Historia universal del Siglo XX: De la Primera Guerra Mundial al ataque a las Torres Gemelas (52 page)

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Authors: Juan Francisco Fuentes y Emilio La Parra López

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BOOK: Historia universal del Siglo XX: De la Primera Guerra Mundial al ataque a las Torres Gemelas
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En 1959, es decir, dos años después de la firma del Tratado de Roma, un grupo de países europeos liderados por Gran Bretaña creó la EFTA (European Free Trade Association) como alternativa al recién constituido Mercado Común. Se trataba, como en este caso, de integrar las economías de los países miembros en un espacio de libre comercio de grandes dimensiones, pero disperso, formado inicialmente por Gran Bretaña, Dinamarca, Noruega, Suecia, Portugal, Austria y Suiza, a los que en 1961 se incorporó Finlandia y en 1969, Islandia. El proyecto tenía objetivos menos ambiciosos que el Mercado Común, cuyo éxito puso rápidamente en crisis la confianza en la EFTA como contrapeso comercial a la Europa de los Seis, que a partir de los años setenta se convirtió definitivamente en el núcleo vertebrador de una unión económica y política del viejo continente.

7.5. Política y sociedad en Estados Unidos de Eisenhower a Kennedy

Los republicanos tardaron veinte años en volver a la Casa Blanca desde el histórico triunfo de Roosevelt en 1932. El nuevo presidente, el general Dwight Eisenhower (1890-1969), era uno de los principales símbolos de la victoria aliada en la Segunda Guerra Mundial —había sido comandante en jefe de las fuerzas aliadas—, y, como tal, un hombre de gran popularidad en su país. Carecía, sin embargo, de un perfil político definido, hasta el punto de que había recibido ofertas de colaboración tanto por parte de los republicanos como de los demócratas. Encarnaba el orgullo colectivo de una nación convertida en superpotencia y parecía una garantía de firmeza en las relaciones con la Unión Soviética. Por lo demás, el espíritu del momento, en lo más duro de la Guerra Fría —caza de brujas, guerra de Corea, rearme—, favorecía una vuelta al conservadurismo republicano, tras las reformas sociales y económicas introducidas en los años del New Deal y continuadas por Truman, como la nueva ley de seguridad social de 1950, que aumentó en diez millones el número de beneficiarios, o la ley de vivienda de 1949, que preveía la erradicación del chabolismo y la construcción de 810 000 viviendas. Así pues, si el anticomunismo galopante podía ayudar a los republicanos a volver al poder, el recuerdo del carisma progresista de Roosevelt y la interiorización por una parte de la sociedad norteamericana del igualitarismo social de las últimas décadas planteaban algunas dudas sobre el efecto que tendría en el electorado un programa conservador puro. De ahí la búsqueda de un candidato presidencial como Eisenhower, representante de un cierto consenso nacional —él mismo había presumido de no ser ni republicano ni demócrata y la formulación de un programa que, frente al tradicional conservadorismo republicano, resultara atractivo a amplios sectores del electorado. El llamado new look republicano de los años cincuenta tiene su origen en ese difícil equilibrio entre los irrenunciables principios conservadores de los republicanos y su necesidad de adoptar una imagen innovadora y dinámica. En palabras de André Kaspi, los republicanos querían otro director de orquesta para tocar la misma partitura (Kaspi, 1998, 417).

El éxito del «nuevo» partido republicano fue relativo. A la victoria de Eisenhower en 1952 le sucedió muy pronto el triunfo de los demócratas en las elecciones legislativas, lo que permitió a este partido imprimir a la política social de estos años un sesgo más progresista de lo que cabía esperar. En cambio, el ejecutivo formado en 1953 bajo la presidencia de Eisenhower mostraba a las claras las preferencias de la nueva administración republicana por el viejo establishment empresarial. Además del joven vicepresidente Richard Nixon, en el gobierno figuraban representantes tan cualificados del gran capital norteamericano como Charles E. Wilson, antiguo presidente de la General Motors, que hizo célebre la afirmación de que aquello que es bueno para Estados Unidos es bueno para la General Motors, y viceversa. Como dijo por aquel entonces la revista The New Republic, el primer gobierno de Eisenhower estaba integrado por «ocho millonarios y un fontanero», en referencia al nuevo secretario de Trabajo, destacado dirigente del sindicato de fontaneros.

Pero, salvo los últimos, aunque brutales, coletazos de la caza de brujas, como la ejecución del matrimonio Rosenberg (1953), la política norteamericana durante el doble mandato republicano (1952-1960) se pareció poco a lo que muchos esperaban a principios de 1953, cuando el general Eisenhower tomó posesión de su cargo. Tanto el macartismo como la Guerra de Corea encaraban su última etapa, una doble circunstancia que, junto a la muerte de Stalin y el comienzo de la desestalinización, permitió estabilizar las relaciones entre las dos superpotencias, obligadas a cuestionar algunos de los análisis más radicales y simplistas del enfrentamiento Este/Oeste. De todas formas, la política exterior norteamericana se mantuvo vigilante frente a cualquier deslizamiento no deseado en las zonas consideradas sensibles, como Oriente Medio, Extremo Oriente o Centroamérica. Lo prueba el hecho de que en el verano de 1953 la CIA llevara a cabo en Irán su primera operación encubierta en el exterior. Su víctima en este caso fue el gobierno que presidía el doctor Mosaddeq, que amenazaba con recortar los privilegios de las compañías petrolíferas norteamericanas, al tiempo que prodigaba sus gestos amistosos hacia la vecina Unión Soviética. Un golpe de Estado promovido y financiado por la CIA concluyó con el derrocamiento de Mosaddeq y la formación de un gobierno pro norteamericano bajo el liderazgo del sha Reza Pahlavi. A partir de entonces, las empresas estadounidenses se vieron beneficiadas por un escandaloso trato de favor por parte del nuevo régimen, que recibió, a su vez, una generosa ayuda económica y militar de Estados Unidos.

Poco después (1954), la CIA alentaba una revuelta militar en Guatemala en contra del gobierno democrático de Jacobo Arbenz, cuya ambiciosa reforma agraria había acarreado la expropiación de las grandes propiedades que la United Fruit Company tenía en el país. La actuación de la CIA por medio de mercenarios y militares golpistas provocó la caída del gobierno reformista de Arbenz y la formación de una junta militar que, además de instaurar un régimen de terror, se apresuró a devolver sus tierras a la United Fruit Company. Lo mismo en Guatemala que en Irán salió a relucir, pues, la estrecha conexión entre la administración de Eisenhower y el gran capital norteamericano, patente en la relación profesional que la United Fruit Company había mantenido con el despacho de abogados del secretario de Estado, y, como tal, jefe de la diplomacia estadounidense, John Foster Dulles (Powaski, 2000, 135). En otros escenarios de la Guerra Fría, el deshielo posterior a la muerte de Stalin no impidió que Estados Unidos mantuviera una actitud cada vez más activa. Añadamos a la ya comentada doctrina Eisenhower en Oriente Próximo la teoría del dominó elaborada por la administración de Eisenhower para Extremo Oriente y, en particular, para la antigua Indochina francesa, en la que Estados Unidos dejó notar su presencia, mediante el envío de «consejeros» y ayuda económica a Vietnam del Sur -1200 millones de dólares entre 1954 y 1959, en cuanto Francia abandonó definitivamente la región tras su sonada derrota en Dien Bien Phu en 1954.

La disminución de la tensión internacional tras el fin de la Guerra de Corea otorgó mayor protagonismo a la política interior norteamericana. El programa electoral de los republicanos en 1952 —equilibrio presupuestario, reducción de la presión fiscal y desregulación de distintos sectores, como el petrolífero o la construcción— implicaba una revisión a fondo de los principios intervencionistas que habían guiado la política social y económica de los gobiernos federales en las últimas dos décadas. Pero, por diversas razones —una de ellas, la existencia de una mayoría demócrata en el Congreso—, la política económica de la administración de Eisenhower dejó en pie, e incluso actualizó, una buena parte de la anterior legislación demócrata. El propósito, anunciado a bombo y platillo, de recuperar el equilibrio del presupuesto federal y acabar con el déficit público no tardó en chocar con la cruda realidad de que el Estado de bienestar y, sobre todo, la Guerra Fría resultaban muy caros. Si en 1957 la administración de Eisenhower presentaba ante el Congreso el mayor presupuesto de la historia en tiempos de paz, dos años después tenía que reconocer el mayor déficit también en tiempos de paz. En 1960, los gastos en defensa representaban el 52,2% del presupuesto federal y el 10% del PNB (Veiga, Da Cal y Duarte, 1998, 146).

Aunque el Estado de bienestar no tuvo nunca en Estados Unidos las dimensiones que alcanzaría en Europa, en la política norteamericana se dio, sin embargo, un fenómeno característico del viejo continente en la llamada Edad dorada, una suerte de pacto no escrito en virtud del cual la izquierda del sistema —la socialdemocracia en Europa, los demócratas en Estados Unidos— asumía hasta sus últimas consecuencias el discurso atlantista y anticomunista de la Guerra Fría, mientras la derecha —los republicanos en Estados Unidos, la democracia cristiana o los conservadores en Europa— hacían suyos el Estado de bienestar y la política social y fiscal que de él se derivaba. Así lo indican algunas medidas sociales adoptadas durante el doble mandato de Eisenhower: nueva ampliación de la seguridad social, extensión del seguro de desempleo a cuatro millones de nuevos beneficiarios, aumento del salario mínimo, subvenciones a los agricultores, ayudas a la construcción de viviendas sociales, programa federal de construcción de carreteras, etc. La creación en 1953 de un departamento ministerial de sanidad, educación y bienestar, que sería dirigido por una mujer, daba ya la pauta de una política social activa que algunos miembros del partido republicano consideraron más propia de una administración demócrata que republicana.

No es de extrañar que la tendencia de los poderes públicos a generalizar y reforzar los derechos sociales, así como la creciente terciarización del aparato productivo y el consiguiente desarrollo de una clase media acomodada, se tradujeran en un estancamiento de la afiliación sindical y en una orientación cada vez más conservadora y corporativista de los grandes sindicatos norteamericanos. El hecho de que en 1956 el número de empleados y oficinistas superara por primera vez al de los trabajadores industriales indica la profundidad de los cambios sociales que se estaban produciendo en Estados Unidos y, en general, en el mundo occidental. No debe sorprendernos, por ello, dada la importancia electoral de esos sectores intermedios y acomodados de la sociedad, que las diferencias políticas y programáticas entre los dos grandes partidos se fueran reduciendo hasta el punto de que sus propuestas llegaran a ser equivalentes e intercambiables. Así, mientras en las elecciones presidenciales de 1956 el presidente Eisenhower consiguió su reelección con una cómoda victoria sobre el candidato demócrata 35 590 000 votos por 26 000 000, en las legislativas de ese mismo año los demócratas consolidaron su mayoría en el Congreso: 233 escaños por 200 de los republicanos en la Cámara de Representantes o cámara baja en el sistema parlamentario norteamericano, y 49 senadores demócratas por 47 republicanos en la cámara alta.

Mención aparte merecen tanto la política contra la segregación racial como los disturbios que, por tal motivo, se produjeron en Estados Unidos a lo largo de estos años en una escalada de movilizaciones y represión que llegaría a su apogeo en la década siguiente. La segregación estaba siendo sometida en los últimos años a una selectiva revisión por parte de los distintos poderes federales. Así, la abolición por Truman, en 1948, de la segregación en el ejército, y, por tanto, la integración de negros y blancos en las mismas unidades sin distinción de raza, supuso un avance de indudable trascendencia y de cierto riesgo, teniendo en cuenta la mentalidad conservadora de los mandos del ejército, muchos de ellos originarios de los estados del Sur. Pero el principal desencadenante de esta nueva fase en la vieja lucha contra la segregación fue la sentencia del Tribunal Supremo en 1954 en favor de la integración racial en las escuelas, pues, según la sentencia, la separación de blancos y negros en las escuelas públicas dejaba a estos últimos en inferioridad de condiciones. Tal como ocurriría en situaciones similares en los años sesenta, el problema se produjo por la resistencia de las autoridades de algunos estados del Sur a cumplir la sentencia. El caso más grave tuvo lugar en Arkansas en la apertura del curso 1957-1958, cuando el propio gobernador del Estado impidió que los alumnos negros pudieran entrar en las escuelas de Little Rock, la capital del Estado. El presidente Eisenhower tuvo que enviar tropas federales para restaurar el orden, proteger a los negros y hacer cumplir lo dispuesto por el Tribunal Supremo. El caso planteó un grave problema institucional al enfrentar abiertamente a la autoridad federal y al gobernador del Estado, que fue reelegido poco después de estos hechos con el apoyo mayoritario de la población blanca. Cuatro años más tarde, menos del 7% de los niños negros estaban escolarizados en escuelas integradas, y, todavía en 1963, la célebre sentencia contra la segregación en las escuelas seguía sin cumplirse en los principales estados sureños.

Pero el conflicto institucional era sólo una parte del problema. Amplios sectores de la población blanca se movilizaban violentamente para impedir el ejercicio por parte de los negros de los derechos que les reconocían los tribunales, como cuando en 1956 estudiantes y ciudadanos blancos se opusieron a la admisión en la Universidad de Tusca-Ioosa, Alabama, de una estudiante de color. La limitación objetiva de los derechos de los negros afectaba también a sus derechos electorales, que en los estados del Sur se veían frecuentemente conculcados por diversos procedimientos como, por ejemplo, por la exigencia del pago de un impuesto (poll tax) como requisito imprescindible para poder votar. Se entiende, así, que, a principios de los años sesenta, sólo el 6, 1% de los negros del Estado de Mississippi en edad electoral y el 13,7% de los de Alabama se inscribieran en el censo. En los otros estados sureños, los negros inscritos llegaban, como mucho, al 40% de los electores potenciales.

Todo ello contribuyó a desarrollar en la población negra una conciencia colectiva que iba tomando forma por impulsos de muy diversa índole —el reconocimiento por los tribunales de sus derechos civiles, pero también la persistencia de una fuerte discriminación cotidiana—, y que se fue traduciendo en gestos individuales de un enorme simbolismo, como el que en 1955 protagonizó en Montgomery, Alabama, una mujer negra que se negó a respetar la segregación racial en los autobuses públicos. La lucha contra el racismo avanzaba, pues, en un doble frente: de un lado, la batalla jurídica que se libraba en los tribunales contra los residuos legales de la discriminación y, de otro, la movilización pacífica —sentadas, boicots, manifestaciones— de sectores cada vez más numerosos de la población negra, muy influidos por la experiencia del Tercer Mundo y por algunos de sus líderes en su emancipación del secular dominio del hombre blanco. Conviene recordar que entre 1957 y 1965 treinta y seis antiguas colonias africanas alcanzaron la independencia y se convirtieron en estados soberanos. La presencia de representantes afroamericanos en la Conferencia de Bandung ilustra esa conexión entre ambos movimientos, lo mismo que el ejemplo que Gandhi y su no-violencia aportaron a los principales líderes negros norteamericanos, como el joven Martin Luther King. La lucha contra la segregación racial constituye, junto a la génesis de la guerra de Vietnam, una parte fundamental del legado que la era Eisenhower dejará para la década siguiente.

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