Historia universal del Siglo XX: De la Primera Guerra Mundial al ataque a las Torres Gemelas (59 page)

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Authors: Juan Francisco Fuentes y Emilio La Parra López

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BOOK: Historia universal del Siglo XX: De la Primera Guerra Mundial al ataque a las Torres Gemelas
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La obra de Marcuse, en la que se entremezclan las enseñanzas de Hegel, Marx y Freud, es un estudio sistemático de la alienación humana en la civilización industrial, de su eclecticismo integral —de «su aterradora armonía entre la libertad y la opresión», por utilizar sus propias palabras-y de los nuevos y sutiles mecanismos represivos que la sociedad occidental utilizaba contra todo aquello que significara placer sexual, la única pulsión humana que, según él, no había conseguido domesticar y controlar. Esta predilección del sistema por el sexo como objeto de sus impulsos represivos hacía de la liberación sexual al mismo tiempo un medio y un fin revolucionario. Dicho de otra forma, en una sociedad que había conseguido integrarlo todo, incluida la clase obrera, gracias a una mezcla perversa de tolerancia y bienestar material, la revolución tenía que empezar por allí por donde el sistema se mostraba más intransigente y, por tanto, más vulnerable: por la liberación del instinto sexual. Tal vez no esté de más recordar, para ilustrar la capacidad de integración de la sociedad de la opulencia —lo que Marcuse llamó la constante «absorción de lo negativo por lo positivo»—, que su libro El hombre unidimensional fue fruto de una investigación financiada en parte por la Fundación Rockefeller.

8.5. Causas, formas y escenarios de la revuelta (1966-1968)

En la búsqueda de una plena liberación sexual radicaba una parte esencial de la dimensión utópica y subversiva de los movimientos contraculturales de la década de los sesenta. Lo mismo podría decirse del consumo de alucinógenos, considerados una fuente de placer en sí, un medio para crearse ensoñaciones utópicas —el famoso viaje del LSD— y un desafío al orden establecido, que prohibía su consumo. Sobre estos dos elementos —revolución sexual y drogas— se construyó un discurso globalmente contestatario, que cuestionaba el estilo de vida de la generación anterior en todos los ámbitos: lenguaje, atuendo, música, uso del cuerpo, creencias… No se trataba tanto de acabar con la sociedad burguesa como de vivir al margen de ella, prescindiendo de todo aquello que, como el trabajo, la propiedad, la familia o el éxito social, marcaba el camino a la felicidad de las prósperas clases medias occidentales. La máxima plasmación de esta difusa utopía social sería el movimiento hippy, una de las expresiones más características y originales de la revolución cultural de los sesenta, a pesar de que, también en él, será reconocible el eco de antiguas corrientes filosóficas, aquellas que, desde la Grecia clásica hasta el romanticismo y el socialismo utópico, habían preconizado la vuelta a la naturaleza y a una especie de comunismo primitivo.

El arranque de los movimientos contraculturales de aquella década suele localizarse en la California de principios de los sesenta y adoptó múltiples manifestaciones, más o menos concurrentes: la reivindicación de la homosexualidad como una opción personal legítima, la liberación de la mujer y el Free Speech Movement desarrollado en la Universidad de Berkeley a partir de 1965, cuyo objetivo era la ruptura de los estrechos cánones del lenguaje convencional, lleno de tabúes y prohibiciones y sumamente restrictivo, sobre todo en materia sexual. Si la efervescencia contestataria de los campus californianos tuvo muchas veces un carácter lúdico y festivo, la movilización estudiantil contra la Guerra de Vietnam y la lucha de la población negra contra la segregación racial resultaron ser dos factores decisivos, y a menudo complementarios, para que de todo ello surgiera un movimiento social y político relativamente organizado.

A la vanguardia del mismo se situaron las asociaciones negras pro derechos civiles, que habían experimentado un notable desarrollo en la década anterior, consiguiendo vencer el miedo y la resignación tradicionales en la población afroamericana, y que habían encontrado en el joven Martin Luther King un líder con gran talento y carisma. Seguidor de la doctrina de la no-violencia preconizada por Gandhi, M. L. King se puso al frente de un amplio movimiento de protesta contra la segregación racial que se tradujo en un sinfín de manifestaciones, sentadas y boicots a las empresas y organismos que seguían practicando la segregación. La originalidad de sus métodos, su brillante elocuencia y sus firmes principios religiosos y políticos, sin que a menudo se distinguiera muy bien entre los unos y los otros, dieron al reverendo Martin Luther King una extraordinaria capacidad de convocatoria, demostrada en la marcha sobre Washington de agosto de 1963, en que consiguió congregar a 250 000 manifestantes. En 1964, en pleno apogeo de su popularidad, dentro y fuera de Estados Unidos, M. L. King obtuvo el premio Nobel de la Paz.

De todas formas, a esas alturas, la segregación no era tanto un problema legal como el resultado de un conflicto entre los poderes federales, de un lado, y la población blanca y las autoridades locales de los Estados del Sur, del otro. Así lo demostraban el fuerte rechazo que la legislación federal, cada vez más abierta y progresista, encontraba en los feudos tradicionales del poder blanco y los problemas de las instituciones federales para acabar con el racismo secular de los Estados del Sur, cuya actitud fue en ocasiones de franco desafío a la autoridad presidencial. Sólo la intervención directa del presidente Kennedy en mayo de 1963 hizo posible que el gobernador de Alabama, George Wallace, revocara su decisión de impedir el acceso de los estudiantes negros a la Universidad Tuscaloosa, hasta entonces reservada exclusivamente a los blancos. Otras veces fue Robert Kennedy, hermano del presidente y fiscal general, el que tuvo que mediar en favor de la comunidad negra, con el envío incluso de tropas federales, para evitar que los sectores más intransigentes de la población blanca, con la complicidad de las autoridades locales, provocaran un baño de sangre en algunas ciudades del Sur. El trágico fin de Luther King y Robert Kennedy, asesinados en 1968, cinco años después que el presidente, reforzó la sensación de que el destino había unido al líder negro y a los hermanos Kennedy, salvando las evidentes diferencias que había entre ellos, al hacerles víctimas de la misma resistencia al cambio y del odio del sector más inmovilista de la sociedad norteamericana.

La lucha por los derechos civiles marcó en gran medida el camino que siguieron las movilizaciones contra la Guerra de Vietnam: sentadas en los campus, desobediencia civil, resistencia pasiva y marchas sobre Washington para protestar por la guerra, como las d 1967 y 1969, con más de 200 000 manifestantes cada una. Todo ello no impidió, sin embargo, que de vez en cuando, tanto en la lucha contra la segregación como en las protestas contra la guerra, se produjeran fuertes estallidos de violencia, sea como reacción espontánea frente a la represión policial, sea por la actuación de grupos radicales que no creían en la eficacia de la no-violencia. La oleada de disturbios que sacudió los guetos negros entre 1965 y 1967, con el resultado de 4000 heridos y 225 muertos -34 de ellos, sólo en Los Ángeles—, puede considerarse una combinación explosiva de dos factores: de la desesperación de amplios sectores de la población negra, que no veían mejorar su situación pese a las reformas legales, y de la acción de un incipiente «nacionalismo negro», de carácter musulmán, que adoptó como líder a Malcolm X, o de grupos de corte revolucionario e insurreccionar como los Panteras Negras. En todo caso, la investigación llevada a cabo por el FBI sobre el origen de esta explosión de violencia concluyó sin ningún dato que avalara las sospechas de algunos blancos sobre un complot negro: «La mayor parte de los motines y los disturbios —se lee en el informe del FBI— es fruto de movimientos espontáneos de violencia popular. [… ] Los desórdenes del verano de 1967 —leemos en otro pasaje del informe— no han sido causados por un grupo organizado 0 una conspiración» (cit. Kaspi, 1998, 494-495). El asesinato de Martin Luther King en 1968 pareció cargar de razón a los partidarios del uso de la violencia y dio a la lucha contra la segregación un carácter más radical y minoritario y un sentido antisistema que no había tenido con King.

El otro gran epicentro de la sacudida contestataria que agitó al mundo occidental en los años sesenta estuvo en París, aunque la matanza perpetrada en 1968 en la Plaza de las Tres Culturas en Ciudad de Méjico entre estudiantes que se manifestaban pacíficamente, con un saldo oficial de 28 muertos y 200 heridos, supere, con mucho, el dramatismo del mayo francés. Sólo una inercia eurocéntrica en la interpretación de la historia y la mayor concentración de medios de comunicación en París explican ese desigual protagonismo mediático e histórico del que se benefició la revuelta parisina.

Los móviles y los protagonistas del célebre Mayo del 68 fueron en gran parte los mismos que en Estados Unidos en los años anteriores, si prescindimos —lo que no es poco— del problema racial. Como en otros escenarios de la protesta juvenil —México, Tokio, Roma, Berlín…—, la voluntad de parar la Guerra de Vietnam y de frenar al imperialismo norteamericano tuvo un poder catalizador en el descontento de muchos estudiantes que necesitaban concretar y escenificar su ruptura con el orden establecido. De ahí que el Filósofo francés Raymond Aron, opuesto a la revuelta estudiantil, describiera el levantamiento de los estudiantes parisinos como un psicodrama, es decir, como la representación de un conflicto más psicológico que social, como un ejercicio de autoafirmación de la identidad de toda una generación frente a sus padres y sus profesores. Por el contrario, para el viejo Sartre, guía espiritual del movimiento, aquél era el punto de partida de una «nueva concepción de la sociedad basada en la democracia plena [y] en la vinculación entre socialismo y libertad» (Winock, 1997, 567).

El origen del mítico mayo francés resulta revelador. Todo empezó cuando estudiantes parisinos del campus de Nanterre emprendieron movilizaciones para conseguir libre acceso a las residencias de estudiantes del otro sexo (Castells, 1998a, 231). La intransigencia de las autoridades académicas fue radicalizando el movimiento, en cuyo origen se dan los factores característicos de la oleada contestataria de mediados de los sesenta: lucha por la liberación sexual, crisis generacional, masificación de la Universidad y desbordamiento de las instituciones. El intento de atajar el conflicto con medidas autoritarias no hizo más que agravar la situación, porque daba argumentos a quienes denunciaban, como problema de fondo, la naturaleza represiva del sistema. En la primavera de 1968, ese malestar espontáneo y difuso desembocó en la creación del llamado Movimiento del 22 de marzo, dirigido, entre otros, por el estudiante franco-alemán Daniel Cohn-Bendit —futuro diputado verde en el Parlamento europeo— y dotado ya de una ideología reconocible de carácter izquierdista, mucho más próxima, en todo caso, a la tradición ácrata que al comunismo oficial. De hecho, la actitud de los líderes del movimiento hacia el Partido Comunista francés fue de suma desconfianza, aunque podría decirse lo mismo a la inversa. El movimiento estudiantil tenía, como en todas partes, un fuerte componente generacional, y había pocas cosas que representaran más a las claras un orden gerontocrático que el comunismo de obediencia soviética, esa, vieja crápula estalinista” a la que alguna vez se refirió Cohn-Bendit (Winock, 1997, 571).

El cuestionamiento del sistema académico —la autoridad del profesor, la clase magistral, los exámenes— había derivado en un rechazo general del principio de autoridad y del orden establecido. A principios de mayo, el conflicto se había convertido ya en un problema de orden público: cierre de la Universidad de Nanterre, ocupación de la Sorbona, asambleas permanentes, intervención de la policía a petición del rector de la Sorbona y batalla campal entre estudiantes y policías en el Barrio Latino (la noche de las barricadas, 11-12 de mayo). En los días siguientes, el movimiento cobró una amplitud inesperada con la incorporación al mismo de los sindicatos obreros y la convocatoria de una huelga general que llegó a paralizar al país. Mientras tanto, las imágenes de la revuelta parisina habían dado la vuelta al mundo. No en vano, entre los aspectos más novedosos y llamativos del mayo francés destacaba la combinación entre el poder globalizador de los mass media y el carácter precario, pero enormemente efectivo, de los medios de difusión utilizados por los estudiantes, como el grafito, el fanzine y la octavilla. La fuerza de estos soportes radicaba en su agilidad y dinamismo para captar una realidad en ebullición y transmitírsela, tal cual, a los grandes medios de comunicación. De esta forma, la televisión, que informaba puntualmente con imágenes de gran impacto, y los periódicos de mayor circulación podían dar una dimensión universal a una frase escrita en una pancarta o en una calle cualquiera del Barrio Latino. Algunas de ellas revelaban el sentido radical y utópico de la agitación estudiantil —”Prohibido prohibir”, «Debajo de los adoquines están las playas», «La imaginación al poder»—, pero planteaban serias dudas también sobre la concreción final de aquel movimiento.

Barricadas, retratos de Ho Chi Minh y Che Guevara, cargas policiales, confraternización de obreros y estudiantes, huelga general… Es verdad que aquello empezaba a parecerse a una revolución. Un viejo escritor comunista como Louis Aragon vio en ello, efectivamente, el comienzo de una nueva era. El sociólogo Alain Touraine, en uno de los muchos libros a los que dio lugar el mayo francés, formuló la teoría, digna de ser tenida en cuenta, según la cual la revuelta había sido la expresión de las fuertes tensiones generadas por la «gran mutación» que estaba viviendo la civilización occidental entre el viejo orden burgués y la naciente sociedad tecnocrática. El periodista André Fontaine, por su parte, tituló su aportación al estudio de mayo del 68 La guerra civil fría. De una u otra forma, todos aquellos que, en los meses siguientes, escribieron sobre aquel acontecimiento tuvieron mucho cuidado a la hora de emplear el término revolución. No así los protagonistas de las revueltas estudiantiles, convencidos de que el mayo francés y otros episodios de aquella época se inscribían en el ciclo de las grandes revoluciones contemporáneas, como la comuna parisina, el octubre ruso o la revolución social que acompañó a la Guerra Civil española: «Nos sentíamos locamente enamorados de la idea revolucionaria», afirma Daniel Cohn-Bendit (Dany el Rojo) en un libro de excepcional interés publicado casi veinte años después con el emblemático título de La revolución y nosotros, que la quisimos tanto (Nous l'avons tant aimée, la révolution, París, 1986).

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