XX: De la Primera Guerra Mundial al ataque a las Torres Gemelas (56 page)

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Authors: Juan Francisco Fuentes y Emilio La Parra López

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BOOK: Historia universal del Siglo XX: De la Primera Guerra Mundial al ataque a las Torres Gemelas
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8.2. La permanencia del conflicto: América Latina y Vietnam

La distensión supuso, pues, la reconducción del antagonismo Este/Oeste hacia el terreno de la negociación, con la búsqueda de un statu quo asumible por ambos lados, y una cierta multipolaridad mundial, con China y Francia como elementos heterodoxos. Pero la disminución del riesgo de un enfrentamiento directo entre Estados Unidos y la Unión Soviética no eliminaba el estado de tensión propio de la Guerra Fría, localizado en zonas tradicionalmente inestables, como Oriente Próximo, o en países que uno y otro bloque consideraban como sus propias avanzadillas frente al adversario. Las continuas injerencias norteamericanas en América Latina a lo largo de los años sesenta y setenta, con presidentes demócratas como Kennedy y Johnson o republicanos como Nixon y Ford, demostraban, por una parte, el alto grado de continuidad de la política exterior norteamericana con administraciones de uno u otro signo y, por otra, los estrechos límites de la distensión. El estrepitoso fracaso en 1961 del desembarco en Bahía Cochinos (Cuba), preparado por la CIA, no impidió que Estados Unidos impulsara en los años siguientes operaciones de parecido cariz, como el desembarco de 20 000 marines en la República Dominicana (1965) para instalar en la isla un gobierno conservador, o la participación de la CIA en la persecución y muerte del guerrillero comunista Ernesto Che Guevara (Bolivia, 1967). La política norteamericana en América Latina tuvo también una vertiente pacífica y preventiva, basada en un impulso al desarrollo de la zona al estilo de lo que fue el Plan Marshall para Europa. Pero si la Alianza para el Progreso, creada en 1961 con este propósito y financiada con 20 000 millones de dólares, representaba la apuesta por el desarrollo económico como cortafuegos del comunismo, la política de contrainsurgencia, simbolizada por el centro de adiestramiento instalado por la CIA en Panamá, acabó imponiéndose como medio más inmediato y efectivo de asegurar el control norteamericano sobre la región e impedir el triunfo de procesos revolucionarios que amenazaran los intereses económicos y geoestratégicos de Estados Unidos. Esa deriva hacia un endurecimiento de la política norteamericana en América Latina se plasma tanto en las intervenciones armadas y golpes de Estado generalmente auspiciados por Washington —sólo entre 1961 y 1964 fueron derribados siete gobiernos constitucionales—, como en la reducción en un 40% del presupuesto inicial de la Alianza para el Progreso.

Este esquema, aunque notablemente amplificado, puede aplicarse con ciertos matices al caso de Vietnam. Tanto América Latina como, sobre todo, Vietnam sirvieron de escenario al enfrentamiento Este/Oeste propio de la Guerra Fría, y en ambos casos tuvo un protagonismo destacado la lucha guerrillera desarrollada por organizaciones que defendían un proyecto socialmente revolucionario a la vez que antiimperialista. El triunfo de la revolución cubana en 1959 y los vínculos que muy pronto estableció con la URSS, con los riesgos que ello acarreaba para la seguridad de Estados Unidos, como se pudo ver en 1962, generaron en el establishment norteamericano un profundo temor a la propagación del fenómeno a otros países del continente. El proyecto anunciado a bombo y platillo por Che Guevara de crear «uno, dos, muchos Vietnams» en el Tercer Mundo avalaba esos temores. Pero ni los movimientos guerrilleros que surgieron en distintos países latinoamericanos, como Venezuela, Perú o Bolivia, alcanzaron la dimensión que se esperaba, ni la implicación de Estados Unidos en la represión se apartó de sus canales habituales, es decir, el apoyo a los ejércitos nacionales o a grupos contrainsurgentes a través de la CIA y, eventualmente, el respaldo a los numerosos regímenes militares establecidos en América Latina. El hecho es que los procesos revolucionarios y contrarrevolucionarlos que tuvieron lugar en el continente, así como la política norteamericana en la zona respondían a una dinámica propia, muy anterior a la Guerra Fría, y no se vieron influidos por ésta salvo en el efecto demostración que la Revolución Cubana o el comunismo maoísta tuvieron para algunos grupos guerrilleros.

Vietnam fue, pues, sin duda, el principal conflicto bélico del período de distensión, con graves repercusiones en la política interior norteamericana. Conflicto paradigmático también de la Guerra Fría, no sólo por escenificar a gran escala el antagonismo entre comunismo y capitalismo y los problemas derivados de la descolonización, sino por representar la forma de lucha característica de este período: la guerra de guerrillas, protagonista, según un cálculo no exhaustivo, de treinta y dos conflictos armados desarrollados entre 1945 y 1976 (Laqueur, 1976, 442). La Guerra de Vietnam puede considerarse, efectivamente, una prolongación de la lucha por la independencia emprendida contra Francia después de la Segunda Guerra Mundial. Tras la derrota francesa en Indochina y la creación en 1954 de los dos Estados vietnamitas, al Norte y al Sur del paralelo 17, Estados Unidos empezó poco a poco a intervenir en apoyo del régimen anticomunista instalado en Vietnam del Sur. En 1956 llegaron las primeras fuerzas especiales enviadas por la CIA, al tiempo que se impulsaba una política de desarrollo económico y social apoyada en fuertes inversiones norteamericanas. Pero la corrupción del gobierno títere de Ngo Dinh Diem, que dilapidaba buena parte de la ayuda financiera y hacía inútil cualquier intento de reforma, y la creciente actividad de la guerrilla comunista del Vietcong llevaron a la administración norteamericana a incrementar la presencia de «consejeros militares». La evolución del número de estos últimos entre 1960 y finales de 1963 —de 658 a 17 000— muestra bien a las claras la actitud adoptada por Kennedy ante el conflicto: la búsqueda de una difícil vía intermedia entre la simple inhibición, que hubiera podido desencadenar el temido efecto dominó —la caída en cadena de los regímenes prooccidentales del Sudeste asiático—, y la participación abierta en el conflicto, desaconsejada por algunos asesores del presidente, como el embajador Harriman o el subsecretario de Estado George Ball, que presentaría su dimisión en 1966 en plena escalada militar (Zorgbibe, 1997, 443; Kaspi, 1998, 526). El resultado, de momento, fue una «alianza limitada» con el gobierno survietnamita para evitar el desmoronamiento de Vietnam del Sur sin asumir excesivos riesgos. Según un informe remitido en julio de 1962 al secretario de defensa McNamara por el mando norteamericano en Vietnam del Sur, la situación estaba mejorando rápidamente y cabía incluso la posibilidad de eliminar el peligro comunista en el plazo de un año (Cheng Guan, 2000, 604). Sin embargo, el derrocamiento de Diem en 1963 por un golpe de Estado militar y el asesinato de Kennedy poco después abrieron un confuso impasse en la política norteamericana en la zona que no se despejó hasta agosto de 1964, cuando el Congreso de Estados Unidos autorizó al presidente Lyndon B. Johnson a usar la fuerza armada en Vietnam, en respuesta al ataque sufrido por un buque de guerra americano en el golfo de Tonkín.

Aunque el programa electoral de Johnson, triunfador de las presidenciales de 1964, preveía en lo relativo a Vietnam una actuación limitada tanto en el tiempo como en los medios, la implicación de Estados Unidos en el conflicto a partir de 1964 adquirió proporciones hasta entonces insospechadas. En 1965, la presencia militar norteamericana se cifraba en 180 000 hombres y en 1968 el contingente alcanzaba los 536 000. Paralelamente, el número de norteamericanos muertos pasó de 195 en 1964 a 16 500 cuatro años después (Kaspi, 1998, 539). Pero el esfuerzo militar norteamericano no se puede medir únicamente por el número de marines destacados en Vietnam del Sur, la mayoría de los cuales se dedicaba a tareas de intendencia en la retaguardia. El aspecto más controvertido de su participación en la guerra fueron los bombardeos aéreos masivos, que se iniciaron tras la autorización por el presidente Johnson, el 7 de febrero de 1965, de la operación Rolling Thunders de bombardeo de objetivos militares en Vietnam del Norte. Esta dimensión del conflicto, paralela al contingente de marines establecido en la zona, permite calibrar la vertiginosa escalada de la guerra de Vietnam a partir de 1965: de 25 000 ataques aéreos aquel año a 180 000 en 1967; de 63 000 toneladas de bombas a 226 000. En 1966, la media de ataques aéreos había sido de 164 cada día, tanto sobre objetivos industriales y militares como sobre población civil. Se calculó que, al final de la guerra, la aviación norteamericana había lanzado una bomba de 250 kilos cada treinta segundos (Velga, Da Cal y Duarte, 1997, 197). Según otros cálculos, el tonelaje de las bombas lanzadas durante la Guerra de Vietnam por Estados Unidos fue casi cuatro veces superior al que la aviación estadounidense descargó en la Segunda Guerra Mundial. Añádanse a ello las especiales características de los bombardeos norteamericanos, como el uso de napalm o de bombas defoliantes para destruir la frondosa vegetación que daba cobertura a la guerrilla del Vietcong.

Éstos y otros datos, como los cuatro mil helicópteros empleados por Estados Unidos —arma emblemático de aquella guerra, lo mismo que los bombarderos B-52—, dan una idea del esfuerzo militar norteamericano y obligan a interrogarse sobre las razones de un fracaso que empezó a ser patente en 1968, año que marca el apogeo y el punto de inflexión en el desarrollo del conflicto. Para entender la humillante derrota de la mayor potencia mundial ante la guerrilla vietnamita hay que tener en cuenta varios factores. El primero de ellos radical precisamente, en las grandes limitaciones de los ejércitos regulares para hacer frente a un ejército guerrillero con amplio apoyo popular, moral de victoria y excelente adaptación al terreno. Desde las guerras napoleónicas, con el caso paradigmático de la guerrilla española —la voz guerrilla sirve desde entonces para designar el fenómeno en otras lenguas—, hasta las guerras coloniales, pasando por el ejército guerrillero dirigido por Tito en Yugoslavia que tuvo en jaque al ejército alemán durante la Segunda Guerra Mundial, son multitud los ejemplos históricos que ilustran las dificultades, a menudo insalvables, que tienen que afrontar los grandes ejércitos en estas circunstancias. La superioridad táctica de la guerrilla, patente en el caso del Vietcong, radica en su habilidad para rehuir los combates frontales en campo abierto, en su invisibilidad, es decir, en su capacidad para aparecer y desaparecer —y más en una región selvática como lo era buena parte de Vietnam del Sur— y en los efectos devastadores que para la organización y la moral del adversario tienen sus acciones por sorpresa contra los centros de comunicación y aprovisionamiento.

El Vietcong, formado por unos 200 000 hombres, contaba además con el apoyo directo de Vietnam del Norte, canalizado a través de la famosa ruta Ho Chi Minh, e indirectamente de la URSS y de la China Popular, más el respaldo de una buena parte de la población survietnamita, hostil a su propio gobierno y a la presencia norteamericana, que veían como una prolongación de la vieja dominación colonial. El nacionalismo y el antiimperialismo que encarnaba la guerrilla survietnamita, más que el componente revolucionario de su lucha, ejercían un atractivo irresistible sobre amplios sectores de la población, desde el campesinado hasta el clero budista. Estados Unidos, mientras tanto, maniatado por su opinión pública y por la situación internacional, en plena distensión, tenía que hacer un uso limitado de su potencial militar: ni armamento nuclear, ni invasión del Norte. En tales términos, la Guerra de Vietnam se planteaba como una guerra de desgaste, cuyo desenlace se inclinaría en favor de aquel que mostrara una mayor capacidad de sufrimiento y resistencia.

Aquí, sin duda, estuvo la clave de la derrota norteamericana, porque mientras el pueblo vietnamita se había curtido en situaciones parecidas a lo largo de varias décadas de guerras coloniales, la opinión pública estadounidense no estaba dispuesta a prestar un apoyo incondicional a una aventura militar de dudoso éxito y alto coste en vidas humanas y en recursos económicos —25 000 millones de dólares anuales en la fase álgida, la tercera parte del presupuesto de defensa—. En 1965, recién iniciada la escalada norteamericana en la zona, el historiador de izquierdas Eric Hobsbawm advirtió ya, en un artículo publicado en The Nation de Nueva York, sobre las elevadas posibilidades de un fracaso militar e incluso sobre el riesgo de que Estados Unidos, impotente ante la guerrilla vietnamita, recurriera finalmente a la bomba atómica, opción barajada ya en la Guerra de Corea («Vietnam and the Dynamics of Guerrilla War», Reed en Hobsbawm, 1998, 200-212).

La guerra la perdió finalmente en su propia retaguardia. En primer lugar, por la impopularidad de un sistema de reclutamiento que convertía en potenciales reclutas a todos los jóvenes norteamericanos físicamente aptos, pero que dejaba numerosos resquicios legales para una aplicación discriminatoria del reglamento, tanto desde el punto de vista social como racial, como prueba el hecho de que los negros, con un 11% de la población del país, aportaran un 31% de los combatientes en Vietnam (Kaspi, 1998, 529). La impopularidad de la guerra se explica igualmente por el decisivo papel que los medios de comunicación, sobre todo la televisión, tuvieron en la difusión de los aspectos más siniestros del conflicto: los bombardeos masivos sobre Vietnam del Norte, el uso del napalm, los abusos cometidos por las tropas americanas, como la matanza perpetrada por un grupo de marines en la aldea de Mi Lay, o la feroz represión desencadenada contra los miembros y simpatizantes del Vietcong. La célebre imagen, difundida por las televisiones occidentales, de la ejecución de un guerrillero vietnamita, en plena calle, a manos del jefe de policía de Saigón hacía inevitable que los sectores más sensibles de la opinión pública se plantearan si Estados Unidos no se había equivocado de bando. El hecho de que el responsable de esa filmación, Eddie Adams, acabara recibiendo el premio Pulitzer demuestra hasta qué punto la mala conciencia se había extendido entre amplios e influyentes segmentos de la sociedad americana. Todo ello demostraba el rotundo fracaso del propósito que un columnista norteamericano atribuyó a la administración Johnson: «Hacer la guerra sin que el New York Times lo notase».

En 1968, la presión de la opinión pública se hizo insoportable. En enero, el Vietcong había emprendido una operación a gran escala, la ofensiva del Têt, lanzada simultáneamente contra un centenar de ciudades, con golpes de efecto espectaculares, como la ocupación de la ciudadela de Hué, aunque con un altísimo número de bajas. Es dudoso que la operación fuera un éxito en términos militares, pero, una vez más, el Vietcong había ganado la batalla de la propaganda. Este desafio inesperado, que sembró nuevas dudas sobre la capacidad de respuesta del ejército norteamericano, se añadía a la creciente impopularidad de la guerra: la agitación en los campus universitarios, con la oposición a la guerra como principal, aunque no única, motivación; las continuas manifestaciones y marchas, como la de 1967, con más de 200 000 personas concentradas en Washington ante el Pentágono, y el incesante clamor en favor de una paz negociada, al que se sumaron personalidades del ala más liberal del establishment y del Partido Demócrata, como el senador McCarthy, la actriz Jane Fonda o el presentador de televisión Walter Cronkite. Por fin, en marzo de 1968 el presidente Johnson, cuyo índice de popularidad había caído al 30% tras la ofensiva del Têt, anunciaba la suspensión de los bombardeos y su renuncia a la reelección. Poco después, Estados Unidos y Vietnam del Norte iniciaban en París unas largas conversaciones de paz.

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