E
l cuerpo de Chant fue descubierto al día siguiente por Albert Burke, un anciano de noventa y tres años de edad que buscaba a su chucho errante,
Kipper.
El animal había olido desde la calle lo que su propietario solo comenzó a percibir mientras subía las escaleras, silbando a su perro entre maldiciones: el olor a descomposición que provenía de la parte superior del edificio. En el otoño de 1916, Albert había luchado por su país en la batalla del Somme y se había visto obligado a compartir trincheras con camaradas muertos durante días. La vista y el olor de la muerte no lo impresionaban. De hecho, la sangre fría que demostró ante su descubrimiento confirió otro matiz a la historia cuando salió en las noticias de la tarde, y le aseguró una cobertura mayor que la que hubiera merecido de otro modo; y ese enfoque, a su vez, levantó un tremendo interés sobre todo lo relacionado con la identidad del cadáver. En menos de un día, se distribuyó un retrato del aspecto que podría tener el muerto en vida y, para el miércoles, una mujer que vivía en un condado al sur del río ya lo había identificado como su vecino de al lado, el señor Chant. El registro de su apartamento trajo consigo un segundo retrato, esta vez no del cadáver de Chant, sino de su cuerpo en vida. La policía llegó a la conclusión de que el muerto practicaba algún tipo de culto siniestro. Se informó de que un pequeño altar dominaba su dormitorio; estaba decorado con cabezas disecadas de unos animales que los forenses no habían podido identificar, y su pieza central era un ídolo tan explícitamente sexual que ningún periódico se atrevió a publicar un bosquejo, y mucho menos una fotografía. La prensa sensacionalista disfrutó mucho con la historia, sobre todo porque los artefactos habían pertenecido a un hombre supuestamente asesinado. Publicaron editoriales cargados de connotaciones racistas apenas encubiertas sobre la influencia de las pervertidas religiones extranjeras. Esto, combinado con las historias que Burke contó sobre la batalla del Somme, hizo que la muerte de Chant ocupara un buen número de largas columnas. Y ese hecho tuvo varias consecuencias: se produjo una serie de ataques de corte fascista sobre las mezquitas de Londres; se solicitó la demolición de la propiedad en la que había vivido Chant; y, por último, condujo a Dowd a cierta torre de Highgate Hill, donde había sido convocado para ocupar el lugar de su señor ausente, Oscar Godolphin, el hermano de Estabrook.
En la década de 1780, cuando la colina que dominaba Highgate Hill era mucho más abrupta y los caminos estaban tan llenos de surcos que los carruajes rara vez terminaban el trayecto (por no hablar de que el trayecto hacia la ciudad era lo bastante peligroso como para que un hombre inteligente llevara pistolas), un mercader llamado Thomas Roxborough construyó una hermosa mansión en Hornsey Lane, diseñada para él por un tal Henry Holland. En aquella época se alzaba sobre unas bellas vistas: al Sur, la vista llegaba hasta el río; al Norte y al Oeste, estaban los exuberantes pastos de la región que se extendían hacia la diminuta aldea de Hampstead. Los turistas aún podían disfrutar de este paisaje desde el puente que cruzaba Archway Road. Sin embargo, la hermosa casa de Roxborough ya no estaba; había sido reemplazada a finales de los años treinta por una anónima torre de diez plantas que quedaba apartada de la calle. Había una hilera de árboles bien distribuidos entre la torre y la carretera, que si bien no era lo bastante densa como para ocultar toda la construcción, ayudaba a conferirle un aspecto casi invisible al ya de por sí anodino edificio. La única clase de correspondencia que se recibía allí eran circulares y diversos tipos de documentos oficiales. No había inquilinos, ni de viviendas ni de oficinas. Sin embargo, los actuales propietarios conservaban bien la Torre Roxborough y, más o menos una vez al mes, se reunían en la única sala del piso superior del edificio en memoria del hombre que poseyó aquel pedazo de tierra doscientos años atrás y que lo cedió a la sociedad que había fundado. Estos hombres y mujeres (once en total), que se encontraban allí y charlaban durante unas cuantas horas para luego continuar con sus vidas ordinarias, eran los descendientes de aquellas pocas personas apasionadas de las que Roxborough se había rodeado en los oscuros días que siguieron al fracaso de la Reconciliación. Ya no quedaba pasión entre ellos; apenas un vago conocimiento acerca de los motivos de Roxborough para formar lo que llamó la «Sociedad de la Tabula Rasa» o «Nuevo comienzo». A pesar de todo, seguían reuniéndose; en parte, porque en su tierna infancia uno de sus progenitores (con frecuencia el padre, aunque no era siempre así) los había llevado aparte con el fin de comunicarles que una gran responsabilidad recaería sobre sus hombros, la de perpetuar un secreto familiar celosamente protegido; y, en parte, porque la Sociedad cuidaba de los suyos. Roxborough había sido un hombre de gran fortuna e intuición. Había adquirido grandes parcelas de terreno mientras vivió y los beneficios derivados de dichas inversiones se habían multiplicado conforme Londres se expandía. La única beneficiaría de ese dinero era la Sociedad, aunque los fondos se desviaban con tanto ingenio, a través de empresas y agentes que desconocían su propio papel en el sistema, que ninguno de los empleados de la Sociedad, fuera cual fuese la función que realizara, sabía siquiera de su existencia.
Así fue como la Tabula Rasa floreció con su particular estilo, sin gozar de propósito alguno que no fuera el de reunirse para hablar de los secretos que ocultaban, tal y como Roxborough había decretado, y disfrutar de las vistas de la ciudad que se contemplaban desde Highgate Hill.
Kuttner Dowd había estado allí en varias ocasiones, aunque nunca mientras la Sociedad estaba reunida, como sucedía aquella noche. Su jefe, Oscar Godolphin, era uno de los once a los que se había traspasado la llama que simbolizaba el objetivo de Roxborough; si bien, con toda seguridad, los demás no eran ni la mitad de hipócritas que Godolphin, que era miembro de una Sociedad cuya misión era reprimir cualquier actividad mágica y, a la vez, jefe (Godolphin utilizaría la palabra «propietario») de una criatura convocada por la magia el mismo año en que se produjo la tragedia que provocó la creación de la Sociedad.
La criatura era, por supuesto, Dowd, de cuya existencia tenía conocimiento la Sociedad, que no así de sus orígenes. De haberlo tenido, nunca lo hubieran convocado ni le hubieran dado acceso a la sacrosanta torre. Muy al contrario, el edicto de Roxborough los habría obligado a destruirlo a cualquier precio, ya fuera el de sus cuerpos, sus almas o su cordura. Por descontado, tenían la experiencia necesaria para llevarlo a cabo o, al menos, los medios para adquirirla. Según se decía, la torre albergaba una biblioteca llena de tratados, grimorios, enciclopedias y un conjunto de ensayos sin parangón, recopilados por Roxborough y el grupo de sabios del Quinto Dominio que, supuestamente, fueron los primeros que apoyaron el intento de Reconciliación. Uno de aquellos hombres fue Joshua Godolphin, conde de Bellingham. Tanto Roxborough como él habían sobrevivido a los desastrosos acontecimientos que tuvieron lugar durante aquel solsticio de verano de hacía doscientos años; aunque no se podía decir lo mismo de sus amigos más queridos. Según contaba la historia, después de la tragedia Godolphin se había retirado a sus propiedades y nunca había vuelto a salir de sus confines. En cambio, Roxborough, como siempre el más pragmático del grupo, se había encargado, pocos días después del cataclismo, de proteger las bibliotecas ocultas de sus colegas muertos y de esconder los miles de tomos en el sótano de su casa, donde ya no podrían, citando las palabras Roxborough en una carta dirigida al conde, «tentar con ambiciones anticristianas las mentes de hombres buenos como nuestros queridos amigos. A partir de este momento, debemos evitar la llegada de esta magia tan detestable a nuestras costas». No obstante, el hecho de que no destruyera los libros, sino que se limitara a esconderlos, era una clara prueba de que existía cierta ambigüedad en él. A pesar de los horrores que había presenciado y de la ferocidad de su repulsa, una pequeña parte de su ser aún conservaba la fascinación que los atrajera a él, a Godolphin, y al resto de sus compañeros de investigación desde un principio.
Dowd temblaba, nervioso, mientras esperaba en el sencillo vestíbulo de la torre, a sabiendas de que en algún lugar, muy cerca, se hallaba la mayor colección de escritos mágicos jamás reunida fuera del Vaticano; y de que entre ellos habría un sinfín de rituales para crear y destruir a criaturas como él. Dowd no estaba hecho del mismo material que los sirvientes, por supuesto. La mayoría de ellos no era otra cosa que meros funcionarios de sonrisa perpetua y mente vacía, arrancados del In Ovo (el abismo que existía entre el Quinto Dominio y los Dominios reconciliados) por aquellos que los invocaban, como si fueran langostas en el acuario de un restaurante. Él, además, había sido actor profesional en su época, y uno muy reconocido. No fue la estupidez congénita lo que lo hizo vulnerable a la jurisdicción humana, sino la angustia. Había contemplado la mismísima cara de Hapexamendios y, medio loco por la visión, se había visto incapaz de resistirse al llamamiento y a la vinculación cuando esta se produjo. Por supuesto, fue Joshua Godolphin quien lo invocó y quien le ordenó servir a todo su linaje hasta el fin de los tiempos. De hecho, el retiro de Joshua a la seguridad de su extensa propiedad en el campo había permitido a Dowd ir y venir a su antojo hasta la muerte del anciano, momento en que volvió a ser requerido para servir a Nathaniel, el hijo de Joshua. No mostró su verdadera naturaleza hasta que se hizo indispensable, por miedo a verse atrapado entre su obligación de servirlo y el fervor de un cristiano.
De hecho, Nathaniel se había convertido en todo un disoluto para cuando Dowd entró a su servicio, y no podría haberle importado menos el tipo de criatura que fuera siempre que le procurara el tipo adecuado de compañía. Y así había continuado, generación tras generación; Dowd cambiaba su rostro de vez en cuando (un mero truco, uno de sus
lances
), para así ocultar su longevidad al decadente mundo humano. Sin embargo, la posibilidad de que llegara el día en el que la Tabula Rasa descubriera su doble juego y buscara en la biblioteca algún hechizo horrendo para destruirlo nunca había abandonado del todo su cabeza: sobre todo en aquel momento, cuando esperaba a que lo convocaran ante su presencia.
La llamada se demoró una hora y media, tiempo que empleó para pensar en los espectáculos que comenzaban la semana siguiente. El teatro seguía siendo su gran amor, y eran muy pocas las producciones de cierta importancia a las que no asistía. El martes tenía entradas para la aclamada versión de
El rey Lear
en el Teatro Nacional, y después, dos días más tarde, un asiento en el patio de butacas para ver el reestreno de
Turandot
en el London Coliseum. Estaba ansioso por asistir a ambas obras, aunque primero debía pasar por aquella funesta entrevista.
Por fin, el ascensor cobró vida y apareció uno de los miembros más jóvenes de la Sociedad, Giles Bloxham. A sus cuarenta años, Bloxham aparentaba el doble de edad. «Se requiere cierto toque de genialidad para aparentar tanta disipación sin tener nada de lo que poder arrepentirse», había dicho una vez Godolphin refiriéndose a Bloxham (le gustaba regodearse en las contradicciones de la Sociedad, sobre todo cuando estaba borracho).
—Ya estamos listos para recibirte —anunció Bloxham, indicándole a Dowd que debía subir en el ascensor junto a él—. ¿Te das cuenta de que si alguna vez se te ocurre decir una sola palabra acerca de lo que veas aquí, la Sociedad te eliminará con tanta rapidez y de forma tan efectiva que ni tu propia madre sabrá que una vez exististe? —le dijo mientras subían.
La acalorada amenaza sonó ridícula, pronunciada con la vocecilla nasal de Bloxham; aun así, Dowd representó el papel de un funcionario que acabara de ser reconvenido.
—Me doy perfecta cuenta —respondió.
—Convocar a alguien ajeno a la Sociedad —prosiguió Bloxham— es una medida extraordinaria; pero también corren tiempos extraordinarios. Claro que eso no es de tu incumbencia.
—Por supuesto —asintió Dowd, la viva imagen de la inocencia.
Aquella noche, aceptaría sus aires de superioridad sin rechistar, pensó, cada día más seguro de que estaba a punto de suceder algo que sacudiría aquella torre hasta sus cimientos. Y cuando eso ocurriera, obtendría su venganza.
Se abrió la puerta del ascensor y Bloxham le ordenó que lo siguiera. Los corredores que conducían a la
suite
principal eran sombríos y no estaban enmoquetados; al igual que la habitación a la que fue conducido. Los cortinajes cubrían las ventanas; la enorme mesa de mármol que dominaba la estancia quedaba iluminada por unas lámparas de techo, cuyos haces de luz caían sobre los cinco miembros, dos de ellos mujeres, que se sentaban a la mesa. A juzgar por el amasijo de botellas, copas y ceniceros a rebosar, por no mencionar las expresiones cansadas y meditabundas, llevaban debatiendo unas cuantas horas. Bloxham se sirvió un vaso de agua antes de ocupar su lugar. Había un asiento vacío: el de Godolphin. A Dowd no se le invitó a que ocupara ese lugar, sino a permanecer de pie en el extremo de la mesa, ligeramente incómodo por las miradas que le dirigían sus interrogadores. Ninguno de esos rostros sería jamás conocido por la plebe. A pesar de que todos provenían de familias tradicionalmente influyentes y adineradas, ninguno de ellos ocupaba cargos públicos. La Sociedad prohibía tanto ocupar un puesto de trabajo como casarse con una persona que atrajera el interés o la curiosidad de la prensa. Trabajar en la sombra para derrocar a las sombras. Tal vez fuera esa paradoja, más que cualquier otro aspecto de su naturaleza, lo que acabaría con ella.
Al otro extremo de la mesa, sentado delante de un montón de periódicos que sin duda contenían información acerca de Burke, se encontraba un hombre de unos sesenta años con aspecto de profesor y cabello cano engominado; Dowd sabía su nombre por la descripción de Godolphin: Hubert Shales, al que Oscar había apodado «El Vago». Se movía y hablaba con la precaución de un teólogo de huesos frágiles.
—¿Sabes por qué estás aquí? —preguntó.
—Lo sabe —intervino Bloxham.
—¿Algún problema con el señor Godolphin? —aventuró Dowd.
—No está aquí —dijo una de las mujeres que había a la derecha de Dowd. Su rostro se veía demacrado bajo una peluca de cabello negro. Alice Tyrwhitt, supuso—. Ese es el problema.