Historia universal del Siglo XX: De la Primera Guerra Mundial al ataque a las Torres Gemelas (51 page)

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Authors: Juan Francisco Fuentes y Emilio La Parra López

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BOOK: Historia universal del Siglo XX: De la Primera Guerra Mundial al ataque a las Torres Gemelas
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Nada de todo ello era previsible cuando en abril de 1955 se celebró en Bandung, Indonesia, la conferencia del mismo nombre con participación de veinticinco países, en su mayor parte asiáticos, pertenecientes al Tercer Mundo, además de algunas organizaciones, como el ilegal Congreso Nacional Africano de la República Sudafricana, que asistieron como observadores. La Conferencia de Bandung pretendió ser la presentación ante el mundo de un nuevo sujeto colectivo de la historia contemporánea integrado por países que habían alcanzado recientemente su independencia y aspiraban a participar con un papel protagonista en el concierto de las naciones. Los principales promotores de esta «primera cumbre del Tercer Mundo» (Zorgbibe, 1997, 246) fueron los presidentes de Birmania, Indonesia —cuyo líder, Sukarno, ejerció de anfitrión—, Ceilán, India y Pakistán, coincidentes en la voluntad de afirmar la personalidad histórica de los nuevos Estados soberanos frente a los dos grandes bloques mundiales y, sobre todo, frente a las antiguas metrópolis europeas. El mundo vivía entonces un momento de transición entre la descolonización asiática, prácticamente completada un año antes con el fin de la guerra de Indochina, y la gran oleada descolonizadora del África negra de finales de los años cincuenta y principios de los sesenta. Transición también entre dos de los principales conflictos de la Guerra Fría —la Guerra de Corea y la Guerra de Vietnam—, lo que sitúa la Conferencia de Bandung en un contexto de deshielo de la política mundial y de sensible y efímera disminución de la tensión en Extremo Oriente.

En el desarrollo de las sesiones se puso de manifiesto un consenso general en contra del colonialismo y de la bipolaridad mundial, pero también la existencia de intereses y tendencias difícilmente compatibles entre los países participantes, pues mientras algunos de ellos, como Filipinas o Pakistán, estaban integrados en la SEATO —organización pro occidental equivalente a la OTAN—, otros países, como China y Vietnam del Norte, pertenecían al bloque comunista o mantenían, como la India, excelentes relaciones con él. La resolución final recogió una condena tajante del «colonialismo en todas sus manifestaciones», pero la propia fórmula, propuesta por el líder indio Krishna Menon, escondía profundas diferencias sobre el origen, comunista o capitalista, del «colonialismo» que era objeto de condena. Así pues, pese a que Bandung marcó el nacimiento oficioso del movimiento de países no alineados, en su interior eran perfectamente reconocibles la línea divisoria de la Guerra Fría y algunos graves contenciosos bilaterales, como el que enfrentaba a India y Pakistán en la región de Cachemira. La unanimidad en el uso de una retórica anticolonial y antibloques se hizo patente en los cinco principios finalmente suscritos por los países participantes: no agresión, respeto a la soberanía de los otros Estados, no injerencia en los asuntos internos, igualdad y neutralidad frente a la política de bloques. Este corpus doctrinal pudo servir como referencia a otros movimientos anticoloniales en curso y para la propagación de un sentimiento de autoestima entre los pueblos recién independizados, pero no bastó para dar al Tercer Mundo la fuerza política que correspondía a su peso demográfico a escala planetario. En todo caso, la Conferencia de Bandung ejerció una notable influencia en la descolonización del África subsahariana y puso en marcha el llamado movimiento de países no alineados, constituido como tal a partir de la celebración de la Conferencia de Belgrado de 1961, con el mariscal Tito como uno de sus principales inspiradores.

La ausencia en Bandung de los países latinoamericanos resulta sintomático del particular estado de estos países, situados fuera del marco, todavía difuso, del Tercer Mundo. La independencia de la mayoría de ellos se remontaba a principios del siglo XIX y, por tanto, difícilmente se podían identificar con la causa de los pueblos recién emancipados de sus metrópolis. Su antigüedad como Estados soberanos era mayor, incluso, que la de algunos países europeos, como Polonia, Bélgica o Irlanda. Una economía boyante, por lo menos en un pasado reciente, y, en algunos casos, el origen europeo de la mayor parte de la población contribuían asimismo a crear en muchas naciones latinoamericanas una conciencia nítidamente diferenciada de aquello que el Tercer Mundo empezaba a representar.

Pero diversas circunstancias desencadenaron en el subcontinente un doble proceso de declive económico e inestabilidad política que lo fue alejando de los parámetros de bienestar del mundo desarrollado en los que se habían movido muchos de estos países. Entre esos factores negativos destaca la brusca caída, a partir de los años treinta, de los precios de los productos agrícolas y de las materias primas —café, cobre, salitre, carne, trigo—, cuya exportación a los países desarrollados constituía su principal fuente de riqueza. Ante la adversa situación de los mercados internacionales, que sólo se recuperaron temporalmente gracias a la Segunda Guerra Mundial, hubo intentos de diversificación de las economías nacionales y de industrialización acelerada promovida por el Estado, como en Brasil, Méjico y Argentina. De una u otra forma, se impuso una tendencia hacia el nacionalismo económico y político, con ribetes populistas y autoritarios. La tradición constitucional se vio frecuentemente quebrada por la sucesión de gobiernos de fuerza. Fueron muy pocos los países que escaparon a la tónica general, y entre ellos Méjico representa, sin duda, la excepción más llamativa, pues la década de los cuarenta, con la creación del PRI (Partido Revolucionario Institucional) como virtual partido único (1946), supuso la consolidación, pero también, hasta cierto punto, la desnaturalización, del régimen nacido de la Revolución Zapatista.

La larga dictadura de Getulio Vargas en Brasil, en sus dos etapas (1930-1945 y 1951-1954), ofrece un caso paradigmático de la génesis y naturaleza de las dictaduras de nuevo cuño, hijas de la crisis económica y social desencadenada en Brasil por el hundimiento del precio del café tras el crash del 29, y promotores de alternativas autárquicas e intervencionistas ante la quiebra de un modelo de desarrollo basado en la agricultura de exportación. El Estado Novo de Getulio Vargas incorporó además formas de movilización y cohesión social propias de los fascismos de entreguerras, pero con unos tintes populistas y antiimperialistas que acabaron enfrentándolo con Estados Unidos, artífice de su caída del poder en 1945. Algo similar podría decirse del régimen presidido por el general Juan Domingo Perón en Argentina entre 1946 y 1955. El peronismo sería una de las formas más logradas del populismo latinoamericano de mediados de siglo, gracias a una pasajera recuperación económica, al éxito a corto plazo de su política intervencionista y autárquico y a la imagen mesiánica y melodramática de la mujer de Perón, Eva Duarte, principal engarce entre el régimen y los desheredados —los descamisados, en la retórica peronista—. La devoción de Perón por los fascismos europeos forma parte esencial del peculiar acervo ideológico del personaje y su régimen.

Pero no fue el único de los caudillos populistas del continente en sentirse atraído por las fuerzas derrotadas en la Segunda Guerra Mundial. Dirigentes reformistas, próximos a la izquierda, como Jorge Gaitán en Colombia y Paz Estensoro en Bolivia, que disolvió el ejército y nacionalizó las minas, habían mostrado más o menos abiertamente su simpatía por el Eje (Hobsbawm, 1995, 140). En todo caso, unas veces las presiones estadounidenses, otras la inviabilidad del reformismo populista y casi siempre la intromisión de los militares dieron al traste con estas experiencias y alimentaron el círculo vicioso de golpes de Estado, cuarteladas y pseudorrevoluciones. Perón fue destituido por sus compañeros de armas en 1955 (volvió del exilio como presidente en 1973, para morir poco después), Getulio Vargas se suicidó en 1954, el mismo año en que la CIA acababa en Guatemala con el gobierno reformista del coronel Arbenz, Gaitán fue asesinado en 1948 y a Paz Estensoro le derribó un golpe militar en 1964. Un caso completamente distinto, que se verá más adelante, lo constituye el derrocamiento de la dictadura de Fulgencio Batista en Cuba en 1959 y la instauración del régimen revolucionario personificado por Fidel Castro.

7.4. El nacimiento del Mercado Común Europeo

La idea de crear unos Estados Unidos de Europa que integraran en unas mismas instituciones a pueblos enfrentados durante siglos tiene una larga trayectoria, generalmente vinculada al discurso de las elites de algunos países de Europa occidental. El proyecto cobró un gran impulso entre las dos Guerras Mundiales. La conciencia de que la Gran Guerra había sido una guerra civil europea y el deseo de evitar una catástrofe similar llevaron a algunos intelectuales liberales, como el español José Ortega y Gasset, el francés Julien Benda y el economista británico John M. Keynes, a defender la institucionalización de ese viejo ideal europeísta, renovado por la necesidad de dar respuesta a los nuevos desafíos que Europa tenía planteados: el carácter crónico y devastador del enfrentamiento franco-alemán, el ascenso imparable de Estados Unidos como superpotencia mundial en detrimento de las antiguas potencias europeas y la supuesta amenaza que para la civilización occidental representaba el triunfo del comunismo en Rusia. La celebración en Viena, en 1926, del Primer Congreso Paneuropeo, con participación de dos mil invitados procedentes de veinticuatro países, supuso un hito histórico en la concreción del viejo ideal de los Estados Unidos de Europa, una fórmula que empezaba a resultar familiar a la opinión pública del continente. El teatro vienés en el que tuvo lugar el congreso se adornó para la ocasión con retratos de Kant, Napoleón, Mazzini, Víctor Hugo y Nietzsche, entre otros supuestos precursores de la unidad europea, en su mayoría, escritores y filósofos. Esta curiosa iconografía europeísta muestra tanto la voluntad de alcanzar un prudente equilibrio entre las grandes naciones europeas, como el carácter marcadamente intelectual de aquel movimiento.

Tras la Segunda Guerra Mundial, la marcha hacia alguna forma de unión europea se hizo ya irreversible, aunque tardó todavía algún tiempo en concretarse y, sobre todo. En rebasar el ámbito económico. Si el nuevo orden mundial favorecía la creación de organismos supranacionales, la reconstrucción europea hacía especialmente necesaria la coordinación de los esfuerzos colectivos y la adecuada distribución de los recursos disponibles. A tal fin, se creó en 1948 la Organización Europea de Cooperación Económica (OECE), antecedente de la actual OCDE, organismo que debía canalizar con la mayor eficacia y celeridad posible la ayuda norteamericana prevista en el Plan Marshall, y que fue concebido en su origen como una especie de ministerio europeo de economía, encargado de impartir directrices precisas a los gobiernos nacionales (Mammarella y Cacace, 1999, 42). La constitución un año después del Consejo de Europa fue el contrapunto político a la adopción de un sistema de cooperación económica, inicialmente subordinado a la ayuda norteamericana, que marchó en paralelo con la realización del viejo proyecto de una unión política europea. De todas formas, tanto el escaso contenido real de los órganos más representativos del europeísmo político —ya sea el Movimiento Europeo, creado en 1947, o el propio Consejo de Europa—, como las enormes dificultades con que se encontró el intento de crear un sistema de defensa europeo —Comunidad Europea de Defensa— favorecerían un desplazamiento del proyecto comunitario al ámbito económico.

Se perfilaban así las principales líneas maestras de un complicado proceso de integración política y económica que, al cabo de más de medio siglo, está lejos de haberse completado, y cuyos rasgos generales se pueden enumerar de la siguiente forma:

1. La existencia de dos proyectos de integración, e incluso de dos concepciones de Europa, relativamente diferenciados: el federalista, que hacía hincapié en la naturaleza política e institucional de la unión europea, y el llamado funcionalista, que hacía de la economía el motor de la unificación.

2. La importancia decisiva del eje franco-alemán en todo el proceso de construcción de la unión europea y, al mismo tiempo, el papel marginal desempeñad por el Reino Unido, cuya incorporación al proyecto fue tardía e incompleta.

3. La relación ambivalente que ha existido, desde el principio, entre la Comunidad Europea y Estados Unidos, pues si, en un primer momento, el proyecto era inseparable de la política norteamericana de contención del comunismo, la unión europea fue creciendo como un espacio relativamente autónomo ante los grandes polos de poder económico, militar y político de la Guerra Fría. La Europa comunitaria, tal como la entendió, por ejemplo, el presidente francés Charles de Gaulle, debía preservar la independencia del viejo continente frente al expansionismo norteamericano y su enorme potencial económico, tecnológico y cultural. En gran medida, e doble veto francés al Reino Unido en los años sesenta se justificaría por las suspicacias de De Gaulle ante un país cuya supuesta subordinación a los intereses norteamericanos podía desnaturalizar gravemente el proyecto europeo.

Fue, precisamente, un antiguo colaborador del general De Gaulle en los duros tiempos de la Segunda Guerra Mundial, el economista Jean Monnet, el principal artífice d la futura Comunidad Económica Europea. Ministro de Comercio francés en la inmediata posguerra, Monnet sentó las bases de la reconstrucción de la economía francesa participó decisivamente en la elaboración del Plan Schuman, que toma su nombre del presidente francés Robert Schuman y que dio origen en 1951 a la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA) formada por Francia, Bélgica, Holanda, Luxemburgo, RFA e Italia, y primer paso hacia una unión aduanera de estos seis países. La negativa del Reino Unido a incorporarse a la CECA y la coincidencia en este proyecto de Francia y Alemania Federal estaban cargadas de simbolismo. En 1956, Jean Monnet, que había presidido la CECA en sus tres primeros años de existencia, impulsó la creación de un comité para el nacimiento de unos Estados Unidos de Europa. Pero sus convicciones europeístas no tardaron en chocar con la resistencia de los principales líderes europeos, partidarios de un planteamiento más prudente y pragmático, por lo que la unión política se fue desarrollando a remolque de una progresiva vertebración económica.

La fecha clave para esta última sería el año 1957, con la firma del Tratado de Roma por los seis países miembros de la CECA. Con la creación de la Comunidad Económica Europea o Mercado Común, tal como se denominó en sus primeros años, surgía una gran potencia económica y demográfica, que había superado con éxito la fase de reconstrucción de las economías nacionales y emergía con fuerza, gracias a su renovado dinamismo industrial y tecnológico, frente a las superpotencias mundiales. Se instauraba así una Limón aduanera que iba acompañada de una política comercial común y de la libertad de circulación de bienes, servicios, capitales y trabajadores. El Tratado de Roma tenía también una vertiente política e institucional: se creaba un Parlamento Europeo, que hasta 1979 sería elegido por los parlamentos nacionales, y un Tribunal de Justicia que debía velar por el cumplimiento del tratado. Al mismo tiempo, se ponía en marcha el EURATOM (Comisión para la Energía Atómica Europea) con el fin de coordinar la investigación de los países miembros de la CEE en un ámbito crucial para el desarrollo tecnológico e industrial como era la energía atómica.

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