Imago (18 page)

Read Imago Online

Authors: Octavia Butler

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Imago
7.28Mb size Format: txt, pdf, ePub

Ella agitó lentamente la cabeza.

—Nos dijeron que erais el diablo.

Ahora fue mi turno de quedarme callado. Ella no creía en diablos. A pesar de su nombre, posiblemente ni siquiera creía demasiado en un dios. Creía en su gente y en lo que sus sentidos le decían.

—Nadie le hará daño a tu pueblo —le aseguré—. La gente que pasa tanto tiempo como pasamos nosotros dentro de la piel de otros es muy lenta para matar. Y, si le hacemos daño a alguien, lo curamos.

—Deberíais dejarlos en paz.

—No, no deberíamos.

—Ellos son sus propios dueños. No os pertenecen.

—No pueden sobrevivir tal cual son. Su reserva de genes es demasiado pequeña. Es sólo cuestión de tiempo hasta que alguna enfermedad o defecto los borre del mapa. —Callé un momento, pensando—. Soy lo bastante humano como para comprender lo que están tratando de hacer. Uno de mis hermanos inició la colonia de Marte porque comprendía la necesidad de los humanos de vivir por sí mismos, de no fundirse totalmente con los oankali.

—¿Tienes hermanos? —Me frunció el ceño, como si nunca se le hubiera ocurrido que ella y yo pudiéramos tener algo en común.

—Tengo hermanos y hermanas. Incluso tengo un compañero de camada ooloi. —¿Habría completado ya su primera metamorfosis? ¿Estaría la familia esperando mi regreso, para que Aaor y yo iniciásemos nuestro exilio extraterrestre? Si era así, que esperasen sentados.

Enfoqué en Jesusa. No podía mentirla y, sin embargo, tampoco podía contárselo todo. Sentía verdadera desesperación por conservarlos a ella y a Tomás: era casi seguro que el pueblo no me iba a permitir buscar cónyuges humanos en la nave, pero no me arrebataría unos que yo mismo hubiese hallado. Y quizás incluso no me exiliasen, si veían que, con aquellos humanos, era estable…, que no cambiaba a los otros ni me cambiaba a mí mismo, excepto de un modo deliberado y controlado. Y Aaor podía hallar también cónyuges entre la gente de Jesusa. Los querría tener, de eso no me cabía duda.

Así pues, ¿qué hacer?

—Mi gente luchará —dijo Jesusa.

—Serán gaseados y capturados —le expliqué—. A mi gente le gusta hacer esas cosas tan rápido como sea posible, para no tener que hacerle daño a nadie.

Me miró con ira…, casi con odio.

—No te diré dónde está mi gente. Antes me ahogaría que decírtelo.

—No pensaba preguntártelo.

—¿Qué? ¿Y cómo piensas averiguarlo?

—Yo no…, lo hará mi gente. Sabiendo que tu pueblo existe, lo hallará.

Ella no miró hacia el arma rota. Probablemente ahora no la habría visto en la oscuridad, pero su cuerpo deseaba darse la vuelta y mirar. Sus manos ansiaban el arma. Sus músculos se estremecían. Si me mataba, nadie averiguaría lo que yo sabía. Nadie iría en busca de su pueblo escondido.

De repente, tomé una decisión: tenía que saberlo todo, o ella podía morir defendiendo a su gente. Probablemente no me pudiera matar, pero podía provocar en mí un acto reflejo que me hiciese matarla a ella.

—Jesusa —le dije—, ven aquí.

Me miró con hostilidad.

—Ven. Voy a contarte algo de lo que mi propia madre humana no se enteró hasta que hubo dado a luz a dos niños construidos. Y pocas veces se le dice esto a alguien de tu pueblo. Yo…, no tendría que contártelo, pero creo que debo. Ven.

Sus músculos deseaban moverla hacia mí. Mi aroma y su recuerdo de estar bien y del placer conmigo la atraían, pero, deliberadamente, se apartó.

—Dímelo —contestó—. Simplemente dímelo. Pero no vuelvas a tocarme.

No pronuncié palabra por un rato. Sería más fácil para ella creer lo que iba a contarle si estábamos en contacto. Normalmente, los humanos no comprendían por qué el estar unidos a nuestros sistemas nerviosos les permitía captar si era verdad o no lo que les decíamos, pero el caso es que lo sentían. Y ella no quería sentirlo. Todo su lenguaje corporal me afirmaba que no se iba a dejar convencer.

¿Había que explicárselo todo?

Había.

Hablé con voz muy convincente:

—Tú y tu hermano representáis la vida para mí. —Hice una pausa—. Y, de un modo distinto, yo represento la vida para tu pueblo. Morirán si se quedan donde están. Todos ellos morirán.

—Algunos de nosotros morimos, otros vivimos. —Agitó la cabeza—. No me importa lo que me digas. Nada nos matará, si tu gente nos deja en paz. Somos lo bastante fuertes como para resistir cualquier otra cosa.

—No.

—No sabes…

—¡Escucha, Jesusa! —Cuando guardó un irritado silencio, le expliqué lo que le iba a pasar a la Tierra, lo que quedaría de la misma cuando nos fuésemos—. No podrá vivir nada aquí, en lo que quede. Si tu gente permanece donde está y sigue multiplicándose, será destruida. Todos y cada uno de ellos. Hay vida para ellos en Marte, y también la hay aquí, con nosotros. Pero, si insisten en continuar donde están…, no se les permitirá seguir teniendo hijos. De este modo, cuando despedacemos la Tierra, tu pueblo habrá muerto de vejez.

Agitó lentamente la cabeza y contestó:

—No te creo. Ni siquiera tu gente puede destruir toda la Tierra.

—No, toda ella no. Es como… cuando te comes una fruta que tiene un corazón inmasticable, o una semilla que no se puede comer. De la Tierra quedará un núcleo rocoso…, una gran masa de material, útil para su explotación minera, pero no para vivir en él. Nosotros nos desperdigaremos por el Universo en muchas grandes naves. Cada una de ellas tendrá que poder autosostenerse en el espacio interestelar, quizá durante miles de años.

—¿Autosostenerse en…?

—Si te es más fácil, piensa en que se encontrará más allá de toda posible ayuda, o de cualquier fuente de suministro de la que pueda depender.

—En el espacio…, entre las estrellas. ¿Es eso lo que quieres decir? Sin Sol. Casi sin nada.

—Sí.

—Los ancianos que nos criaron cuando nuestra madre murió…, sabían de esas cosas. Uno de ellos acostumbraba a escribir sobre ellas antes de la guerra, para ayudar a los otros a entenderlas.

No dije nada. Que pensase por un rato.

Permaneció sentada en silencio, frunciendo el ceño, agitando a veces la cabeza. Al cabo de un rato se frotó la cara con las manos y fue a sentarse al lado de Tomás.

—¿Debo despertarle? —le pregunté.

Negó con la cabeza.

Me metí en el bosque y traje algunas ramas secas. La lluvia comenzó justo cuando hube regresado. Jesusa estaba sentada donde la había dejado, balanceándose un poco, hacia delante y hacia atrás. Colgué la cesta de comida que había traído de un trozo de rama sobresaliente que había quedado en uno de los arbolillos que habían cortado como soportes del refugio. Jesusa tenía hambre, pero ahora no quería comer. Yo podía satisfacer las necesidades de su cuerpo sin hacerla comer. Unido a ella, podía transferirle nutrición.

Alimenté el fuego y me fui a sentar junto a ella, con Tomás tendido entre nosotros.

—No sé qué pensar —me dijo con voz queda—. ¿Sabes?, mi hermano iba a morir.

Le acarició el negro cabello.

—Siempre va a morir alguien. —Hizo una pausa—. Iba a matarse tan pronto como me hubiera dejado a la vista de nuestra casa. No sé si se lo hubiera podido impedir.

—¿Lo ha intentado antes? —le pregunté.

Asintió con la cabeza.

—Ésa fue la razón de este viaje. Para mantenerlo un poco más con vida. —Me miró con rostro solemne—. No te necesitábamos para que nos dijeses que se estaba convirtiendo en un impedido total. Ya lo habíamos visto suceder en demasiada de nuestra gente. Y…, lo único que hicieron fue seguir teniendo hijos, hasta que les resultó físicamente imposible.

Le tocó su deforme rostro.

—El año pasado se rompió una pierna, y tuvo que permanecer echado boca arriba, con la pierna entablillada y atada a pesas, durante semanas. Les dijo a los ancianos que no recordaba lo que le había sucedido. Les dijo que se había caído. De otro modo, lo hubiesen encerrado. Pero los dos sabíamos que se había arrojado desde una altura: quería morir. Esa enorme caída hasta el río debería de haberlo matado, pero gracias a Dios no lo hizo. Le prometí que haríamos este largo viaje antes de que nos casasen. Le dije que, cuando ya tuviese la pierna bien, escaparíamos; hacía años que él quería hacer esto. Sólo que, naturalmente, yo sabía que se equivocaba: jóvenes fértiles arriesgándose en los bosques de las tierras bajas, arriesgando la seguridad de todos… Lo hice por él. Yo ni siquiera quería venir aquí.

Las lágrimas resbalaban por su cara, pero no producía sonido alguno de llanto, ni siquiera intentaba secarse el rostro.

Tendí las manos por encima de Tomás, la así por la cintura y la alcé. No era nada pesada. La coloqué junto a mí para encontrarme entre ambos…, en mi sitio.

—Lo has salvado —le dije—. Has salvado su vida y la vida de toda tu gente. Y te has salvado a ti misma de una existencia de penas sin sentido.

—¿Tanto bien he hecho? Entonces, ¿cómo es que mi pueblo me mataría si lo descubriese?

Me creía. No le hacía sentirse mejor, pero me creía.

—No podemos volver a casa —me dijo—. Los ancianos siempre nos decían que, si tu gente descubría la verdad sobre nosotros, nos encontrarían, y que lo que estábamos tratando de reconstruir sería destruido.

—Quizá sólo sea curado y transportado a Marte. Todo el que quiera ir allí, allí será enviado.

—No te creerán. Ni siquiera me creerán a mí. Aunque ahora volviese a casa y no dijese nada, cuando tu gente viniese a buscarnos, mi pueblo sabría que les he traicionado.

—No es eso lo que has hecho. Y, además, quiero que te quedes conmigo.

Me estudió, y entre los ojos se formaron arrugas verticales, allá donde tenía una pequeña zona de piel sana.

—No sé si podré hacer eso —me dijo.

—Ahora estás conmigo. —Me recosté y acerqué más a Tomás, de modo que todos los tentáculos sensoriales de ese lado de mi cuerpo pudiesen alcanzarlo. El conectar con él fue un estremecimiento tan dulce y fuerte que, por un momento, me quedé sin visión. Cuando el estremecimiento me hubo recorrido, me di cuenta de que Jesusa me estaba mirando. Tendí una mano y la atraje hacia nosotros. Lanzó un jadeo cuando la unión quedó completada. Luego gruñó y movió su cuerpo para poder poner más del mismo en contacto con el mío. Tomás, que realmente aún no estaba totalmente despierto, hizo lo mismo, y yacimos totalmente sumergidos los unos en los otros.

8

A la mañana siguiente, la mayoría de los pequeños tumores de Jesusa habían desaparecido, reabsorbidos por su cuerpo. Aún no estaba realmente curada, pero, por primera vez desde su niñez, su piel volvía a ser suave y tersa. Lloró mientras comía el desayuno que preparé con lo que había en mi cesta. Y se examinó una y otra vez.

Los tumores de Tomás eran mayores y le llevaría más tiempo eliminarlos, pero resultaba claro que habían empezado a empequeñecerse.

Nos habíamos despertado todos a la vez, lo cual significaba que se habían despertado cuando yo lo había hecho. No quería correr el riesgo de que Jesusa se pusiese a pensar y volviera a escaparse o, lo que aún era peor, que decidiese intentar matarme de nuevo.

Ellos se despertaron contentos y descansados, en mejor forma física de la que habían tenido desde hacía años. Ambos estaban fascinados por los obvios cambios de Jesusa.

Yo yacía entre ellos, confortablemente exhausto, a un nivel que me era totalmente nuevo: aquella noche, mi cuerpo había estado trabajando duro en dos personas. Y, sin embargo, nunca antes me había sentido tan bien, tan completo.

Tras tocarse la cara, los brazos y las piernas, y hallar únicamente piel lisa, Jesusa se echó a llorar, se inclinó hacia mí y me besó.

—Yo también —me dijo Tomás— siento un deseo muy extraño de hacer eso.

Lo dijo en un tono casi jocoso, pero había auténtica confusión tras sus palabras.

Me senté y le besé, saboreando la curación que había tenido lugar hasta el momento: una curación invisible, acompañada por el empequeñecimiento de sus tumores visibles. Su nervio óptico estaba siendo restaurado…, en contra del consejo genético original de su cuerpo. Enloquecidamente, esa porción de información genética decía que el nervio estaba acabado, y que los genes que controlaban su desarrollo no debían volverse activos de nuevo. Y, sin embargo, aquella enfermedad genética continuaba ocasionando el crecimiento de más y más tejido inútil, peligroso, en aquellos órganos ya terminados, impidiéndoles llevar a cabo su función.

En una sola noche, a Tomás le habían salido zonas de pelo en su rostro. Cuando toqué una de ellas, sonrió.

—Tendré que afeitarme —me dijo—. Si pudiera me dejaría barba, pero, cuando lo intenté una vez, Jesusa me dijo que parecía una alpaca esquilada por un niño de cinco años.

Fruncí el ceño.

—¿Una alpaca?

—Un animal de las montañas. Lo criamos por su lana…, para hacernos ropa.

—Oh —sonreí—. Creo que tu barba te crecerá de un modo más igualado cuando haya acabado contigo.

—¿Crees que alguna vez harás eso? —preguntó—. Acabar con nosotros, me refiero…

Los tentáculos libres de mi cabeza y cuerpo se apretaron contra mi piel con placentera tensión sexual.

—No —le dije con voz suave—. No lo creo.

También a él tenía que explicárselo todo. Jesusa, él y yo descansamos durante todo aquel día, luego nos acostamos juntos para compartir la noche. A la mañana siguiente empezamos una caminata de varios días…, de regreso al campamento de mi familia. No teníamos ninguna prisa. Les enseñé a encontrar y usar sin peligro la comida silvestre que había en el bosque. Ellos hablaban de su gente y se preocupaban por ella. Jesusa comentaba con auténtico horror el despedazamiento del planeta, pero Tomás parecía menos preocupado.

—A mí eso no me suena a real —dijo, simplemente—. Sucederá mucho después de que yo haya muerto. Y, si nos estás diciendo la verdad, Khodahs, no hay nada que nosotros podamos hacer para evitarlo…

—¿Os quedaréis conmigo? —pregunté.

Miró a Jesusa, y ésta miró a la lejanía.

—Si os quedáis conmigo, es seguro que viviréis hasta después del momento de la separación.

Me miró con el ceño fruncido, pensando. Ambos tenían sus períodos en que se quedaban silenciosos, pensativos.

Viajamos río abajo, caminando y descansando y disfrutando unos de otros, durante siete días. Siete buenos días. Los tumores de Tomás desaparecieron, y la visión volvió a su ojo. Mejoró su sentido del oído. Se miró a sí mismo en el agua de un pequeño estanque y comentó:

Other books

Nan-Core by Mahokaru Numata
Love On The Vine by Sally Clements
The Seasons of Trouble by Rohini Mohan
The Rise of Hastinapur by Sharath Komarraju
The Tsunami Countdown by Boyd Morrison
Dragon Fire by Dina von Lowenkraft