Read Huracán sobre Monterrey / El valle de la Muerte Online
Authors: José Mallorquí
Tags: #Aventuras
Mientras hablaba
El Coyote
tendía la mano a Carr, quien, temblando, entregó los documentos.
—¿Y ahora? —preguntó.
—Espere un minuto y luego haga lo que le parezca; pero le advierto que si intenta seguirme, sus amigos recogerán su cadáver, no el mío.
Una ráfaga de viento llenó de humo el despacho. Carr, con los ojos irritados y llorosos trató de seguir la negra figura; pero el humo parecía haberla absorbido, y cuando al fin el humo volvió a disiparse, Carr se encontró solo. El chisporroteo de las llamas era tan intenso, que comprendió que si permanecía más tiempo allí su vida correría peligro. Recogiendo unos documentos que en realidad no le importaban, Carr precipitóse hacia la salida y cuando se hubo lavado los ojos pudo contemplar cómo el fuego devoraba el resto del edificio.
Aquel incendio no había sido casual. Alguien había prendido fuego a la casa con el deliberado propósito de hacerle buscar las pruebas que él poseía contra su compañero en la jefatura de la banda. La persona que hizo aquello sabía positivamente que él sólo se cuidaría de salvar aquellas pruebas, y aguardó a que él las sacara para apoderarse tranquilamente de ellas. Ahora Carr estaba desarmado frente a su enemigo. Si éste quería traicionarle podría hacerlo, porque poseía, a su vez, pruebas terribles contra él.
—Pero si ha sido
El Coyote
entonces quien más peligro corre es… Quizá no intente nada contra mí y yo pueda seguir adelante…
Las meditaciones de Esley Carr se vieron interrumpidas por el minero de la pipa de mazorca, quien, acercándose a él, le dijo:
—¡Lástima de casa, señor
sheriff
!
Carr encogióse de hombros.
—Ya levantaremos otra —replicó.
—Quizá sí —replicó el minero, encogiéndose, también, de hombros—. Quizá sí; pero hágala de piedra,
sheriff
. Tardan más en quemarse.
Esley Carr gruñó algo entre dientes y desatando su caballo montó en él y salió del pueblo. Necesitaba ver a alguien. Y sólo después de verle y de comprobar que no se había movido de su casa, estaría tranquilo. Como excusa podría dar la de que Leonor de Acevedo había proporcionado todos los datos que se necesitaban acerca de su marido.
El salón del rancho Círculo I. B. estaba ocupado por cuatro hombres. Todos ellos respondían al tipo clásico del ganadero del Oeste. El más joven de los cuatro había dejado atrás, desde hacía bastante tiempo, los cincuenta años y el más viejo, o sea el dueño, Irah Bolders, había cumplido los sesenta y cinco en su último aniversario. Los cuatro eran fuertes, bronceados por el sol y el viento de aquella región fronteriza con el desierto.
—Sólo falta Jacob Bauer —dijo Irah Bolders—. En cuanto llegue podemos empezar la discusión.
—¿Sobre qué hemos de discutir? —preguntó Manoel Beach.
—Entre otras cosas, de tu precipitación al vender parte de tus tierras de Ryan.
—¿Es que no tengo derecho?
—Antes de vender a un extraño debiste consultarnos a nosotros y ofrecernos esos terrenos, si es que necesitabas dinero.
—No los vendí porque necesitase dinero —replicó Beach—. Lo hice como muestra de agradecimiento.
—¿A quién? ¿A aquel californiano?
—A un californiano, sí.
—¿Qué tenías que agradecerle?
—Eso es asunto mío, Irah, y desde el momento en que lo he hecho, bien hecho está.
—Si nos oponemos a que ingrese un nuevo socio, no ingresará.
—Estamos perdiendo el tiempo en tonterías —gruñó Daniel Baker—. Beach vendió las tierras a un tal Echagüe, que ha muerto…
—Se equivocan ustedes, caballeros —dijo una voz que brotaba de detrás un sillón de altísimo respaldo colocado frente a la amplia chimenea, y por lado del cual apareció el rostro del californiano.
—¿Qué significa eso? —preguntó Ira Bolders, avanzando hacia César d Echagüe—. ¿Cómo ha entrado usted aquí?
—A través de la pared, señor Bolder Los muertos tenemos esa facultad.
—¿Qué broma es ésta?
—No es broma, es amenaza terrible. Los muertos solemos presentarnos a nuestros asesinos. Ustedes cuatro me asesinaron. Pagaron a un pistolero para que me aguardara en la pradera y me destrozara la cabeza de un tiro. Él cumplió su cometido y yo he muerto. Por eso he venido a hostigarles con mi fantasma hasta ponerlos en un estado de nervios tal que acabarán confesando a grandes voces su delito.
—Señor Echagüe, usted está loco —dijo Manuel Beach.
—Nada de eso, señor Beach. Usted pagó su parte al asesino porque deseaba recobrar el título de venta de las tierras de Ryan.
—¿Eh?
—Sí. Lo tiene escondido en su casa y en estos momentos el
sheriff
lo está encontrando. ¡Quieto! Por muy deprisa que empuñe su revólver no se anticipará a éste —y César de Echagüe encañonó a los cuatro hombres con un revólver de largo cañón—. Tenga la bondad de dejar sus armas sobre aquella mesita. No, no vacile, porque dispararé, y aunque yo soy un fantasma, el revólver es legítimo.
—Esto es una burla… —tartamudeó Beach, aunque apresurándose a obedecer las órdenes recibidas.
—Ahora usted, señor Baker —siguió César de Echagüe—. Veo que también usa revólver y en esta reunión sobran todas las armas excepto las mías. Usted me hizo matar porque codiciaba una bolsa con mil quinientos dólares que escondió usted en uno de sus armarios, pero que ha sido encontrada ya por el señor Carr.
—Es usted un loco o un…
—Soy un fantasma, señor Baker. He venido a asustarles y a prevenirles que dentro de unas horas serán ejecutados por su crimen. En cuanto a usted, señor Blythe, tenga la bondad de depositar también sobre la mesa el revólver que lleva bajo el sobaco. Usted es el peor de todos, pues me hizo matar para apoderarse de dos sortijas y de una medalla que envolvió en un pañuelo manchado con mi sangre y escondió en algún sitio de su rancho; pero yo he advertido al
sheriff
Carr y ya ha dado con esas pruebas.
»En cuanto a usted, señor Bolders, no lleva revólver, porque no es costumbre que los dueños de una casa reciban con la pistola al cinto a sus invitados; pero debo decirle que su suerte también está echada, ya que me hizo matar para robarme un reloj inglés que era una maravilla. En estos momentos el señor Carr viene hacia aquí a buscarlo.
—¡He tolerado ya bastante esta broma indigna! —rugió Irah Bolders—. ¿Quién es usted? No me diga…
—¿No quiere que le diga que soy un fantasma? Como quiera, señor Bolders. Me vuelvo al limbo de donde he venido. Les regalo el revólver.
César de Echagüe lanzó hacia los cuatro hombres el revólver que empuñaba y, como por azar, el arma fue a chocar contra el quinqué de porcelana y cristal que daba luz a la sala, y que se hizo pedazos, sumiendo la estancia en tinieblas.
Durante unos segundos reinó la mayor confusión, pues mientras unos se precipitaban hacia donde estaban las armas, Irah Bolders corrió hacia el hogar, derribando el sillón tras el cual había aparecido César de Echagüe, sin dar con el que se había presentado como fantasma.
Parecía que la confusión no iba a cesar, pues mientras unos gritaban los otros corrían de un lado a otro; pero de pronto, se oyó abrirse la puerta del salón y en el umbral apareció Esley Carr empuñando con una mano una lámpara y con la otra un revólver. Tras él se veía a varios de sus agentes y a Jacob Bauer.
—¿Qué ocurre aquí? —preguntó con duro acento el
sheriff
.
La llegada del
sheriff
desconcertó a todos, y nadie respondió a su pregunta. Al fin, Irah Bolders tartamudeó:
—Estuvo el señor Echagüe…
Esley Carr y Jacob Bauer cambiaron una mirada de asombro e inquietud.
—¿Qué dice? —preguntó el
sheriff
.
—Aún debe de estar… si no ha salido por la puerta… —tartamudeó Bolders.
—Nadie ha salido por la puerta. Cuando empezó el estrépito ya estábamos nosotros en el corredor y no vimos salir a nadie.
—Pues entonces está aquí,
sheriff
—dijo Beach.
Esley Carr, siempre empuñando su revólver, volvióse hacia sus hombres y ordenó secamente:
—Vigilad esta puerta. Que nadie salga —se volvió hacia Bauer y pidió—: Acompáñeme.
El ganadero y el
sheriff
registraron muy pronto el salón sin hallar el menor rastro del «fantasma». Cuando llegaron junto a los restos de la lámpara, Esley Carr recogió del suelo un revólver y, volviéndose hacia los cuatro ganaderos, preguntó:
—¿De quién es este revólver?
—Lo tiró el señor Echagüe… o el que fuera —contestó Bolders.
Esley lo examinó atentamente y luego, dirigiéndose a Bolders, pidió:
—¿Quiere examinar esta arma? Creo reconocerla.
Bolders se acercó y en seguida exclamó:
—¡Es mi revólver! ¿Cómo es posible…?
Esley Carr soltó una carcajada.
—Creo que todo está claro, señores —luego se volvió hacia la puerta, por donde acababa de entrar uno de sus hombres—. ¿Has encontrado algo? —preguntó.
—Sí, jefe. Un reloj de oro con la inscripción que usted indicó. Estaba en un cajón del dormitorio.
El hombre avanzó hacia el
sheriff
y le entregó el objeto indicado. Carr lo abrió y mirando burlonamente a Bolders, comentó:
—No me extraña que viera usted fantasmas. Y ustedes tampoco están faltos de motivos para asustarse. Entre los cuatro hicieron matar al señor Echagüe y se repartieron sus bienes, como una vulgar cuadrilla de ladrones.
—¡Pero eso es imposible, Carr! —exclamó Bauer.
—¿Es que usted no ha visto, también, lo que hemos encontrado en los otros ranchos? La cartera de Echagüe con la escritura de venta de las tierras de Ryan, las joyas y la bolsa con los mil quinientos dólares.
Carr volvióse hacia los cuatro estancieros que, al ver confirmarse las palabras del que ya creían verdaderamente un fantasma, no tenían ni fuerzas para protestar de la acusación de que eran objeto.
—Les advierto que están detenidos, y les advierto, también, que la acusación será gravísima. Estamos acumulando pruebas, y creo que todos bailarán al extremo de una cuerda. Usted Bolders, ha adquirido muchas tierras y ha ayudado a expoliar a muchos pequeños propietarios; pero, al fin, pagará todos sus delitos.
—¡Esto es una canallada, Carr! —rugió Bolders—. Usted se ha beneficiado tanto como yo y los demás de todo cuanto hemos hecho. Si usted no hubiera vendido la Ley al mejor postor, ninguno de nosotros habría podido intentar nada…
—Con esas palabras no se beneficia usted, Bolders —advirtió Carr—. Las pruebas existen y si no puede usted presentar mejores pruebas que sus difamaciones, los jueces no tendrán dificultades en dictar sentencia justa e implacable.
—¡Canalla! —escupió Beach—. Hiciste matar a mi hijo y ahora tratas de coronar tu hazaña con otros crímenes… como el de Banning…
—Señores —advirtió Carr—. No quiero discutir con ustedes. Permanecerán en esta habitación hasta mañana por la mañana. Entonces vendrá el juez Freeman y dictara la sentencia. Adiós. ¿Viene usted, Bauer?
—Me quedaré en el rancho. Quiero ver de encontrar alguna prueba a favor de mis amigos.
—Pierde usted el tiempo.
—No puedo creer que sean los asesinos de César de Echagüe.
—Lo son, y por serlo serán ahorcados. Buenas noches. Espero que ésta sea la última que pasen en la tierra.
Jacob Bauer miró a sus amigos, hizo un ademán de impotencia y, por último, inclinó la cabeza y siguió a Esley Carr, quien después de situar debidamente a los centinelas, salió del rancho, sonriendo burlonamente. Había dado una orden a sus hombres. Aquella orden completaría su obra.
—Ahora —dijo, por último, a Calex Ripley—, marcho a reunirme con el jefe. Él dictará la verdadera sentencia.
Calex Ripley saludó con un movimiento de cabeza y empuñando su rifle echó a andar por el jardín. De pronto, de detrás de un macizo de flores, surgió una sombra. Era un hombre enmascarado. ¡
EICoyote
!
—¿Qué? —preguntó.
Calex Ripley repitió la orden recibida de Carr.
—Está bien. Tú no dispares.
En seguida la sombra desapareció y Ripley siguió su camino. De la pradera llegaba el nocturno coro de aullidos y gritos de animales salvajes; pero dominándolo todo se escuchaba el aullido de los coyotes en su nocturno merodeo.
Jacob Bauer se había instalado en la pequeña biblioteca de Irah Bolders. Trató en vano de abstraerse en la lectura de algunos dé los libros que allí se guardaban, pero las letras se hacían borrosas ante sus ojos y las palabras escritas perdían todo sentido. Cuando fracasó el cuarto intento, Jacob Bauer tiró violentamente el libro al suelo.
—La conciencia sucia es muy mala para el que tiene ganas de leer, señor Bauer —comentó, a su espalda, una voz.
Bauer volvióse aterrado y lanzando un grito vio acodado a una de las sillas de alto respaldo a un hombre vestido de negro que empuñaba un revólver de largo cañón. Un ancho sombrero mejicano velaba su rostro, pero un reflejo de la luz en el cañón permitió ver que un antifaz le cubría la cara.
—¿Quién es?
—
El Coyote
, para servirle a usted, señor Bauer —replicó el otro.
—¿Cómo ha entrado?
—Por la puerta. Usted no me oyó porque los remordimientos atronaban sus oídos.
—¿Qué quiere decir?
—Tenga la bondad de dejar con mucho cuidado sobre esa mesita su revólver. Luego vuelva a sentarse en el sitio que ocupaba.
Jacob Bauer obedeció, tembloroso.
—Así me gusta. Ahora podemos hablar mejor. Siéntese. Si quiere un cigarro puede encenderlo. No me molesta el humo.
—Pero ¿quién es usted?
—
El Coyote
. Ya se lo dije.
Jacob Bauer se dejó caer en el sillón y miró, con ojos desorbitados, a aquel misterioso ser en el que hasta aquel momento apenas había creído.
El Coyote
, cuando se hubo asegurado de que no tenía nada que temer de Bauer, sentóse frente a él, advirtiendo:
—La puerta está vigilada por uno de mis hombres de confianza. Así nadie nos molestará.
—¿Qué quiere de mí?
—En primer lugar quiero que escuche su historia. Tal vez le interese más oír la mía; pero es más importante la de usted. En el año mil ochocientos cuarenta y nueve, usted llegó a San Francisco procedente de Philadelphia. Su pasado era un poco turbio; pero en medio de tanta porquería como el oro atrajo a California, su suciedad pasó casi inadvertida. Usted quiso buscar oro, y encontró tan poco, que se dio cuenta en seguida de que por aquel medio no llegaría nunca a rico, ¿no es así?