Examinó la pintura durante varios minutos después de que Jude se fuera, preparándose mientras tanto para volver a atacar el lienzo. Pero, cuando llegó el momento de hacerlo, descubrió que le flaqueaban las fuerzas. Le temblaban las manos y tenía las palmas sudorosas; sus ojos contemplaban la imagen sin entusiasmo alguno… Retrocedió unos pasos, temeroso de tocarla en semejante estado de debilidad, ya que cabía la posibilidad de deshacer lo poco que había conseguido. Una pintura podía desvanecerse con mucha facilidad. Unas cuantas pinceladas inapropiadas podrían lograr que una semejanza (a un rostro, a la obra de otro pintor) desapareciera del lienzo para siempre. Esa noche sería mejor dejarlo tal y como estaba; sería mejor descansar y esperar que, por la mañana, se sintiera con más fuerzas.
Soñó con la enfermedad. Estaba tumbado en la cama, desnudo bajo una delgada sábana blanca, y temblaba tanto que le castañeteaban los dientes. La nieve caía del cielo de modo intermitente y no se derretía al tocar su carne porque él estaba más helado que los copos. Había varias personas en la habitación y trataba de decirles que tenía mucho frío; pero, al parecer, su voz carecía de fuerza y las palabras salían en forma de jadeos, como si estuviese luchando por exhalar su último aliento. Comenzó a temer que aquel estado onírico resultase letal; que la nieve y la incapacidad para respirar acabaran siendo la causa de su muerte. Tenía que reaccionar. Tenía que levantarse de esa cama tan dura y demostrar a todos esos dolientes que se habían adelantado al momento.
Con una lentitud casi dolorosa, acercó las manos al borde del colchón con la esperanza de poder incorporarse, pero las sábanas estaban resbaladizas a causa de su propio sudor y no pudo agarrarse con firmeza. El miedo se transformó en pánico y la desesperación le arrancó otra nueva andanada de jadeos, más desaforados que los anteriores. Intentó que se dieran cuenta de su situación, pero la puerta de su habitación estaba abierta y los dolientes habían desaparecido tras ella. Podía escucharlos en otra sala: reían y hablaban. Pudo ver un rayo de sol junto a la puerta. En la otra habitación era verano. Allí, donde él se encontraba, no había más que un frío helado que le paralizaba el corazón y se lo apretaba cada vez con más fuerza. Abandonó su intento de imitar a Lázaro y apoyó las palmas de las manos sobre las sábanas y cerró los ojos. El sonido de las voces que llegaban de la habitación contigua fue disminuyendo hasta que se convirtió en un murmullo. Los latidos de su corazón se hicieron menos evidentes. Sin embargo, en su lugar aparecieron otros sonidos. En el exterior, soplaba el viento y las ramas de los árboles chocaban contra las ventanas. Escuchó cómo se elevaba la voz de alguien en una plegaria; otra de las voces solo sollozaba. ¿A qué se debía tanta tristeza? No a su muerte, estaba claro. Era demasiado insignificante como para merecer semejantes lamentos. Volvió a abrir los ojos. La cama había desaparecido, junto con la nieve. La luz de un relámpago dibujó la silueta de un hombre que estaba en pie, observando la tormenta.
—¿Puedes hacerme olvidar? —se descubrió diciendo—. ¿Conoces algún truco para hacerme olvidar?
—Por supuesto —fue la queda respuesta—. Pero en realidad no lo deseas.
—No, lo que deseo es la muerte, pero esta noche tengo demasiado miedo para enfrentarme a ella. Esa es la verdadera enfermedad: el miedo a la muerte. Pero puedo vivir con el olvido. Dámelo.
—¿Durante cuánto tiempo?
—Hasta el fin del mundo.
Otro relámpago hizo desaparecer la figura que se alzaba frente a él y, al instante, el resto de la escena. Desvanecido; olvidado. Cortés parpadeó para borrar la imagen de la ventana y la silueta que se había quedado grabada en su retina y, al hacerlo, traspasó el límite entre el sueño y la vigilia.
La habitación estaba fría, pero no tan helada como su lecho de muerte. Se incorporó hasta quedar sentado, mirándose primero las manos manchadas antes de desviar la vista hacia la ventana. Todavía no había amanecido, pero ya se escuchaba el ruido del tráfico en Edgware Road, un sonido que resultaba reconfortante. La pesadilla se desvanecía, gracias a la distracción que proporcionaban los ruidos y la vista, y se alegraba mucho de que fuera así.
Apartó las sábanas con un movimiento brusco y fue a la cocina en busca de algo para beber. En el frigorífico había un cartón de leche. Bebió el contenido, aunque estaba a punto de agriarse, consciente de que su agitado estómago no tardaría mucho en rechazarlo. Una vez que hubo saciado la sed se limpió la boca y la barbilla, luego se acercó al lienzo con el fin de contemplarlo de nuevo. Sin embargo, la intensidad del sueño del que acababa de despertar se burlaba de sus esfuerzos. No iba a conjurar al asesino con esa especie de magia tosca. Podría pintar una decena de cuadros, cientos, y aun así no sería capaz de plasmar la ambigüedad de Pai'oh'pah. Eructó y hasta su boca llegó el sabor de la leche agria. ¿Qué iba a hacer? ¿Encerrarse y dejar que las ganas de vomitar (provocadas por la visión del asesino) lo consumieran? ¿O darse un baño, mejorar su aspecto y salir en busca de algunos rostros que se interpusieran entre él y sus recuerdos? Cualquiera de las dos cosas sería inútil. Por tanto, solo quedaba una tercera opción, si bien no resultaba menos inquietante: encontrar a Pai'oh'pah en carne y hueso; enfrentarse a él; interrogarlo; hartarse de él hasta que se desvaneciera todo rastro de ambigüedad.
No dejó de estudiar el lienzo mientras analizaba la última posibilidad. ¿Qué tendría que hacer para encontrar al asesino? Interrogar a Estabrook, en primer lugar; eso no sería una labor muy ardua. Después, tendría que peinar la ciudad para encontrar ese sitio que Eastbrook afirmaba no poder recordar. Otra cosa que tampoco resultaría demasiado difícil. Mucho mejor que la leche agria y unos sueños más agrios aún.
A sabiendas de que era muy probable que a la luz del día perdiera su presente claridad mental y de que era mejor cortar al menos una de las vías de escape, apretó el tubo de pintura para ponerse en la mano un grueso gusano de amarillo cadmio y comenzó a extenderlo sobre el lienzo, todavía húmedo. El color borró al instante a los amantes, pero no estuvo satisfecho hasta haber cubierto la superficie de lado a lado. El color luchó por mantener su intensidad, pero no tardó en deteriorarse, contaminado por la oscuridad que trataba de ocultar. Cuando hubo terminado, no quedaba rastro alguno de su intento de plasmar a Pai'oh'pah.
Satisfecho, retrocedió y volvió a eructar. Las náuseas habían desaparecido. Se sentía extrañamente ligero. Tal vez le sentara bien la leche agria.
Pai'oh'pah estaba sentado en el escalón de la caravana, contemplando el cielo nocturno. Su mujer adoptiva y sus hijos dormían en las camas, a sus espaldas. Sobre él, en el cielo, las estrellas ardían tras el velo de una nube plateada. Rara vez se había sentido tan solo como en esos momentos. Desde que regresó de Nueva York había permanecido en un estado de inquietud constante. Algo iba a suceder, a él y a su mundo, pero no sabía qué. La ignorancia lo atormentaba, no solo porque se encontraba totalmente indefenso ante el inminente acontecimiento, sino porque la imposibilidad de predecir la naturaleza del suceso era una señal más que evidente del deterioro de sus habilidades.
La época en la que podía predecir acontecimientos futuros había llegado a su fin. Cada vez era más prisionero del presente. Ese presente, el cuerpo que ocupaba, también era mucho menos glorioso de lo que solía ser. Hacía tanto tiempo que no se entregaba del modo en que lo había hecho con Cortés, conformando su cuerpo según la voluntad de otro, que temía haber olvidado cómo se hacía. No obstante, el deseo de Cortés había sido lo bastante potente como para recordárselo, y su cuerpo aún se estremecía con las reverberaciones del tiempo que habían pasado juntos. Aunque no hubiera acabado bien, no se arrepentía de haber robado esos minutos. Era bastante posible que jamás volviera a vivir un encuentro semejante. Caminó desde la caravana hasta el perímetro del campamento. Las primeras luces del alba comenzaban a devorar las tinieblas. Uno de los chuchos del campamento, de vuelta tras una noche de aventura, se arrastró bajo dos planchas de hierro ondulado y se acercó a él meneando el rabo. Pai acarició el hocico del perro y le hizo cosquillas tras las orejas, mutiladas por un sinfín de peleas, deseando poder encontrar el camino de regreso a su hogar y a su amo con la misma facilidad.
Esmond Bloom Godolphin, el padre fallecido de Oscar y Charles, creía a pie juntillas que un hombre nunca podía tener suficientes refugios y, de los incontables proverbios de E.B.G., ese era el único que había ejercido alguna influencia sobre Oscar. Tenía nada menos que cuatro viviendas en Londres. La casa de Primrose Hill era su residencia principal, pero también tenía una segunda vivienda en Maida Vale, un piso pequeño en Notting Hill y la dirección que él ocupaba en esos momentos: un almacén sin ventanas, oculto entre un laberinto de ruinas y propiedades abandonadas cerca del río.
No era un lugar que le gustase visitar especialmente, y menos aún el día después de Navidad, pero había demostrado a lo largo de los años ser un sitio seguro para los asociados de Dowd, los anuladores, y ahora servía como capilla de descanso para el propio Dowd. Su cadáver desnudo yacía en el frío suelo de hormigón, cubierto por un sudario y rodeado de hierbas aromáticas; dichas hierbas habían sido recogidas y secadas en las mismas laderas del Jokalaylau, y ahora se quemaban en unos cuencos situados a los pies y a la cabeza del cuerpo, una vez cumplidos los rituales prohibidos en esa región. Los anuladores habían demostrado un escaso interés por la llegada del cadáver de su jefe. Solo eran funcionarios, incapaces de ir más allá de los procesos mentales más rudimentarios. Carecían de todo tipo de apetito físico: no conocían el deseo, el hambre, la sed ni la ambición. Se limitaban a pasar días y noches sentados en la oscuridad del almacén, a la espera de las instrucciones de Dowd. Oscar estaba lejos de sentirse cómodo en su compañía, pero le resultaba imposible marcharse antes de que todo hubiese concluido. Había traído un libro para leer: un almanaque sobre criquet cuya lectura le resultaba relajante. De vez en cuando se levantaba para volver a llenar los cuencos. No había otra cosa más que hacer aparte de esperar.
Ya había pasado un día y medio desde que convirtiese el asesinato de Dowd en un espectáculo: una actuación de la cual estaba orgulloso. Sin embargo, la víctima que tenía delante era una pérdida real. Dowd llevaba dos siglos al servicio de los Godolphin, pasando de padres a hijos, y estaría unido a ellos hasta que llegase el fin del mundo o bien el de la estirpe de Joshua, lo que sucediera en primer lugar. Y había sido un sirviente magnífico. ¿Quién podía preparar un
whisky
con soda mejor que él? ¿Quién podía secar y extender los polvos de talco con tanto cuidado entre los dedos de los pies de Oscar para evitar las frecuentes infecciones por hongos que padecía? Dowd era irremplazable y a Oscar le había costado muchísimo tener que tomar las brutales y necesarias medidas exigidas por las circunstancias. Pero lo había hecho a sabiendas de que, a pesar de que existía una diminuta posibilidad de que perdiera a su criado para siempre, una entidad como Dowd podía sobrevivir a ser destripado en tanto en cuanto los rituales de resurrección se llevaran a cabo de modo rápido y preciso. Oscar conocía dichos rituales. Había pasado muchas de las lánguidas noches yzordderrexianas encaramado sobre el tejado de la casa de Pecador para observar cómo se ocultaba la cola del cometa tras las torres del palacio del Autarca mientras ambos hablaban acerca de la teoría y la práctica de lances, edictos, pneumas, uredos y demás asuntos de Imajica. Conocía los aceites que debía introducir en el cuerpo de Dowd, así como las hierbas que debía quemar a su alrededor. Incluso tenía en la sala del tesoro una transcripción fonética del ritual, realizada por el mismo Pecador, por si acaso Dowd resultaba malherido en alguna ocasión. No sabía cuánto duraría el proceso, pero tenía muy claro que no debía alzar la sábana para ver si el pan de la vida se estaba horneando bien. Lo único que podía hacer era aguardar con la esperanza de haber hecho todo lo necesario.
Pasaban cuatro minutos de las cuatro cuando obtuvo la prueba de su buen hacer. Bajo la sábana se escuchó un jadeo y, un minuto después, Dowd se incorporó. El movimiento fue tan repentino e inesperado después de la larga espera que Oscar sucumbió al pánico; al levantarse, volcó la silla donde había estado sentado y el almanaque salió despedido de sus manos. A lo largo de su vida había sido testigo de muchas cosas que la gente del Quinto Dominio tomaría por milagrosas, pero nunca en un lugar tan siniestro como ese, mientras el mundo normal y corriente seguía su curso al otro lado de la puerta. Tras recuperar la compostura, trató de decir algo para darle la bienvenida, pero tenía la boca tan reseca que bien podía haber utilizado la lengua como papel secante. Se limitó a clavar la vista en Dowd, con la boca abierta, totalmente maravillado.
Dowd se había apartado la sábana de la cara y estaba observando la mano con la que lo había hecho. Su rostro parecía tan inexpresivo como los ojos de los anuladores que estaban sentados contra la pared de enfrente.
He cometido un terrible error,
pensó Oscar.
He traído de vuelta el cuerpo pero no el alma, ¡Dios mío! ¿Qué hago ahora?
Dowd siguió observándolo todo con una mirada vacía. Después, al igual que una muñeca a la que le hubieran insertado una mano en la espalda para recrear la ilusión de la vida e infundir un propósito a lo que no era más que un objeto inerte, alzó la cabeza y su semblante se desfiguró. Por la ira. Entrecerró los ojos y enseñó los dientes mientras hablaba.
—Se comportó mal conmigo —le dijo—. Muy mal.
Oscar tragó saliva, tan espesa como el lodo.
—Hice lo que consideré necesario —contestó, decidido a no acobardarse ante la criatura. Esta había jurado a Joshua que jamás causaría daño alguno a un Godolphin, por mucho que deseara hacerlo en el estado en que se encontraba.
—¿Qué le he hecho para que me humillara de esa manera? —preguntó Dowd.
—Tenía que demostrar mi lealtad a la Tabula Rasa. Ya conoces el motivo.
—¿Y es necesario que continúe humillándome? —dijo—. ¿Puedo, al menos, ponerme algo de ropa?
—Tu traje está manchado.
—Es mejor que no tener nada —replicó Dowd.