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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Imajica (Vol. 1): El Quinto Dominio (18 page)

BOOK: Imajica (Vol. 1): El Quinto Dominio
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Arrojó la carta a un lado y fue a contemplar su
Cena en Emaús.
¿Sería capaz de plasmar lo que había visto en alguno de aquellos estilos? Lo dudaba. Tenía que inventar una nueva tendencia. Entusiasmado con semejante objetivo, decidió poner fin a la
Cena
y comenzó a extender una capa de color parduzco directamente sobre el lienzo con la ayuda de una paleta, hasta que la escena quedó totalmente oculta bajo la pintura. En su lugar, quedó una extensión oscura sobre la que comenzó a trazar los contornos de una figura. Nunca había prestado mucha atención a la anatomía. A su parecer, el cuerpo masculino tenía poca atracción estética; y el femenino era demasiado mutable, variaba demasiado en función del movimiento y de la luz, de modo que, en su opinión, cualquier representación estática estaba condenada al fracaso desde el comienzo. No obstante, en ese momento quería representar una forma proteica, por muy imposible que fuera; quería encontrar el modo de fijar lo que había visto en la puerta de la habitación del hotel, cuando los diferentes rostros de Pai'oh'pah pasaran por delante de él como una baraja de cartas sobre la mesa de un ilusionista. Si era capaz de plasmar esa imagen, o tan solo de empezar a hacerlo, tal vez pudiese encontrar el modo de controlar la sensación que lo atormentaba.

Trabajó con frenesí durante dos horas, exigiéndole a la pintura lo que jamás le había exigido, aplicando distintas capas con las paletas y los dedos en un intento por capturar, al menos, la forma y las proporciones de la cabeza y el cuello de la criatura. Podía ver con toda claridad la imagen en su mente (desde aquella noche, los recuerdos lo asaltaban a cada minuto), pero hasta el esbozo más simple se negaba a que su mano lo plasmara. Estaba muy mal equipado para la tarea. No había sido más que un parásito durante demasiado tiempo, un simple imitador que copiaba las visiones de otros hombres. Ahora que finalmente tenía la suya propia (solo una, pero eso era lo que la hacía tan valiosa), no era capaz de reflejarla en el lienzo. Sentía ganas de echarse a llorar y admitir así su derrota, pero se encontraba demasiado cansado. Con las manos aún cubiertas de pintura, se tumbó sobre las heladas sábanas y esperó a que el sueño se llevara su confusión.

A medida que el sueño se apoderaba de él, lo asaltaron dos ideas. La primera, que con semejante cantidad de pintura pardusca en las manos parecía haber estado jugando con su propia mierda. La segunda, que el único modo de solucionar el problema con el lienzo consistía en volver a ver en carne y hueso al modelo; idea que acogió de buen grado antes de entregarse al sueño, liberado de sus engaños y ortodoxias y con una sonrisa en los labios al pensar en la posibilidad de contemplar de nuevo el extraño rostro de ese ser.

Capítulo 11

A
pesar de que el viaje desde la casa de Godolphin en Primrose Hill hasta la Torre de Tabula Rasa era corto, y de que Dowd había llegado a Highgate a las seis en punto, Oscar sugirió que condujeran a través de Crouch End para después atravesar Muswell Hill y regresar a la torre, de modo que llegaran diez minutos tarde.

—No debemos parecer demasiado ansiosos por humillarnos —comentó mientras se aproximaban a la torre por segunda vez—. Eso solo conseguiría aumentar su arrogancia.

—¿Debo esperar aquí abajo?

—¿Aterido y solo? Mi querido Dowdy, de ninguna de las maneras. Subiremos juntos y llevaremos nuestros dones.

—¿Qué dones?

—Nuestro ingenio, nuestro buen gusto en lo que a trajes se refiere, bueno, mi buen gusto… En resumen, nosotros mismos.

Salieron del coche y se dirigieron al porche; cada uno de sus pasos era registrado por las cámaras que había instaladas encima de la puerta. El dispositivo de cierre emitió un chasquido cuando se aproximaron, permitiéndoles pasar al interior. Al cruzar el vestíbulo de camino al ascensor, Godolphin susurró:

—Dowdy, pase lo que pase esta noche, por favor, recuerda…

No dijo más. Las puertas del ascensor se abrieron y apareció Bloxham, tan pulcro como siempre.

—Bonita corbata —le dijo Oscar—. El amarillo te sienta bien. —La corbata era azul—. No te importará que haya venido con Dowd, ¿verdad? No voy a ninguna parte sin él.

—No será bien recibido esta noche —dijo Bloxham.

Una vez más, Dowd se ofreció a esperar abajo, pero Oscar no estuvo de acuerdo.

—¡Que Dios nos proteja! —dijo—. Puedes esperar arriba. Disfruta de la vista.

A Bloxham le irritó muchísimo todo aquello, pero no resultaba fácil negarle algo a Oscar. Subieron en silencio. Una vez arriba, dejaron a Dowd solo y Bloxham acompañó a Godolphin hasta la sala. Estaban todos esperando y todos y cada uno de los rostros mostraba una expresión acusatoria. Unos cuantos (Shales, sin duda alguna, y Charlotte Feaver) ni siquiera trataron de ocultar el placer que les producía ver que finalmente llamaban al orden al miembro más vehemente e incorregible de la Sociedad.

—Vaya, lo siento —dijo Oscar mientras cerraban las puertas tras él—. ¿Habéis tenido que esperar mucho?

Fuera, en una de las antesalas desiertas, Dowd escuchaba su diminuta radio y meditaba. A las siete, el boletín de noticias emitió un informe sobre una colisión en la autopista que había acabado con la vida de una familia entera que viajaba al norte para pasar las Navidades; también de los motines producidos en las cárceles de Bristol y Manchester, cuyos presidiarios reclamaban que los regalos de sus seres queridos habían sido saboteados y destruidos por los oficiales de la prisión. Dieron la colección habitual de partes de guerra y después la previsión meteorológica, que prometía una Navidad gris, seguida de un brote primaveral. A la vista de pasadas experiencias, aquello haría florecer los crocos de Hyde Park solo para que las heladas los marchitaran en pocos días. A las ocho, cuando todavía aguardaba junto a la ventana, escuchó un segundo boletín que corregía uno de los informes del primero. Había un superviviente del choque de vehículos de la autopista: un bebé de tres meses que se había quedado huérfano, pero que había aparecido ileso entre el amasijo de hierros. Sentado en la fría penumbra, Dowd comenzó a llorar en silencio, si bien semejante experiencia quedaba tan lejos de su verdadera capacidad emocional como el frío de sus terminaciones nerviosas. No obstante, se había entrenado en el arte del sufrimiento con la misma dedicación que había puesto en fingir su humanidad, y por ello había aprendido a temblar. Su maestro: el Bardo;
El rey Lear,
su lección favorita. Lloró por el niño y por los crocos, y aún tenía los ojos húmedos cuando escuchó que las voces en el interior de la habitación se alzaban de repente, movidas por la furia. La puerta se abrió de golpe y Oscar le dijo que entrara, a pesar de los gritos de protesta de algunos de los restantes miembros.

—¡Esto es un ultraje, Godolphin! —aulló Bloxham.

—¡Me habéis obligado a hacerlo! —fue la respuesta de Oscar, en el punto álgido de su actuación. Estaba claro que lo estaba pasando mal. Los tendones del cuello parecían cuerdas anudadas; el sudor brillaba en las bolsas que había bajo sus ojos; cada palabra venía acompañada de una rociada de saliva—. ¡No sabéis ni la mitad! —dijo—. Ni la mitad. Fuerzas que apenas podemos imaginar están conspirando en nuestra contra. Ese hombre, Chant, era sin duda uno de sus agentes. ¡Pueden tomar forma humana!

—Godolphin, esto es absurdo —dijo Alice Tyrwhitt.

—¿No me crees?

—No, no te creo. Y te aseguro que no quiero que tu amiguito esté aquí escuchando cómo discutimos. ¿Harías el favor de sacarlo fuera de la sala?

—Él posee las evidencias que apoyan mi teoría —insistió Oscar.

—Vaya, ¿de verdad? —dijo Shales.

—Tendrá que mostrároslas él mismo —respondió Oscar al tiempo que se giraba hacia Dowd—. Me temo que vas a tener que enseñárselas —le dijo y, mientras hablaba, se metió la mano en el interior de la chaqueta.

Un instante antes de que apareciera el cuchillo, Dowd se dio cuenta de las intenciones de Godolphin y trató de darse la vuelta, pero Oscar tenía ventaja y el arma salió de su escondite con un destello. Dowd sintió la mano de su amo en el cuello y escuchó los gritos de horror procedentes de todas partes de la sala. A continuación, lo lanzaron sobre la mesa y lo tumbaron bajo las luces como a un paciente poco dispuesto. La cirugía vino acto seguido en forma de una rápida cuchillada que golpeó a Dowd en medio del pecho.

—¿Queréis pruebas? —aulló Oscar por encima de los alaridos de Dowd y el estrépito que había alrededor de la mesa—. ¿Queréis pruebas? ¡Pues aquí las tenéis!

Utilizó todo su peso para impulsar la hoja primero a la derecha y luego a la izquierda, sin encontrar costillas o esternón que obstaculizaran su avance. Tampoco había sangre; solo un fluido del color del agua sucia que manaba de las heridas y se deslizaba por la mesa. La cabeza de Dowd se sacudía de un lado al otro mientras le causaban semejante humillación, y solo en una ocasión alzó la vista para dedicarle a Godolphin una mirada condenatoria, pero el hombre se hallaba demasiado absorto con su tarea como para devolvérsela. A pesar de las protestas que llegaban de todos lados, no detuvo sus acciones hasta que el cuerpo que tenía ante él estuvo abierto desde el ombligo a la garganta y los forcejeos de Dowd hubieron cesado. El hedor del cadáver impregnaba la habitación: una penetrante mezcla de aguas residuales y vainilla que consiguió que dos de los espectadores corrieran hacia la puerta; uno de ellos, Bloxham, se vio sacudido por los vómitos antes de que pudiera llegar al pasillo. Pero sus arcadas y sus gemidos no retrasaron ni un ápice a Godolphin; sin dudarlo ni un momento, introdujo el brazo en la apertura corporal, rebuscó en el interior y sacó un puñado de entrañas. Era una masa nudosa de tejido azul y negro: la prueba final de la falta de humanidad de Dowd. Triunfante, lanzó las pruebas sobre la mesa al lado del cuerpo y después se separó de su obra de arte tras lanzar el cuchillo a la herida que había abierto. La representación completa no había durado más de un minuto, pero durante ese tiempo había logrado convertir la mesa de la sala en el mostrador de una pescadería.

—¿Satisfechos? —preguntó.

Habían cesado todas las protestas. Lo único que se oía era el siseo rítmico del fluido que manaba de una arteria seccionada.

En voz muy baja, McGann dijo:

—Eres un puto psicópata.

Oscar introdujo una mano en el bolsillo del pantalón con mucho cuidado y sacó un pañuelo limpio. Una de las últimas tareas que había realizado el pobre Dowd había sido plancharlo. Estaba inmaculado. Lo agitó hasta desdoblarlo y procedió a limpiarse las manos.

—¿De qué otro modo iba a demostrar que tengo razón? —dijo—. Vosotros me habéis obligado a hacer esto. Aquí tenéis las pruebas, en toda su gloria. No sé qué le ha ocurrido a Dowd, a mi amiguito, creo que lo llamaste, Alice, pero donde quiera que esté, esta cosa tomó su lugar.

—¿Cuánto hace que lo sabes? —preguntó Charlotte.

—Lo he sospechado durante las dos últimas semanas. Todo este tiempo estuve aquí, en la ciudad, para observar cada uno de sus movimientos mientras él, al igual que vosotros, creía que estaba retozando en climas más cálidos.

—¿Qué coño es este capullo? —quiso saber Lionel mientras daba un golpecito con el dedo a las entrañas alienígenas.

—Solo Dios lo sabe —respondió Godolphin—. Pero no es algo de este mundo, eso está claro.

—¿Qué quería? —inquirió Alice—. Eso es lo único que importa.

—Supongo que acceso a esta sala, lo que… —contempló uno a uno a los que estaban reunidos alrededor de la mesa— imagino que le procurasteis hace tres días. Confío en que ninguno de vosotros cometiera alguna indiscreción. —Hubo un intercambio de miradas furtivas—. Vaya, ya veo que sí —dijo—. Es una lástima. Esperemos que no tuviera tiempo de comunicar ninguno de sus descubrimientos a sus jefes.

—Lo hecho, hecho está —dijo McGann—; todos tendremos que cargar con parte de la responsabilidad. Y eso te incluye a ti, Oscar. Deberías haber compartido tus sospechas con nosotros.

—¿Acaso me habríais creído? —replicó Oscar—. Al principio no lo creía ni yo mismo, hasta que empecé a notar pequeños cambios en Dowd.

—¿Por qué tú? —preguntó Shales—. Eso es lo que me gustaría saber. ¿Por qué te asignarían a ti esta vigilancia a menos que fueras más susceptible que el resto de nosotros? Tal vez creyeran que te unirías a ellos. Tal vez ya lo hayas hecho.

—Como siempre, Hubert, eres demasiado arrogante como para ver tus propias debilidades —respondió Godolphin—. ¿Cómo sabes que yo soy el único objetivo? ¿Podrías jurarme que todos los que te rodean están libres de sospecha? ¿Cuán de cerca vigilas a tus amigos? ¿Y a tu familia? Cualquiera de ellos podría formar parte de esta conspiración.

A Oscar le proporcionó una perversa satisfacción sembrar aquellas dudas. Vio cómo echaban raíces; contempló cómo esos rostros, que media hora antes habían estado hinchados con su propia infalibilidad, se deshinchaban bajo el peso de la duda. Merecía la pena el riesgo que había corrido con semejante espectáculo tan solo para ver su miedo. Pero Shales no podía dejar las cosas como estaban.

—El hecho es que esta cosa era uno de tus empleados —dijo.

—Ya hemos oído bastante, Hubert —dijo McGann con suavidad—. Este no es el momento adecuado para dejar que las discusiones nos dividan. Tenemos una lucha entre manos y, tanto si estamos de acuerdo con los métodos de Oscar como si no, y, para que conste, yo no lo estoy, está claro que ninguno de nosotros puede dudar de su integridad. —Echó un vistazo alrededor de la mesa. Se produjeron murmullos de aprobación por todos lados—. Dios sabe qué habría sido capaz de hacer una criatura como esta si se hubiera dado cuenta de que su estratagema había sido descubierta. Godolphin ha corrido un riesgo considerable por nuestro bien.

—Estoy de acuerdo —dijo Lionel. Se acercó al lugar de la mesa donde se encontraba Oscar y colocó una copa de exquisito
whisky
de malta sobre los dedos que el ejecutor acababa de limpiarse—. A mí me ha parecido bien —apostilló—. Yo hubiera hecho lo mismo. Bébetelo.

Oscar aceptó el vaso.


Salut
—dijo, y se bebió el
whisky
de un trago.

—Yo no veo que haya motivos de celebración —dijo Charlotte Feaver, que fue la primera en volver a sentarse a la mesa a pesar de lo que había sobre ella. Encendió un nuevo cigarrillo y soltó el humo a través de los labios fruncidos—. Asumiendo que Godolphin tenga razón y que esta cosa estuviera tratando de tener acceso a la Sociedad, lo que deberíamos preguntarnos es por qué.

BOOK: Imajica (Vol. 1): El Quinto Dominio
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