—Bueno, ¿y cuándo vamos a conocer a este dechado de virtudes? —le preguntó Clem en el momento de la despedida.
—Dentro de poco —contestó ella.
—Te ha dado fuerte, ¿verdad?
—¿Tú crees?
—Tienes un aspecto… no sé cómo decirlo exactamente, ¿relajado, tal vez? Nunca te había visto así.
—No estoy segura de haber sentido antes lo que siento ahora.
—Bueno, pues asegúrate de que no perdemos a la Jude que todos conocemos y queremos, ¿vale? —le advirtió Clem—. Demasiada tranquilidad no es buena para la circulación. Todo el mundo necesita un ataque de ira de vez en cuando.
El significado real de aquella conversación no caló en Jude hasta esa misma noche, cuando se dio cuenta, mientras esperaba a Oscar en la planta baja y disfrutaba, entretanto, de la tranquilidad de la casa, del ser tan pasivo en el que se había convertido. Era como si la mujer que había sido, esa Jude repleta de arrebatos de furia y opiniones, hubiera mudado la piel y hubiese aparecido una nueva Jude, mucho más sensible, que se encontraba en periodo de espera. Las instrucciones no tardarían en llegar, suponía ella; no podía pasarse el resto de la vida en ese estado de serenidad. Y tenía muy claro a quién tenía que pedir las instrucciones; al hombre que acababa de entrar en el recibidor y cuya voz le aceleraba el corazón y hacía que comenzara a darle vueltas la cabeza: Oscar Godolphin.
Sin embargo, si Oscar era la buena noticia que esas semanas habían traído consigo, Kuttner Dowd era la mala. Era lo bastante astuto como para haberse percatado, en muy poco tiempo, de que Jude apenas tenía conocimiento alguno sobre los Dominios, a pesar de que la conversación que habían mantenido en el Retiro sugiriera lo contrario; y, en lugar de convertirse en la fuente de información que ella había esperado que fuera, se había transformado en un ser taciturno, receloso y brusco en ocasiones, si bien se cuidaba mucho de comportarse de ese modo en presencia de Oscar. De hecho, cuando los tres estaban juntos la colmaba de atenciones, ironía que Oscar no captaba, puesto que estaba tan acostumbrado a los agasajos de Dowd que apenas le prestaba atención.
Jude no tardó mucho en responder a las sospechas con sospechas, y estuvo a punto de discutir el tema de Dowd con Oscar en un par de ocasiones. Que no lo hubiera hecho se debía a lo que había contemplado en el Retiro. Dowd se había ocupado con una enorme frialdad de los cadáveres, y su eficiencia era prueba más que suficiente de que no era la primera vez que asistía a su señor en semejantes circunstancias. Como tampoco había buscado alabanza alguna por su trabajo, al menos no en presencia de ella. Cuando la relación entre señor y empleado estaba tan arraigada como para que un acto criminal, la desaparición de dos cadáveres, no fuera más que una simple tarea sin importancia, lo mejor era no inmiscuirse entre ellos, en opinión de Jude. Ella era la intrusa, la niña que soñaba con haber pertenecido al señor desde el principio de los tiempos. No podía competir con Dowd a la hora de ganar la atención de Oscar; además, cualquier intento de sembrar la discordia entre ellos podría acabar redundando en su contra con suma facilidad. Por tanto, guardó silencio y dejó que las cosas siguieran funcionando con suavidad, sin sobresaltos. Hasta ese primer día de lluvia.
Habían planeado asistir a la ópera el 2 de marzo, de modo que Jude había pasado la mayor parte de la tarde preparándose tranquilamente para la velada; se demoró algo más de tiempo en la elección del vestido y los zapatos, pero le gustaba recrearse en la indecisión. Dowd había salido a la hora del almuerzo, ocupado con un asunto urgente de Oscar sobre el cual ella no tenía intención alguna de preguntar. Se le había advertido nada más llegar a la casa que no sería bienvenida ninguna pregunta acerca de los negocios de Oscar, y no había incumplido ese decreto hasta el momento; no entraba dentro de las funciones de una amante. Sin embargo, ese día, tras haber visto a Dowd inusualmente nervioso en el momento de su partida, Jude se descubrió preguntándose acerca de la naturaleza de los negocios de Godolphin mientras se bañaba y se vestía. ¿Estaría en Yzordderrex? Estaba segura de que Cortés pisaba en aquel momento las calles de esa ciudad, junto a su compañero del alma, el asesino. Tan solo dos meses atrás, mientras las campanas de Londres anunciaban la llegada del Año Nuevo, había jurado seguirlo a Yzordderrex. No obstante, el mismo hombre cuya compañía había buscado con el fin de que la guiara hasta esa ciudad había acabado por distraerla de su propósito. Si bien sus pensamientos volvían con frecuencia a esa misteriosa urbe, ya no despertaba en ella el mismo interés que antes. Le habría gustado saber si Cortés estaba sano y salvo en esas calles veraniegas, y podría haber disfrutado de una descripción de sus barrios más sórdidos, pero el hecho de que hubiese jurado contemplarla se le antojaba un tanto absurdo en ese momento. En casa de Oscar tenía todo lo que deseaba.
Y no solo era su curiosidad acerca del resto de los Dominios lo que había deslustrado su estado de felicidad; también se había enfriado la curiosidad por los sucesos que tenían lugar en su propio planeta. Aunque la televisión, con su soporífera presencia, murmuraba sin cesar en uno de los rincones de su habitación, apenas prestaba atención a los detalles, y habría hecho caso omiso del noticiario de media tarde de no ser porque un pequeño detalle hizo que se acordara de Charlie.
Habían encontrado tres cuerpos semienterrados en Hampstead Heath, y el estado mutilado de los cadáveres, continuaba la noticia, parecía indicar que se trataba de un asesinato ritual. Las investigaciones preliminares sugerían que los fallecidos se movían en los círculos del grupo de practicantes de magia negra y ocultismo que existía en la ciudad, algunos de los cuales creían que se estaba llevando a cabo algún tipo de
vendetta
contra ellos, a la luz de las restantes muertes y desapariciones que estaba sufriendo su grupo. Para redondear la noticia, se mostraba una grabación de los miembros de la policía rastreando entre los arbustos y la maleza de Hampstead Heath, bajo una lluvia incesante que dificultaba su tarea. La noticia la inquietó por dos razones, cada una de ellas relacionada con un hermano diferente: la primera, porque le trajo recuerdos de Charlie, sentado en el viciado cuartucho de la clínica, con la vista clavada en la estufa y rumiando la posibilidad del suicidio; la segunda, porque tal vez esa
vendetta
pudiera poner en peligro a Oscar, dado que estaba más implicado en la práctica del ocultismo que cualquier otra persona.
Pasó el resto de la tarde preocupada por esas cuestiones, situación que se agravó cuando Oscar no regresó a casa a las seis. Dejó de arreglarse para la noche en la ópera y se dispuso a esperarlo abajo, con la puerta principal abierta para observar cómo la lluvia golpeaba los arbustos que se alineaban junto a los escalones. Regresó a las siete menos veinte junto a Dowd, que apenas había puesto un pie en el recibidor cuando anunció que no habría ópera esa noche. Godolphin lo contradijo de inmediato, para disgusto de su empleado, y ordenó a Jude que subiera a arreglarse, ya que se marcharían en veinte minutos.
A medida que subía por las escaleras, Jude escuchó a Dowd decir:
—¿Sabe que McGann quiere verlo?
—Podemos ocuparnos de los dos asuntos a la vez —contestó Oscar—. ¿Has sacado el traje negro? ¿No? ¿Qué has estado haciendo todo el día? No, no me lo digas. Al menos, no con el estómago vacío.
A Oscar le sentaba bien el negro y así se lo hizo saber Jude cuando, veinticinco minutos después, se reunió con ella en la planta baja. En respuesta al cumplido, él sonrió y le dedicó una pequeña reverencia.
—Y tú jamás has estado más encantadora —le contestó—. ¿Sabes que no tengo ni una sola fotografía tuya? Me gustaría tener una para llevarla en la cartera. Le diré a Dowd que se encargue de ese detalle.
Para entonces, la ausencia de Dowd resultaba más que notable. La mayoría de las noches ejercía de chófer, pero esa noche tenía otras cosas de las que ocuparse, según parecía.
—Nos perderemos el primer acto —informó Oscar, una vez en el coche—. Tengo que hacer un pequeño recado en Highgate, si no te importa esperarme.
—En absoluto —contestó ella.
Él le dio unas palmaditas en la mano.
—No me llevará mucho tiempo —le dijo.
Tal vez por el hecho de que no conducía a menudo, Oscar se concentró en la tarea y Jude resistió la tentación de distraerlo con una conversación, si bien la cuestión de las noticias que había escuchado seguía preocupándola. No tardaron mucho en llegar, ya que condujeron por calles secundarias con el fin de evitar los atascos que la lluvia habría causado en las vías principales, pero, cuando lo hicieron, los aguardaba todo un chaparrón.
—Ya hemos llegado —informó Oscar, aunque la lluvia torrencial caía con tanta fuerza que Jude apenas distinguía lo que había a diez metros por delante de ellos—. Quédate aquí dentro, estarás calentita. No tardaré.
Oscar la dejó en el coche y atravesó con presteza el jardín en dirección a un edificio de aspecto corriente. Nadie lo recibió en la puerta principal; esta se abrió de forma automática y se cerró una vez que él estuvo dentro. No fue hasta que Oscar hubo desaparecido en el interior del edificio y el clamoroso tamborileo de la lluvia sobre el techo del coche se hubo apaciguado un tanto, que ella se inclinó hacia delante para observar el edificio a través del agua que se deslizaba sobre el parabrisas. A pesar de la lluvia, reconoció de inmediato el lugar: la torre del sueño del ojo azul. Con la respiración acelerada y de modo inconsciente, su mano se dirigió a la puerta y la abrió al tiempo que expresaba su negativa.
—¡No! ¡No…!
Salió del coche y alzó el rostro hacia la fría lluvia para recibir un recuerdo aún más helado. Había dejado que aquel lugar (como también el viaje que la había llevado hasta allí, un viaje en el que su mente se había aventurado por las calles, rozando el sufrimiento de una mujer anónima aquí y la ira de otra más allá) se deslizara hacia el incierto territorio que separaba los recuerdos del mundo real de aquellos pertenecientes a los sueños. En principio, se había negado a creer que hubiera sucedido. Sin embargo, ahí estaba el lugar, hasta la última ventana y el último ladrillo. Y si el exterior era exactamente igual que en su sueño, ¿por qué debería dudar acerca del interior?
Había un sótano de pasadizos laberínticos, según recordada, cuyas paredes estaban cubiertas por estanterías repletas de libros y manuscritos. También recordaba un muro (y una pareja echando un polvo contra él) y, detrás, oculta a la vista de todos salvo a la suya, una celda en la que una mujer atada había yacido sumida en total oscuridad durante una dolorosa eternidad. En ese momento, volvió a recrear en su mente el grito de la prisionera: ese aullido que dejaba entrever su locura y que la había sacado del subsuelo para llevarla de vuelta a través de las calles oscuras, hasta la seguridad de su casa y su propia cabeza. Se preguntó si aquella mujer seguiría gritando o si habría caído en ese estado comatoso del que había sido despertada de un modo tan cruel. La idea del sufrimiento que debía de estar soportando le llenó los ojos de lágrimas, que se mezclaron con la lluvia.
—¿Qué estás haciendo?
Oscar había salido de la torre y corría sobre la gravilla de vuelta al coche, con la chaqueta alzada sobre la cabeza para protegerse de la lluvia.
»Cariño, vas a coger una pulmonía. Entra en el coche. Por favor, por favor… Métete en el coche.
Jude hizo lo que le pedía, mientras la lluvia se deslizaba por su cuello.
—Lo siento —se disculpó—. Yo… me preguntaba dónde habrías ido, nada más. Y, después…, no lo sé. Ese lugar me pareció familiar.
—No es un sitio relevante —le dijo él—. Estás temblando. ¿Te gustaría que dejáramos lo de la ópera?
—¿No te importa?
—Ni lo más mínimo. El placer no debería ser una molestia. Estás empapada, tienes frío y no podemos permitir que pilles un resfriado. Con un enfermo tenemos más que de sobra…
Jude no pidió explicaciones acerca del último comentario, ya tenía demasiado; al menos, en la cabeza. Sentía ganas de llorar, si bien no sabía si de alegría o de tristeza. El sueño que había descartado como una simple fantasía estaba enraizado en un hecho sólido, y a ese hecho sólido que se encontraba a su lado, Godolphin, le preocupaba algo crucial. Ella se había dejado engatusar por su estudiada moderación a la hora de referirse a las cosas: el modo en que hablaba de viajar a los Dominios, como si no fuese más que coger un tren; o la descripción de sus expediciones a Yzordderrex, como si fueran simples excursiones turísticas que todavía no estaban disponibles para la gran mayoría de los mortales. No obstante, su modo de simplificar las cosas solo era una fachada, ya fuera consciente o inconsciente, una táctica que empleaba para ocultar la verdadera importancia de sus negocios. La ignorancia dé Oscar, o su arrogancia, podrían arrastrarlo a la muerte; o eso era lo que Jude comenzaba a sospechar y, de ahí, el motivo de su tristeza. ¿Y la alegría? Esta provenía de la posibilidad de salvarlo y de que él, gracias a la sensación de gratitud, aprendiera a amarla.
Una vez en casa, ambos se quitaron el atuendo formal. Cuando Jude salió de su habitación en la planta alta, descubrió que Oscar la esperaba en las escaleras.
—Me preguntaba si no deberíamos tener una charla.
Bajaron las escaleras y se dirigieron al meticuloso desorden que presentaba el salón. La lluvia golpeaba la ventana. Oscar corrió las cortinas y sirvió dos copas de
brandy
para entrar en calor. Una vez le dio la copa, se sentó frente a Jude.
—Tú y yo tenemos un problema.
—¿En serio?
—Hay muchas cosas que debemos decirnos el uno al otro. Al menos… creo que es mutuo; pero por mi parte, es cierto que…, es cierto que hay muchas cosas que quiero decirte, aunque no sé por dónde narices empezar. Soy consciente de que te debo unas cuantas explicaciones: sobre lo que viste en la propiedad Godolphin; sobre Dowd y los anuladores; y sobre lo que sucedió con Charlie. Y eso es solo el principio. Y lo he intentado, de verdad; he intentado encontrar el modo de explicártelo todo. Pero, para serte sincero, yo tampoco estoy muy seguro de cuál es la verdad. La memoria suele jugar malas pasadas… —Jude dejó escapar un murmullo de aprobación ante ese comentario—, especialmente cuando estás tratando con personas y lugares que parecen pertenecer en parte a tus sueños. O a tus pesadillas. —Apuró el
brandy
de un trago y cogió la botella que había dejado en la mesita situada junto a él.