Me levanté y di la vuelta al fuego para ir hasta donde estaban ellos.
—Déjame usar tu machete unos instantes.
Jesusa agarró el brazo de Tomás para detenerlo, pero éste se limitó a tenderme su machete. Lo tomé y me metí en el bosque. En aquella zona había muchísimo bambú, así que corté unos cuantos tallos de brotes jóvenes. Los cubriría con hojas de palmera y plátano silvestre. También tomé una mano de plátanos: podríamos cocerlos para el desayuno, pues aún no estaban lo bastante maduros como para ser comidos crudos por los humanos. Y había un nogal próximo…, por no mencionar más tubérculos. Todo esto muy cerca y, sin embargo, Tomás estaba muy hambriento cuando yo lo había tocado.
—No has cortado nada para ti —me dijo Jesusa cuando les devolví el machete. Para ella suponía mucho el que le devolviese el cuchillo y, además, que le hiciera un jergón confortable sobre el que dormir. Aún seguía desconfiando, pero no estaba tan al borde del histerismo.
—Estoy acostumbrado a dormir en el suelo —le expliqué—. Y ningún insecto me molestará a mí.
—¿Por qué?
—No huelo bien para los insectos. Y aún les sabría peor.
Ella se lo pensó un instante.
—Eso te puede proteger contra los insectos que muerden, pero, ¿y contra los que aguijonean?
—Incluso contra ésos. Huelo de un modo molesto y peligroso. Los humanos no captan ese olor en ningún modo negativo, pero los insectos sí, siempre.
—¡Oh, yo estaría dispuesto a ser hediondo, si eso los mantuviese lejos! ¿Podrías hacerme inmune a ellos?
Jesusa se volvió para lanzarle a Tomás una mirada cortante.
Yo sonreí para mí.
—No, en eso no puedo ayudarte. —No hasta que me dejasen dormir entre ellos. Pero los insectos les molestarían menos mientras los estuviera curando. Y, si algún día se atriaban con un ooloi adulto, los insectos prácticamente ya no los molestarían. Pero ya llegaría el momento en que se enterasen de aquello. Así que me acosté de nuevo junto al moribundo fuego.
Jesusa y Tomás yacieron en silencio, primero despiertos, luego cayendo en el sueño. Yo no dormí, pese a que me quedé quieto, descansando. El aroma de los humanos era un pequeño tormento para mí, porque no podía tocarlos…, no iba a tocarlos hasta que hubieran aprendido a confiar en mí. Había algo extraño en ellos, al menos en Tomás…, algo que todavía no entendía. Y el que yo no lograse entender algo era poco habitual. Normalmente, si tocaba a alguien para corregir algún fallo, comprendía por completo el cuerpo de esa persona. Tenía que volver a ponerle las manos encima a Tomás. Y tenía que tocar a Jesusa. Pero deseaba que fueran ellos quienes me autorizasen a hacerlo. A pesar de ser inmaduro, mi aroma debía de estar actuando en ellos. Y el cuello curado de Tomás también debía de estar actuando en él. No era posible que le gustasen sus otros crecientes problemas…, y, desde luego, seguro que a los otros humanos no les gustaba el aspecto que tenía. A los humanos les preocupaba mucho el aspecto corporal de las personas: incluso Jesusa les debía de parecer grotescamente distinta…, a pesar de que ni Tomás ni Jesusa parecían actuar de un modo que sugiriese que les importaba el aspecto que tenían. Lo cual era muy poco usual. Quizá fuese porque ellos eran dos. Si eran compañeros de camada, aquello significaba que habían estado juntos la mayor parte de sus vidas. Quizá se apoyaban el uno al otro.
A la mañana siguiente, se despertaron justo antes del alba. Jesusa fue la primera en hacerlo. Sacudió a Tomás para despertarlo, luego le puso una mano sobre la boca para que no hablase. Él le apartó la mano de la boca y se puso en pie. ¿Cuánto podían ver? Aún era muy oscuro.
Jesusa señaló río abajo, a través de la selva.
Tomás agitó la cabeza, luego me miró y volvió a agitar la cabeza.
Jesusa tiró de él, expresándole terror y súplica, tanto con su rostro como su cuerpo. Él volvió a agitar la cabeza, tratando de asirle los brazos. Su comportamiento era tranquilizador, pero ella le eludió. Se alzó y lo miró desde arriba. Él no quería levantarse.
Ella se volvió a sentar, tocándole, con su boca contra la oreja de él. Era más como si respirase que no dijese las palabras. Las escuché, pero quizá no lo habría hecho si no hubiera estado esforzándome en ello.
—¡Por los otros! —susurró—. ¡Por todos los otros, tenemos que irnos!
Cerró los ojos por un momento, como si las suaves palabras le hicieran daño.
—Lo siento —respiró ella—. De veras que lo siento.
Él se alzó y la siguió a la floresta. No se volvió a mirar. Cuando ya no pude verles, también yo me levanté. Estaba bien descansado y dispuesto a seguirles la pista…, a mantenerme fuera de su vista, a escucharles, a enterarme de cosas. Para ir a casa tenían que ir río abajo, igual que yo. Esto me resultaba conveniente, a pesar de que, en realidad, los hubiera seguido a cualquier parte. Y, cuando volviese a hablar con ellos, sabría las cosas que ellos no habían querido que supiese.
Los seguí durante la mayor parte del día. Fuera lo que fuese lo que les empujaba, no les permitía detenerse más que unos pocos minutos, de vez en cuando, para descansar. Casi no comieron nada hasta el final del día, cuando, con unos anzuelos de metal que no me habían enseñado, lograron pescar unos pocos peces pequeños. El olor de esos peces cocinándose me resultó molesto, pero al menos la conversación fue interesante.
—Deberíamos regresar —decía Tomás—. Tendríamos que cruzar el río para evitar a Khodahs, y luego deberíamos regresar.
—Lo sé —aceptó Jesusa—. ¿Quieres hacerlo?
—No.
—Pronto lloverá. Hagámonos un refugio.
—Una vez estemos en casa, ya nunca más volveremos a ser libres —dijo él—. Nos vigilarán continuamente, y es muy probable que nos tengan encerrados un tiempo.
—Lo sé. Corta hojas de esa planta y de esa otra. Son lo bastante grandes para poderlas usar en el techo.
Silencio. Sonidos de un machete golpeando. Y, algo más tarde, la voz de Tomás:
—Preferiría quedarme aquí, aunque cada día me calase la lluvia y tuviera que seguir pasando hambre todos los días. —Hubo una pausa—. Casi me cortaría el cuello antes que volver.
—Volveremos —dijo Jesusa en voz queda.
—Lo sé —suspiró Tomás—. De todos modos, ¿quién si no nos iba a aceptar…, como no fuese la gente de Khodahs?
Jesusa no dijo nada sobre ese tema. Trabajaron durante un rato en silencio, probablemente erigiendo su refugio. A mí no me importaba que me calase la lluvia, así que me tendí en silencio y yací con la mayor parte de mi atención enfocada en los dos humanos. Si alguien se me acercaba desde una dirección diferente me daría cuenta de ello, pero si los animales o la gente se limitaban a andar por los alrededores, no acercándose en mi dirección, no me daría cuenta consciente de ellos.
—Deberíamos haber dejado que Khodahs nos enseñase cuáles son las plantas comestibles de por aquí —dijo Tomás por fin—. Probablemente hay comida por todas partes a nuestro alrededor, pero no la reconocemos. Y estoy lo bastante hambriento como para comerme ese insecto tan grande de ahí.
—Hermano —dijo Jesusa con voz divertida—, ésa es una gran cucaracha roja muy hermosa. Yo no creo que me la pudiese comer.
—Al menos, cuando volvamos a casa, allí habrá menos insectos.
—Nos separarán. —La voz de Jesusa se hizo de nuevo amarga—. Me harán casarme con Darío. Él tiene la cara sin marcas, quizá tengamos más niños con la cara sin marcas que de los otros.
Suspiró.
—Tú tendrás que escoger entre Virida y Alma.
—Alma —dijo él, cansinamente—. Ella me quiere. ¿Qué te parece que pensará de tener que llevarme a todas partes de la mano? ¿Y cómo nos hablaremos el uno al otro cuando me quede sordo?
—Calla, hermanito. ¿Por qué pensar en ello?
—Tú no tienes por qué…, a ti no te pasará. —Hizo una pausa, y luego continuó, con triste ironía—: Eso te deja libre para preocuparte tan sólo de tener hijo tras hijo tras hijo; ver cómo la mayor parte de ellos mueren, y escuchar cómo alguna anciana de cara sin marcas, que parece más joven que tú, te dice que ya estás dispuesta para volver a hacerlo…, cuando ella no lo ha hecho en su vida.
Silencio.
—Jesusita.
—¿Sí?
—Lo siento.
—¿Por qué? Lo que dices es cierto, le pasó a mamá. Y me pasará a mí.
—Puede que ya no sea tan malo. Ahora somos más.
En un tono que desmentía cada palabra que decía, Jesusa lo aceptó:
—Sí, hermanito. Quizá las cosas sean mejores para nuestra generación.
Guardaron silencio durante tanto tiempo que pensé que ya no volverían a hablar, pero él dijo al cabo:
—Me alegra haber visto la floresta de las tierras bajas. A pesar de todos sus insectos y otras molestias, es un buen lugar, henchido de vida, borracho de vida.
—A mí me gustan más las montañas —contestó ella—. Allí el aire no es tan denso ni tan húmedo. El hogar siempre es lo mejor.
—Quizá no, si no lo puedes ver ni oír. No quiero esa vida, Jesusa. No creo que la pueda soportar. ¿Por qué tengo que ayudar a darle al pueblo más feos seres deformes? ¿Me lo agradecerán mis hijos? No creo que lo hagan…
Jesusa no hizo comentario alguno.
—Me cuidaré de que regreses —dijo él—. Eso te lo prometo.
—Ambos regresaremos —cortó ella, con una sequedad no habitual—. Conoces cuál es tu deber tan bien como yo sé cuál es el mío.
Ya no hubo más charla.
Ya no hubo más necesidad de charla. ¡Eran fértiles! Los dos. Aquello era lo que yo había encontrado en Tomás…, encontrado, pero no reconocido: que era fértil y era joven. ¡Era joven! Nunca antes había tocado a un humano como él…, y él nunca había tocado a un ooloi. Yo había pensado que el envejecimiento rápido formaba parte de su problema genético, pero ahora podía darme cuenta de que estaba envejeciendo en la forma en que envejecían los humanos antes de su guerra…, antes de que los oankali llegasen para rescatar a los supervivientes y prolongar sus vidas.
Probablemente, Tomás era más joven que yo. Probablemente, ambos eran más jóvenes que yo. ¡Podía atriarme con ellos!
Jóvenes humanos, nacidos en la Tierra, fértiles entre ellos. ¡Una colonia de ellos…, enfermos, deformes, pero capaces de tener hijos!
Vida.
Me quedé completamente quieto. Tuve que esforzarme para no levantarme e ir de inmediato a su encuentro. Quería ligarlos a mí, absoluta y permanentemente. Quería acostarme entre ellos esta noche. Ahora. Y, no obstante, si no me andaba con cuidado, me rechazarían, escaparían de mí. Lo que era peor, tenía que encontrar su pueblo oculto. Tendría que traicionarlos a mi familia, y mi familia tendría que decírselo a otros. Había que hallar esa colonia de humanos fértiles y capturar a la gente que la formaba. Se les permitiría escoger entre Marte, unirse a nosotros, o la esterilidad aquí en la Tierra. No podía permitírseles que siguiesen reproduciéndose en este mundo para morir más tarde, cuando nosotros nos separásemos y dejásemos tras nosotros una roca inhabitable.
Esto último no se le decía a ningún humano que no hubiese tomado la decisión de vivir con nosotros. Se les daba a elegir, pero no se les explicaba el motivo de la elección.
¿Qué se les podía decir a Tomás y Jesusa? ¿Qué se les podía decir para que aceptasen que su pueblo no podía seguir viviendo tal como lo había hecho hasta ahora? Era obvio que a Jesusa, en especial, le importaba muy intensamente lo que le pudiera pasar a ese pueblo; tanto, que estaba a punto de sacrificarse por ellos. Y a Tomás le importaba lo suficiente como para alejarse de una segura curación, cuando era eso lo que más desesperadamente deseaba. Ahora, resultaba claro, estaba pensando en la muerte, en acabar definitivamente. No deseaba volver de nuevo a su casa.
¿Cómo podría ninguno de ellos ser mi cónyuge, sabiendo lo que le haría mi pueblo al suyo?
Y, ¿cómo iba a acercarme a ellos? Si hubieran sido unos cónyuges potenciales y nada más, hubiera ido a ellos ahora mismo. Pero, una vez que Jesusa comprendiese que yo conocía su secreto, su primera pregunta sería: «¿Qué le pasará a nuestro pueblo?». Y no aceptaría evasivas. Si le mentía, acabaría por enterarse de la verdad, y no creo que fuera a perdonarme una tal mentira. Pero, ¿me perdonaría por una tal verdad?
Cuando ella y Tomás supiesen que el secreto de su pueblo había sido descubierto, ¿decidirían matarme a mí, matarse ellos, o ambas cosas?
Al día siguiente, Jesusa y Tomás cruzaron el río y tomaron el camino de vuelta a casa. Les seguí. Les dejé cruzar, esperé hasta que ya no pude verlos u oírlos, y entonces también yo crucé a nado. En realidad, nadé un rato río arriba, disfrutando de la intensa y fría agua. Por fin, fui hasta la orilla y descubrí el rastro de su olor entre los otros muchos.
Quizá debería seguirles todo el camino hasta su casa, descubrir su localización, y llevarle a mi familia la información. Luego otra gente, oankali y construidos, harían lo que fuese necesario. Yo no tendría nada que ver con ello. Pero también era posible que no se me permitiese atriarme con Jesusa y Tomás. A pesar de todo, quizá fuese mandado a la nave. Y Jesusa y Tomás podrían elegir entre ir a Marte, una vez otros los hubiesen curado y explicado las posibilidades de elección de que disponían, o podrían atriarse con otros…
Cuanto más los seguía, más los deseaba, y menos probable me parecía que jamás fuera a tenerlos como cónyuges.
Al cabo de cuatro días, ya no podía soportarlo más. Simplemente, me fui con ellos. Si no los podía tener como cónyuges de un modo permanente, al menos podía disfrutar de ellos por un tiempo.
Aquella noche no habían cogido ningún pescado. Habían encontrado higos silvestres y los habían comido, pero dudaba que aquello los hubiera satisfecho.
Hallé nueces y fruta para ellos, y raíces que podían ser asadas y comidas. Lo metí todo en una burda cesta que había entretejido con lianas delgadas y forrado con hojas grandes. Sólo podía hacer esto mordiendo las lianas de un modo que hubiera repugnado a los resistentes, así que estuve contento de que no pudieran verme. Un resistente me había dicho, años antes, que se suponía que nosotros, los oankali y los construidos, éramos seres superiores, pero que insistíamos en actuar como animales. Extrañamente, ambas ideas parecían molestarle.
Tomé mi cesta de comida y fui silenciosamente hasta el campamento de Jesusa y Tomás. Era ya oscuro, y habían construido un pequeño refugio y prendido un fuego. El fuego aún ardía, pero ya se habían echado en sus jergones. La respiración acompasada de Jesusa me decía que dormía, pero Tomás yacía despierto. Su ojo estaba abierto, pero no me vio hasta que estuve a su lado.