—No sé cómo voy a acostumbrarme a ser tan guapo.
Jesusa le tiró un puñado de barro.
En la mañana de nuestro octavo día juntos, estaba más cansado de lo que debiera. No comprendía el motivo hasta que descubrí que la piel de debajo de los sobacos me picaba más de lo habitual y que se había hinchado un poco. Sólo un poquito.
Estaba iniciando mi segunda metamorfosis. Pronto, en medio de la floresta, lejos incluso de nuestra casa temporal, caería en un sueño tan profundo que Tomás y Jesusa no serían capaces de despertarme.
—¿Os quedaréis conmigo? —les pregunté a Tomás y Jesusa mientras comíamos aquella mañana. No les había hecho esa pregunta a ninguno de los dos desde que habíamos iniciado el viaje. Cada noche había dormido envuelto por sus cuerpos, y quizás eso había ayudado a traer mi cambio. Los ooloi oankali acostumbraban a sufrir su transformación definitiva cuando habían hallado cónyuges. Éstos les daban la seguridad necesaria para el cambio. Los cónyuges cuidarían de ellos cuando estuviesen inermes, y los estarían aguardando cuando se despertasen. Ahora, mirando a Tomás y Jesusa, me sentí temeroso, desesperado. No tenían ni idea de lo mucho que los necesitaba.
Jesusa miró a Tomás, y éste habló:
—Yo quiero quedarme contigo. Realmente no sé lo que esto significará, pero lo deseo. No hay ningún otro lugar para mí. Pero tú nos quieres a los dos, ¿verdad?
—¿Querer? —susurré, y agité la cabeza—. Os necesito muchísimo…, a los dos.
Creo que eso les sorprendió. Jesusa se inclinó hacia mí.
—Tú has conocido seres humanos toda la vida —me dijo—, pero nosotros no habíamos conocido antes a nadie como tú. Y…, tú quieres que tenga hijos con mi hermano.
¡Ah!
—Tócalo —le dije.
—¿Cómo?
Esperé. No se habían tocado el uno al otro desde su primera noche conmigo. No se habían dado cuenta de ello, pero estaban evitando el contacto.
Tomás tendió al fin la mano hacia el brazo de Jesusa. Ésta sufrió un respingo, pero se quedo quieta. Tomás no llegó a tocarla: frunció el ceño y retiró la mano. Se volvió para mirarme.
—¿Qué sucede?
—Nada malo. Puedes tocarla. No disfrutarás con ello, pero puedes hacerlo. Si estuviera ahogándose, podrías sacarla del agua.
De repente, Jesusa hizo un gesto y lo agarró por la muñeca. La mantuvo asida por un momento, ambos rígidos con una repulsión que podían desear no reconocer. Tomás se obligó a sí mismo a cubrir la mano de ella, que ahora le resultaba repelente, con la suya.
Tan bruscamente como las habían juntado, las separaron. Jesusa logró impedirse limpiar su mano contra la tela de su ropa, pero a duras penas. Tomás no lo logró.
—¡Oh, Dios! —dijo ella—. ¿Qué es lo que nos has hecho?
Me alcé y fui a sentarme entre los dos. Aún podía caminar normalmente, pero incluso esos pocos pasos eran agotadores.
Tomé sus manos, descansando cada una de ellas en una de mis piernas, para así no tener que sostenerlas en el aire. Me fundí con su sistema nervioso y uní a ambos como si se estuvieran tocando el uno al otro. No era una ilusión: estaban en contacto a través de mí. Para ellos, era como si yo me hubiera «desvanecido». Por un instante estuvieron juntos, abrazándose el uno al otro. Y no había nadie entre ellos.
Cuando Jesusa hubo terminado de lanzar su grito de sorpresa, yo ya había «vuelto», y estaba más exhausto que nunca. Los solté y me tumbé.
—Si os quedáis —les dije—, lo que hagáis lo haréis a través de mí. Literalmente no os tocaréis el uno al otro.
—¿Qué es lo que pasa contigo? —me preguntó Tomás—. Ahora no parecías igual que otras veces.
—Oh, es que ya no soy el mismo. Estoy cambiando. En estos momentos. Estoy madurando…
No lo comprendían. En sus rostros vi preocupación e interrogaciones, pero aún no alarma. Aún no.
—Mi metamorfosis final está empezando ahora —les expliqué—. Durará bastantes meses.
Ahora si que parecían alarmados.
—¿Qué es lo que te pasará? —me preguntó Jesusa—. ¿Qué es lo que debemos de hacer por ti?
—Lo lamento —le dije—. No tenía ni idea de que la cosa estuviese tan próxima. La primera vez tuve varios días de preaviso. Si hubiera sucedido del mismo modo esta vez, habría podido ir hasta el río y llegar a casa sin vuestra ayuda. Ahora ya no puedo.
—¿Creías que te íbamos a abandonar? —me preguntó Jesusa—. ¿Es por esto por lo que nos has vuelto a pedir hoy que nos quedásemos contigo?
—No pensaba que fuerais a iros y dejarme aquí, eso no. Pero sí quizá que… no fuerais a esperar.
—¿Unos meses?
—Puede que hasta un año.
—Tendremos que llevarte de vuelta con tu familia. Nosotros no podremos hallar la comida suficiente…
—Espera. ¿Podéis hacer… una balsa? Hay árboles jóvenes justo al lado de la orilla, y más hacia el interior hay muchas lianas. Si podéis construir algo que navegue, mientras yo aún estoy despierto, podremos ir río abajo hasta el campamento de mi familia. No dejaré que os perdáis. Luego,.., si queréis abandonarme, mi familia no intentará reteneros.
Jesusa se sentó cerca de mi cabeza.
—Si nos vamos, ¿tú estarás bien?
La miré durante largo rato antes de poder contestar.
—Naturalmente que no.
Se alzó y caminó hasta poca distancia de mí, dándome la espalda. Tomás se trasladó al sitio que ella había dejado y me tomó la mano.
—Construiremos la balsa —dijo—. Te llevaremos a casa.
Pensó por un momento.
—Y no veo motivo por el que no podamos quedarnos contigo, hasta que finalices tu metamorfosis.
Cerré los ojos y no dije nada. ¿Era así como lo había hecho Nikanj, un siglo antes? Lilith había estado con él cuando había empezado su segunda transformación. ¿Se había sentido tentado a decir: «Si os quedáis ahora conmigo, ya nunca os marcharéis»? ¿O, simplemente, nunca se le había ocurrido decir nada? Él era oankali, así que, probablemente, nunca se le habría ocurrido decir nada. En aquel momento no debía de haber sentido ninguna atracción sexual por ella. Y, si había disfrutado de ella, habría sido por lo no oankali que era: diferente, peligrosa y fascinante.
Yo sentía todo eso por aquellos dos, pero también algo más. Tal como había dicho Nikanj, yo era precoz.
No le dije nada de todo esto a Tomás. Algún día me maldeciría por mi silencio.
Se fue hasta donde estaba Jesusa y le dijo:
—Si nos quedamos, tendremos una oportunidad de ver cómo funcionan sus familias.
—Temo quedarme —le confesó ella.
—¿Lo temes?
Ella tomó el machete.
—¿Por qué tienes miedo, Jesusita?
—¿Y por qué no lo tienes tú? —le contestó ella. Me miró, luego lo miró a él—. Lo que Khodahs quiere de nosotros es algo que no es de este mundo. Desde luego es algo no cristiano, no humano. Es la cosa contra la que nos han estado advirtiendo durante todas nuestras vidas. ¿Cómo podemos aceptarla…, cómo podemos siquiera considerarla, con tanta facilidad?
—¿La aceptas tú? —preguntó él en voz muy baja.
—¡Claro que sí! Y tú también: has dicho que quieres quedarte.
—Sí, pero…
—Algo no marcha bien: Khodahs duerme con nosotros, nos cura y nos da placer…, y sólo nos pide la posibilidad de continuar haciendo estas cosas. —Hizo una pausa y agitó la cabeza—. Cuando pienso en dejar a Khodahs y hallar a otros seres humanos, o quizá en ir a la colonia de Marte, mi estómago se hace un nudo. Él quiere que nos quedemos, tú quieres quedarte, y yo también lo quiero. ¡Pero no debemos! Algo no marcha bien.
En ese punto me quedé dormido. No fue deliberado, pero no podría haber estado mejor calculado. Me habían dicho que la segunda metamorfosis no era un largo sueño, como había sido la primera. Era una serie de cortos sueños…, sueños de varios días de duración.
Les asusté. Primero Jesusa creyó que estaba fingiendo, luego que estaba muerto. Pero, cuando lograron obtener alguna reacción de mis tentáculos corporales, decidieron que estaba con vida y, probablemente, bien. Me bajaron hasta el río y me dejaron bajo un árbol mientras buscaban otros, más pequeños, que talar con su machete.
Fue un trabajo lento y duro. Yo lo percibía todo y lo recordaba en mi memoria latente, almacenado para posterior consideración, cuando estuviese consciente.
Cuidaron muy bien de mí, trasladándome cuando ellos lo hacían, manteniéndome cerca de ellos. Sin que se dieran cuenta, se convirtieron en un verdadero tormento cuando me tocaban, cuando podía olerlos. Pero el tormento era aún mucho mayor cuando se iban muy lejos. Mi sola esperanza de salvación estaba en la certidumbre de que no me abandonarían y el conocimiento de que aquello, por poco confortable que resultase, era normal. Sería lo mismo si estuvieran cuidándome un par de oankali o un par de construidos. Nikanj me lo había advertido: la lujuria impotente y la irracional ansiedad formaban parte del crecer.
Lo soporté todo, agradecido a Tomás y a Jesusa por su lealtad.
Les llevó cuatro días terminar la balsa. El machete no era la mejor herramienta para construir una balsa…, aparte el hecho de que ni Tomás ni Jesusa habían construido nunca una cosa como aquélla. No estaban seguros de que fuera a funcionar, y no querían subirme a una embarcación que fuese a deshacerse en el agua o que, aun de no hacerlo, les fuese imposible controlar. Pasaron un tiempo aprendiendo a manejarla con pértigas y con remos. Les preocupaba el que en algunos puntos el río fuese demasiado profundo como para poder usar las pértigas. También les preocupaba la gente hostil. En el río, íbamos a resultar muy visibles. Y, si nos topábamos con gente armada con rifles, podían disparar contra nosotros como en un ejercicio de tiro al blanco. ¿Qué podían hacer al respecto?
Me desperté mientras me estaban cargando, entre cestas de comida, en la balsa. En las cestas había higos, nueces, vainas de guisantes de pulpa comestible y varios tubérculos de salsa de manzana, asados.
—¿Estás bien? —me preguntó Tomás, cuando vio abrirse mis ojos. Me estaba llevando hacia la balsa. Noté como si pudiera hundirme en él, fundirme con él, convertirme en él. Y, no obstante, me parecía como si estuviese a muchos días de distancia de mí, totalmente fuera de mi alcance—. No te preocupes —me dijo—, no te dejaré caer. Quizá Jesusa te tirase, pero yo no lo haré.
—¡No digas eso! —protestó enseguida ella—. Puede que Khodahs no se dé cuenta de que estás bromeando.
Tomás me depositó en la balsa. Habían hecho para mí un jergón con hojas grandes, cubriendo otras más blandas. Me obligué a relajarme y a no agarrarme a Tomás mientras me depositaba en el suelo.
Se sentó junto a mí por un instante.
—¿Hay algo que necesites? Llevas días sin comer.
—La gente no come mucho durante su metamorfosis —le dije—. Por otra parte, el comer puede apartar mi mente de… otras cosas. ¿Ves ese matorral de ahí, el de las hojas color verde oscuro?
Miró a su alrededor, luego señaló.
—Sí, ése. Arranca varias ramas con hojas tiernas. Yo me como esas hojas.
—¿De veras? ¿Y son buenas para ti?
—Sí, pero no para vosotros, así que nunca las comáis. Yo puedo digerirlas y usar sus sustancias nutritivas.
—Cómete algunas nueces.
—No, las nueces cómetelas tú. A mí tráeme las hojas.
Obedeció, aunque remolonamente.
Comí las primeras hojas mientras él me contemplaba, incrédulo.
—Aún no entiendo lo bastante acerca de ti —comentó.
—¿Porque como hojas? Puedo comer casi cualquier cosa. Y algunas merecen más el esfuerzo de comerlas que otras.
—Es por más cosas. Hay algo que he estado tratando de imaginar: ¿cómo lo haces para…? No quiero ofenderte, pero es algo que no logro imaginar… —Dudó, miró a su alrededor para ver dónde estaba Jesusa. Estaba fuera de la vista, entre los árboles, así que me lo preguntó—: ¿Cómo cagas? ¿Cómo meas? Estás totalmente cerrado.
Me eché a reír a carcajadas. Mi madre humana había estado casi un año con Nikanj antes de atreverse a hacerle esa pregunta.
—Somos muy eficientes y no desperdiciamos nada —le dije—. Aquello de lo que nos deshacemos apenas serviría como mal fertilizante, excepto para nuestras naves. Y lo que no necesitamos se nos cae.
—¿Del mismo modo que a nosotros se nos cae la piel o el cabello muertos?
—Sí. En casa, la nave o la población tomarían de inmediato lo que se nos cayese. Aquí es polvo. Lo dejo atrás cuando duermo…, al menos cuando duermo normalmente; la gente en metamorfosis casi no deja nada.
—Nunca me he fijado en eso.
—Es polvo.
—¿Y el agua?
Sonreí.
—Es más fácil deshacerse de ella cuando estoy metido en ella, aunque puedo sudar como lo haces tú.
—¿Y?
—Eso es todo. Piensa, Tomás. ¿Cuándo es la última vez que me viste beber agua? Naturalmente, puedo beber, pero normalmente logro toda la humedad que necesito de lo que como. Usamos todo lo que tomamos mucho más eficientemente que vosotros.
—¿Y cómo es que nunca quedas cubierto de suciedad?
—Porque hago cada cosa por separado.
—Y…, ¿nuestros hijos serán como tú?
—Al principio no. Los pequeños hijos de humana tienen un aspecto muy humano en sus primeros años. Eliminan los desechos de un modo muy humano, hasta la metamorfosis. —Cambié repentinamente de tema—. Tomás, durante este viaje voy a estar despierto tanto tiempo como me sea posible. Seré capaz de advertiros si estamos cerca de gente, de modo que, al menos, podamos pegarnos a la orilla opuesta. Y podré haceros detener en el campamento de mi familia: no lo vais a ver desde el río.
—De acuerdo —dijo.
—Si me quedo dormido, acampad. Esperad a que me despierte. Éste es un río muy largo, y no estamos para remontarlo si nos pasamos.
—De acuerdo —repitió.
Entonces llegó Jesusa. Había hallado un árbol de cacao la noche antes, y se había subido al mismo para recoger una última cosecha. Yo le había señalado un árbol de cacao mientras viajábamos juntos, y ella había descubierto que le gustaba sobremanera la pulpa de las vainas. Puso su cesta, atestada de vainas, en la balsa, y luego ayudó a Tomás a empujar ésta para apartarla de la orilla. Luego, con las pértigas, la llevaron hacia la corriente, pero sin apartarse demasiado de la orilla.
—Escuchadme —les dije, cuando la balsa se estuvo moviendo con facilidad.
Ambos giraron la cabeza para demostrarme que me escuchaban.