Imajica (Vol. 1): El Quinto Dominio (6 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

BOOK: Imajica (Vol. 1): El Quinto Dominio
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—¿Y qué soy el resto de las veces? —gritó a sus espaldas—. ¿
Sexy
? ¿Irresistible? ¿Perfecto para echar un polvo?

Si de verdad había reservado las entradas como un modo de llevársela a la cama, se vio obligado a sufrir por su lujuria. Ocultó su aburrimiento durante el primer acto, pero en el descanso ya estaba impaciente por reclamar su premio.

—¿De verdad tenemos que quedarnos hasta que termine? —preguntó mientras se tomaban un café en el diminuto vestíbulo—. Me refiero a que no tiene ningún misterio. El niño nace, crece y lo crucifican.

—A mí me está gustando.

—Pero no tiene ningún sentido —se quejó él con profundo desprecio. El eclecticismo del espectáculo ofendía profundamente su racionalismo—. ¿Por qué los ángeles tocaban
jazz
?

—¿Quién sabe lo que hacen los ángeles?

Él meneó la cabeza.

—Ni siquiera sé si es una comedia, una sátira o qué coño es —dijo—. ¿Tú sabes lo que es?

—Yo creo que es muy divertido.

—¿Así que quieres quedarte?

—Quiero quedarme.

La segunda mitad fue incluso más embrollada que la primera, y las sospechas se despertaron en Jude a medida que se daba cuenta de que la parodia y el plagio eran una pantalla de humo para ocultar el azoramiento de los creadores ante su propia sinceridad. Al final, con los ángeles de Charlie Parker sollozando sobre el tejado del establo y Papá Noel cantando una nana en el pesebre, la obra cayó en la afectación. Pero incluso aquello fue curiosamente conmovedor. El niño había nacido. La luz había llegado al mundo de nuevo, aunque fuera con el acompañamiento de unos elfos que bailaban claqué.

Cuando salieron, el viento traía aguanieve.

—Frío, frío, frío —dijo Marlin—. Será mejor que eche una meada.

Volvió dentro para ponerse a la cola de los aseos y dejó a Jude en la puerta, observando cómo los copos de nieve aguada atravesaban la luz de la farola. El teatro no era muy grande, por lo que la gran mayoría de los espectadores salió en un par de minutos, con los paraguas en alto y las cabezas agachadas, y abandonó el Village en busca de sus coches o de un lugar en el que pudieran introducir algo de alcohol en sus organismos y ejercer de críticos. La luz que había sobre la puerta principal se apagó. Un hombre del servicio de limpieza salió del teatro con una bolsa de basura de plástico negro y un cepillo, y comenzó a barrer el vestíbulo sin prestar la más mínima atención a Jude (que era, obviamente, su último ocupante) hasta que llegó a donde se encontraba, momento en que le dirigió una mirada tan venenosa que ella decidió abrir su paraguas y esperar en las oscuras escaleras. Marlin se estaba tomando su tiempo para vaciar la vejiga. Solo esperaba que no se estuviera acicalando, alisándose el pelo y refrescando su aliento, con la esperanza de llevarla a la cama.

Lo primero que percibió del ataque fue un movimiento que apreció por el rabillo del ojo: una forma borrosa que se aproximaba a ella a toda velocidad a través de los cada vez más abundantes copos de nieve. Asustada, se giró hacia el asaltante. Tuvo tiempo de reconocer el rostro de la Tercera Avenida; para entonces, el hombre ya estaba casi encima de ella.

Abrió la boca para gritar mientras se giraba para volver a entrar al teatro. El hombre de la limpieza había desaparecido. Y lo mismo había sucedido con su grito, atrapado en la garganta gracias a las manos del desconocido. Eran unas manos expertas. Hacían un daño terrible e impedían que pasara la más nimia cantidad de aire a sus pulmones. Le entró el pánico; se vino abajo; se desplomó. Él sostuvo su peso y controló sus movimientos. En medio de la desesperación, lanzó el paraguas al vestíbulo con la esperanza de que hubiese alguien fuera de la vista, en la taquilla, al que pudiera alertar del riesgo que corría. Entonces la arrastraron desde la penumbra hasta la oscuridad casi total, y se dio cuenta de que ya era casi demasiado tarde. Estaba empezando a marearse; sus pesados miembros ya no le respondían. En semejantes tinieblas, el rostro de su asaltante volvió a convertirse en un borrón con dos oscuros agujeros. Se zambulló en ellos con el deseo de tener la fuerza suficiente para apartar la mirada de ese vacío; sin embargo, a medida que él se acercaba más, un destello de luz se posó sobre la mejilla del hombre y Jude vio, o creyó ver, las lágrimas que se derramaban de sus oscuros ojos. Justo entonces la luz desapareció, no solo de su mejilla sino de todo el mundo. Y, mientras todo se desvanecía, solo podía aferrarse a la idea de que su asesino la conocía…

—¿Judith?

Alguien la abrazaba. Alguien le gritaba. No el asesino, sino Marlin. Se acomodó en sus brazos y vislumbró la imagen borrosa de su asaltante corriendo a lo largo de la acera y perseguido por otro hombre que le pisaba los talones. Volvió su mirada hacia Marlin, que le estaba preguntando si estaba bien, y de nuevo hacia la calle cuando sonó un chirrido de frenos y el fallido asesino fue derribado por un coche que pasaba a toda velocidad; el automóvil hizo unas cuantas eses, con las ruedas bloqueadas, mientras se deslizaba sobre el asfalto cubierto de nieve y arrojaba el cuerpo del hombre por encima de su capó hacia un coche aparcado. El perseguidor se hizo a un lado cuando el vehículo se montó en la acera y se estrelló contra una farola.

Jude estiró un brazo en busca de otro punto de apoyo que no fuera Marlin, y sus dedos encontraron la pared. Ignoró las advertencias de que se quedara quieta y comenzó a dar tumbos hacia el lugar en el que había caído su asesino. Alguien ayudaba al conductor a salir de su destrozado vehículo entre una retahíla de obscenidades. Apareció más gente en escena para sumarse a la creciente multitud, pero Jude ignoró sus miradas y cruzó la calle, con Marlin a su lado. Estaba decidida a llegar hasta el cuerpo antes que cualquier otro. Quería verlo antes de que lo tocaran; quería ver sus ojos abiertos y grabar su expresión moribunda; conocerlo, por el bien de su memoria.

Lo primero que descubrió fue la sangre, rociada sobre el barro grisáceo del suelo y, a continuación, un poco más allá, al propio asesino, reducido a una masa informe sobre la cuneta. Sin embargo, cuando se encontraba a pocos metros de él, un estremecimiento sacudió la columna vertebral del cadáver y lo hizo girar, de modo que su rostro dio la bienvenida a los copos que caían. Acto seguido, por imposible que pareciera dado el golpe que había recibido, la silueta comenzó a ponerse en pie. Jude vio que el hombre estaba cubierto de sangre, pero también se dio cuenta de que estaba casi entero.
No es humano
, pensó mientras el hombre se ponía de pie;
sea lo que sea, no es humano
. Marlin soltó un gruñido de repugnancia a sus espaldas, y una de las mujeres que estaban en la acera gritó. La mirada del hombre se giró hacia la señora de la acera que había gritado, titubeó y regresó a Jude.

Ya no era un asesino. Como tampoco era Cortés. Si tenía una identidad propia, quizá fuera su rostro: desgarrado por las heridas y las dudas, patético, perdido. Observó que su boca se abría y se cerraba, como si tratara que decirle algo. En ese momento, Marlin hizo ademán de seguirlo y el hombre echó a correr. Que después de semejante accidente sus piernas consiguieran moverse, fuera a la velocidad que fuera, era todo un milagro, y sin embargo desapareció con una rapidez que Marlin no tenía esperanza alguna de igualar. Llevó a cabo un amago de persecución, pero se rindió en el primer cruce y regresó junto a Jude sin aliento.

—Drogas —dijo, y era obvio que estaba furioso por haber perdido su oportunidad de convertirse en un héroe—. El cabrón está drogado y no siente ningún dolor. Ya verás cuando le dé el bajón, va a caerse muerto. ¡Qué cabrón! ¿De qué te conocía?

—¿Me conocía? —respondió ella; le temblaba todo el cuerpo, y el alivio de haber escapado, sumado al terror que le producía haber estado tan cerca de perder su vida, le llenó los ojos de lágrimas.

—Te llamó Judith —dijo Marlin.

En su mente, vio cómo los labios del asesino se abrían y se cerraban, y leyó en ellos las sílabas de su nombre.

—Drogas —repetía Marlin una y otra vez, y ella no desperdició el aliento en discusiones, a pesar de que no le cabía duda de que estaba equivocado. La única droga que había en el organismo del asesino había sido la determinación, y esa no le provocaría un bajón, ni esa noche ni nunca.

Capítulo 4
1

O
nce días después de haber llevado a Estabrook al campamento de Streatham, Chant se dio cuenta de que pronto tendría una visita. Vivía solo y de forma anónima en un apartamento de una sola habitación en un edificio que pronto sería derrumbado, cerca de Elephant y Castle, una dirección que no le había dado a nadie, ni siquiera al hombre para el que trabajaba. Por supuesto, todo ese insignificante secretismo no evitaría que sus perseguidores dieran con él. Al contrario que el
homo sapiens
, una especie a la que su largamente fallecido amo Sartori tenía la costumbre de llamar «la flor del árbol de los simios», los de la raza de Chant no podían ocultarse de los agentes del olvido cerrando una puerta y bajando las persianas. Eran como balizas de señales para aquellos que les daban caza.

Los seres humanos lo tenían mucho más fácil. Las criaturas que se alimentaron de ellos en épocas anteriores eran ahora especímenes de zoológico, criados en jaulas para diversión del simio que había salido victorioso. Ellos, esos simios, no tenían la menor idea de lo cerca que estaban de acabar en un estado en el que las bestias devoradoras de la infancia de la Tierra no serían más que diminutos mosquitos. Ese estado era conocido como el «
In Ovo
», y más allá de él había cuatro mundos, los así denominados «Dominios reconciliados». Esos reinos estaban llenos de maravillas: individuos bendecidos con atributos que, de haber estado en aquel Quinto Dominio, los habrían convertido en santos, en mártires de la hoguera o en ambas cosas; cultos que poseían secretos capaces de destronar en un instante tanto los dogmas de fe como las leyes físicas; una belleza que dejaría ciego al sol y obligaría a la luna a soñar con la fertilidad. Todo esto estaba separado de la Tierra (el irreconciliable Quinto Dominio) por el abismo del In Ovo.

Por supuesto, no era una distancia insalvable. Sin embargo, el poder para cruzarla (al que por lo general llamaban «magia» llenos de desprecio) había menguado en el Quinto desde que Chant llegara allí por primera vez. Había visto cómo los muros de la razón se alzaban contra él, ladrillo a ladrillo. Había visto cómo sus practicantes eran atrapados y convertidos en objetos de escarnio; había visto cómo sus teorías se desintegraban en la decadencia y la parodia; cómo sus objetivos eran olvidados con el tiempo. El Quinto se estaba ahogando en sus propias certezas, y sin bien a él no le proporcionaba placer alguno la idea de perder la vida, no lamentaría alejarse de aquel duro y nada poético Dominio.

Fue hasta la ventana y contempló el patio desde la quinta planta en la que se encontraba. Estaba vacío. Todavía le quedaban algunos minutos para escribirle la carta a Estabrook. Volvió a su mesa y comenzó de nuevo, por novena o décima vez. Quería decirle muchísimas cosas, pero sabía que Estabrook desconocía por completo la implicación de su familia, a cuyo nombre él había renunciado, en el destino de los Dominios. Ya era demasiado tarde para ilustrarlo. Una advertencia tendría que ser suficiente. Sin embargo, ¿cómo plasmarla en palabras de modo que no parecieran los desvaríos de un chiflado? Empezó a escribir de nuevo y expuso los hechos de la forma más sencilla que pudo, aunque dudaba mucho que aquellas palabras pudieran salvar la vida de Estabrook. Si los poderes que rondaban en ese mundo aquella noche querían acabar con él, nada que no fuera la intervención del Propio
Invisible
, Hapexamendios, el Todopoderoso Ocupante del Primer Dominio, lo salvaría.

Una vez terminada la nota, se la metió en el bolsillo y se dispuso a salir a la oscuridad de la calle. Justo a tiempo. En el gélido silencio, pudo escuchar el sonido de un motor demasiado silencioso para pertenecer a cualquiera de los vecinos y, al asomarse por encima del antepecho, vio a unos hombres que salían del coche más abajo. No había la menor duda de que eran sus visitantes. Los únicos vehículos tan brillantes que había visto por allí eran los coches fúnebres. Se maldijo. El cansancio lo había vuelto perezoso y había dejado que sus enemigos se acercaran peligrosamente. Bajó agachado las escaleras traseras (contento, por una vez, de que hubiera tan pocas luces en los descansillos) mientras sus visitantes caminaban a grandes pasos hacia la entrada. Los sonidos de la vida llegaban desde los apartamentos que dejaba atrás: villancicos en la radio; discusiones; la risa de un bebé que más tarde se transformó en llanto, como si presintiera que se acercaba el peligro… Chant no conocía a ninguno de sus vecinos, salvo como elusivos rostros entrevistos a través de las ventanas, y ahora, aunque ya era demasiado tarde para eso, se arrepentía de ello.

Llegó ileso a la planta baja y, una vez descartada la idea de recoger su coche del patio, se encaminó a la calle que soportaba más tráfico a esa hora de la noche: Kennington Park Road. Si tenía suerte, allí podría encontrar un taxi, aunque a esa hora de la noche no pasaban con mucha frecuencia. Era más difícil encontrar clientes en esa zona que en Covent Garden o en la calle Oxford, y mucho más probable que dichos clientes dieran problemas. Se permitió echar una mirada atrás y después se giró en redondo para echar a volar.

2

Aunque, por norma general, era la luz del día lo que mostraba al pintor los defectos de su obra, Cortés trabajaba mejor de noche: los instintos de un amante se trasladaban a un arte más simple. En la semana aproximadamente que había transcurrido desde que regresara a su estudio, el lugar se había convertido de nuevo en un lugar de trabajo: en el ambiente se entremezclaban el aroma penetrante de la pintura y la trementina con el de las colillas consumidas de los cigarrillos que había dejado en cada estante y plato disponible. A pesar de que había hablado con Klein a diario, todavía no había señal de un encargo, por lo que había pasado el tiempo reeducándose. Como Klein había señalado de forma tan clara, era un técnico sin una visión, y eso hacía que aquellos días de vagancia resultaran difíciles. Hasta que no tuviese un estilo que forjar, se sentiría apático, como un moderno Adán que hubiera nacido con el poder de encarnar a alguien pero que careciera de modelos. Así que se impuso un ejercicio. Pintaría un lienzo con cuatro estilos radicalmente diferentes: un Norte cubista, un Sur impresionista, un Este al estilo de Van Gogh y un Oeste al estilo de Dalí. Como modelo tomaría la
Cena en Emaús
, de Caravaggio. El desafío le supuso una saludable distracción, y todavía seguía con ello a las tres y media de la madrugada, cuando sonó el teléfono. La línea tenía interferencias, y la voz al otro lado sonaba dolida y nerviosa, pero era sin duda la de Judith.

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