Historia universal del Siglo XX: De la Primera Guerra Mundial al ataque a las Torres Gemelas (50 page)

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Authors: Juan Francisco Fuentes y Emilio La Parra López

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BOOK: Historia universal del Siglo XX: De la Primera Guerra Mundial al ataque a las Torres Gemelas
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Ese ideal nacionalista, punto de encuentro entre muchos militares y civiles, se completaría con dos ingredientes ideológicos que acabarían de dar forma al nasserismo: por una parte, el viejo sueño panárabe, basado en la existencia de una única nación árabe artificialmente fragmentada en Estados, un ideal fomentado tiempo atrás por Gran Bretaña, y no sólo por el legendario Lawrence de Arabia, sino, más recientemente, por el Foreign Office en plena Segunda Guerra Mundial; por otra, un socialismo de difícil catalogación, mucho más populista y estatalista, en todo caso, que marxista. Esta heterodoxia del socialismo árabe con arreglo a los cánones europeos no impidió que el curso de los acontecimientos, más el fuerte sentimiento antioccidental del coronel Nasser, fuera arrastrando al líder egipcio hacia posiciones coincidentes con la política exterior de la Unión Soviética. Un hecho de enorme trascendencia en la política internacional fue el anuncio por Nasser, en julio de 1956, de su propósito de nacionalizar la compañía propietaria del canal de Suez, una medida que debía servir, según el gobierno egipcio, para financiar la construcción de la gigantesca presa de Assuán, tras la retirada de los créditos inicialmente concedidos por Estados Unidos. Tal sería la dinámica que, durante mucho tiempo, movería las posiciones en el complicado tablero de Oriente Medio: las represalias occidentales ante la creciente hostilidad del nacionalismo árabe no hacían más que acelerar la aproximación de algunos de estos países (Egipto, Siria, Irak y, posteriormente, Libia) a la órbita de Moscú. La confluencia entre las posiciones soviéticas y árabes en una región cada vez más importante en el desarrollo de la Guerra Fría acabaría decantando a los países occidentales, en general, y a Estados Unidos, en particular, hacia una alianza con Israel, al considerarlo su socio natural en la zona.

Pero los graves acontecimientos provocados por la nacionalización del Canal de Suez demostrarían que el entramado de alianzas tejido en torno al conflicto de Oriente Medio estaba todavía inacabado, especialmente en cuanto al papel de Estados Unidos en el mismo. A finales de octubre de 1956, Inglaterra y Francia, los países afectados por la nacionalización del Canal, decidían enviar un cuerpo expedicionario a la región para recuperar por la fuerza lo que el Estado egipcio, en uso de su potestad soberana, les había arrebatado tres meses antes. En su decisión influyó también el temor británico a una extensión del nasserismo a otros países árabes, en particular a Jordania, donde el líder egipcio contaba ya con numerosos simpatizantes. Este temor era compartido por Israel, que veía con gran inquietud el ostensible rearme del ejército egipcio, equipado con modernos aviones Mig 15 soviéticos, y la escalada de declaraciones y gestos hostiles por parte del gobierno de Nasser, como la prohibición a los barcos israelíes de navegar por el Canal de Suez, además de las continuas y cruentas incursiones en territorio israelí perpetradas por guerrilleros fedayines con base en Egipto (algunas de ellas, sin embargo, fueron provocadas por los propios servicios de seguridad israelíes). El gobierno judío consideró llegado el momento de exhibir su nuevo potencial militar mediante una acción que tuviera un efecto intimidatorio en sus vecinos árabes. Un año antes de la crisis de Suez, el presidente israelí, Moshe Sharett, había amenazado va con lanzar una «guerra preventiva» contra los enemigos del pueblo judío (Fontaine, 1967, II, 264). Las palabras del dirigente israelí respondían a una firme confianza en las posibilidades militares de su país en un nuevo conflicto. Su ejército se había modernizado notablemente desde la fundación del Estado de Israel en 1948 y la primera guerra contra los árabes. Con la reciente adquisición a Francia de tanques AMX 13 y aviones Mystére IV, el ejército israelí empezó a convertirse en un poderosa máquina de guerra, como demostró su ataque contra Egipto a finales de octubre de 1956: en una campaña fulgurante, de apenas cuatro días, los israelíes expulsaron a sus rivales de la península del Sinaí. Mientras tanto, el 5 de noviembre, Inglaterra y Francia enviaban un cuerpo expedicionario al Canal de Suez, en una acción manifiestamente concertada con el alto mando israelí en la que los paracaidistas ingleses y franceses actuaban como una supuesta «fuerza de interposición». La expedición se realizó sin conocimiento previo de Estados Unidos, que no tardó en desautorizar el proceder de los dos gobiernos europeos. El propio presidente Eisenhower expresaría en privado su estupor ante «semejante chapuza» (Powaski, 2000, 15 l).

El éxito de la ofensiva israelí y de la operación aerotransportada anglo-francesa en Suez quedó eclipsado por el rechazo unánime de la comunidad internacional. Por lo pronto, la intervención militar fue condenada sin paliativos por las Naciones Unidas, que dejaron de esta forma aisladas y en evidencia a dos viejas potencias coloniales venidas a menos. La reprobación internacional demostraba, por una parte, el desprestigio del viejo colonialismo en un momento crucial de la descolonización, apenas un año después de la celebración de la conferencia de Bandung, que tanto contribuyó al desarrollo de una conciencia anticolonial entre los antiguos pueblos sometidos. Pero, por otra parte, y no menos importante, la coincidencia de Estados Unidos y la Unión Soviética en la condena de la agresión anglo-francesa ponía de 'Manifiesto la vigencia de un mínimo consenso entre las dos superpotencias, pese a los avatares de la Guerra Fría. Recuérdese que la pasividad occidental en la crisis húngara se interpretó en el mismo sentido. Junto al nuevo clima que parecía presidir las relaciones entre los dos colosos mundiales, en pleno deshielo desde el final de la guerra de Corea, la otra gran lección de la crisis del Canal de Suez era la constatación del declive imparable de las viejas potencias europeas, sometidas, como el resto del mundo, a las leyes no escritas de un orden internacional regido por Estados Unidos y la URSS. De las enseñanzas que este episodio dejaba para el futuro tomaron buena nota algunos países europeos, que, como veremos en seguida, aceleraron a partir de entonces la construcción de una entidad europea supranacional concebida como un instrumento que permitiera al viejo continente protegerse de la aplastante hegemonía de las dos superpotencias (Mammarella y Cacace, 1999, 9394).

La crisis de Suez, que, por la participación de Israel, suele considerarse como la Segunda Guerra árabe-israelí, se cerró con el desplazamiento a la región de un contingente de cascos azules de las Naciones Unidas como fuerza de interposición y con la retirada israelí del Sinaí. Pese a la ausencia de cambios territoriales, la crisis de 1956 tuvo importantes consecuencias para el posterior desarrollo del conflicto de Oriente Próximo y la definición de la política de alianzas en la región. En primer lugar, significó un claro espaldarazo para el presidente Nasser, que supo convertir un revés militar en una gran victoria diplomática. Su prestigio salió, Pues, doblemente reforzado, como víctima de una agresión neocolonial y sionista y artífice de un triunfo moral sobre los enemigos del pueblo árabe, lo que acabó de consagrarle como líder supremo del nacionalismo panárabe, en franca expansión en la zona, y como uno de los dirigentes más carismáticos del emergente movimiento de países no alineados.

La otra gran vencedora fue la Unión Soviética, reforzada en su discurso apaciguador inaugurado tras la muerte de Stalin y en su papel como aliado exterior de aquellos pueblos árabes, y en general del Tercer Mundo, que buscaban liberarse definitivamente de la dominación occidental. Por último, el desenlace del conflicto llevó a la administración norteamericana a salir de la relativa indefinición que había caracterizado hasta entonces su política en Oriente Medio. Aunque la creación en 1948 de la VI Flota norteamericana, con el Mediterráneo como centro de operaciones, sirve para calibrar el valor estratégico que Estados Unidos concedía a la región, tanto la administración Truman como la primera administración Eisenhower carecieron de una política clara en Oriente Próximo. Cuando en 1955, el primer ministro israelí Ben Gurion se dirigió por escrito al presidente norteamericano pidiendo ayuda para compensar el apoyo militar que Egipto estaba recibiendo de la URSS, se encontró con una respuesta fría y evasiva, sintomático de las enormes dudas que el conflicto árabe-israelí suscitaba todavía en la Casa Blanca (Gazit, 2000, 413). Las cosas empezaron a cambiar tras la crisis de Suez. En el discurso ante el Congreso pronunciado el 5 de enero de 1957 por el presidente Eisenhower, que iniciaba entonces su segundo mandato, quedarían fijados los principios que habrían de guiar en el futuro la actuación norteamericana en la zona: «el vacío actual en Oriente Próximo» debía ser cubierto, según Eisenhower, «por Estados Unidos antes de que lo fuera por la Unión Soviética». La llamada doctrina Eisenhower para Oriente Medio, típico producto de la Guerra Fría como una guerra deposiciones en el tablero mundial, suponía introducir los sucesos de esta región en el nuevo orden de prioridades de la administración norteamericana. Era, pues, tanto un «cambio de agenda» en su política exterior, como el comienzo de una actitud beligerante en la política interior de los países de la zona. Esto último quedó patente con el envío de un contingente de marines al Líbano, en apoyo a su gobierno pro occidental (1958). La aplastante superioridad exhibida por los israelíes en la guerra de 1956 sería, más incluso que las presiones del lobby judío, el factor determinante de la futura alianza entre Estados Unidos e Israel, convertido, a los ojos de la principal potencia occidental, en el socio más eficaz y poderoso —y, por tanto, más idóneo— en la región (Chomsky, 1985).

El eje Tel Aviv-París sería, pues, sustituido progresivamente por un eje Tel Aviv-Washington, aunque hasta 1967 Francia seguiría siendo el principal proveedor de armas del ejército israelí y estudios recientes indican que sólo tras la llegada de Kennedy a la Casa Blanca la administración norteamericana se decantó definitivamente en favor de Israel (Gazit, 2000). No debe olvidarse tampoco la existencia en el mundo islámico de un polo conservador y pro-americano, formado por Arabia Saudí y otras monarquías semifeudales, como la iraní, que desempeñaron un papel fundamental en la política de contención practicada por Estados Unidos en Oriente Medio. Un dato elocuente al respecto es el hecho de que Arabia Saudí fuera entre 1950 y 1986 el principal cliente exterior de la industria militar norteamericana, con compras por valor de 32 245 millones de dólares, por 9138 de Israel (Kort, 1998, 349).

7.3. El Tercer Mundo y América Latina

La bipolaridad que preside la historia de la humanidad durante la Guerra Fría registra, no obstante, diversos intentos, más o menos logrados, de crear espacios intermedios capaces de servir de referencia para la superación de la política de bloques. Esa función es la que pretendió representar el movimiento de países no alineados, la mayoría surgidos de la descolonización y estrechamente ligados al concepto de Tercer Mundo. Existe una amplia coincidencia en el nombre del demógrafo francés Alfred Sauvy como creador del término Tercer Mundo, que habría utilizado por primera vez en un artículo publicado en 1952 (Hobsbawm, 1995, 358; Villares y Bahamonde, 2001, 516; Droz y Rowley, 1987, 279), aunque se ha atribuido también, sin aportar mayores detalles, al líder comunista chino Mao Tse-tung (Kort, 1998, 171). La expresión, en todo caso, tiene dos acepciones perfectamente complementarias: el Tercer Mundo sería la alternativa a un mundo partido en dos por la supremacía del mundo capitalista v del mundo comunista en sus respectivos hemisferios; por otra parte, el concepto, tal como lo definió Alfred Sauvy, vendría a ser la adaptación a la realidad histórica surgida de la descolonización del concepto de tercer estado con el que, en vísperas de la Revolución Francesa de 1789, se definió al estado llano, es decir, a todos aquellos que en la sociedad del Antiguo Régimen no eran nada y querían empezar a contar en la historia.

La cambiante realidad histórica del último medio siglo ha ido modificando también su significado, siempre dinámico y polisémico. En una primera etapa, el Tercer Mundo fue principalmente la suma de dos factores: Guerra Fría y descolonización. Una vez completada esta última a principios de los años sesenta, con la independencia del África sub-sahariana, adquirió especial relevancia el subdesarrollo crónico de algunos de estos países, pues aunque el concepto de subdesarrollo era muy anterior —parece que fue utilizado por el presidente Truman en 1949 y teorizado por el economista norteamericano W. W. Rostow en 1952 (Villares y Bahamonde, 2001, 519)—, el estancamiento económico de aquellos países y el fracaso del modelo occidental de modernización hicieron del subdesarrollo un elemento inherente al Tercer Mundo. Otros factores comunes a muchos de estos países afroasiáticos y latinoamericanos, como el imparable crecimiento demográfico, el carácter recurrente de las hombrunas y epidemias, la inestabilidad política en forma de golpes de Estado militares y la actividad guerrillera, serían más bien manifestaciones de una postración económica que se ha imputado a distintas causas, desde la permanencia de mecanismos neocoloniales de empobrecimiento de estas regiones, privadas de sus fuentes de riqueza más preciadas, hasta la injerencia de las grandes potencias durante la Guerra Fría en el devenir de los nuevos Estados soberanos.

El concepto y la tipología del Tercer Mundo seguirían evolucionando al hilo de los acontecimientos posteriores. La crisis del petróleo de los años setenta traería consigo el enriquecimiento, en algunos casos efímero, de los grandes productores de petróleo integrantes del Tercer Mundo y la rápida incorporación de algunos países de Extremo Oriente a la revolución industrial propiciada por las nuevas tecnologías. El concepto entraba así en una profunda crisis, que algunos consideraron irreversible, por la gran disparidad de situaciones que se registraban en su interior entre el impresionante desarrollo de los nuevos países industrializados (NIC) y el imparable empobrecimiento de los países del llamado Cuarto Mundo. Es lo que un reputado especialista en la materia, Nigel Harris, llamó en 1987 «el fin del Tercer Mundo» (Castells, 1997, 139, y 1998b, 191; Hobsbawm, 1995, 362). Finalmente, el derrumbe del socialismo real en 1989, además de eliminar la bipolaridad como elemento definitorio del concepto, sacaría a la luz la existencia en algunos de los antiguos países comunistas de un nivel de pobreza y subdesarrollo propio del Tercer Mundo, ampliado de esta forma a una parte de Europa oriental. En todo caso, la deriva que ha seguido a lo largo de este medio siglo aboca a una definición muy sumaria y descriptiva, estrechamente ligada al subdesarrollo con todo su corolario de escasez, enfermedades, hambre, guerras y superpoblación. El contorno del Tercer Mundo se correspondería, en definitiva, con lo que el sociólogo brasileño Josué de Castro llamó la geografía de la pobreza en un libro del mismo título.

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