Mientras Clem guiaba a Cortés hacia el dormitorio, Judith se dirigió a la cocina para preparar una taza de té; mientras tanto, deseó haber tenido la previsión de contarle a Cortés en el coche lo que Taylor había dicho acerca de él la semana anterior, sobre todo eso de que hablaba en un idioma desconocido. Eso le habría dado a Cortés alguna pista acerca del motivo por el que Taylor necesitaba hablar con él en aquel momento. La resolución de misterios había estado muy presente en la mente de Taylor la noche de Navidad. Quizás ahora, tanto si estaba drogado como si no, esperara conseguir algún alivio para sus incertidumbres. Dudaba mucho que Cortés tuviera alguna respuesta. La expresión que le había visto mientras Cortés se contemplaba en el espejo del cuarto de baño era la de un hombre para quien su propio reflejo resultaba un misterio.
Los dormitorios solo estaban tan bochornosos cuando había alguien enfermo o mientras se hacía el amor: debido al sudor de la pasión o a la infección, pensaba Cortés mientras Clem lo precedía al interior. No siempre era así en cualquiera de ambos casos, por supuesto, pero al menos en el caso del amor, tenía sus compensaciones. Había comido muy poco desde que abandonara el espectáculo de Streatham, y aquel calor enrarecido hizo que se sintiera un poco mareado. Tuvo que examinar la habitación un par de veces hasta que su mirada se fijó en la cama donde yacía Taylor, casi oculto como estaba por los modernos y desalmados sirvientes de la Muerte: un tanque de oxígeno con sus tubos y su mascarilla; una mesa cargada de gasas y paños; otra, con una palangana para los vómitos, un orinal y toallas; y, al lado, una tercera llena de medicinas y ungüentos. En medio de todo aquel alarde estaba el imán que había atraído todas aquellas cosas hasta allí, aunque ahora parecía ser su prisionero. Taylor estaba apoyado sobre unas almohadas cubiertas de plástico, con los ojos cerrados. Parecía un anciano. Su cabello era frágil; su silueta, más delgada que de costumbre; la vida de su cuerpo (todo huesos, tendones y venas) resultaba penosamente visible a través de una piel del color de las sábanas. Cortés se las vio y se las deseó para no darse la vuelta y huir antes de que el hombre abriera los ojos. Allí estaba la muerte de nuevo, tan pronto. Era un calor diferente esa vez, una escena distinta, pero se vio asaltado por la misma mezcla de miedo e ineptitud que había sentido en Streatham.
Se quedó en la puerta y dejó que Clem se acercara a la cama primero para que despertara con suavidad al durmiente.
Taylor se removió y su rostro reflejó una expresión irritada hasta que su mirada encontró a Cortés. En aquel momento, la ira que había sentido por haber sido despertado de nuevo al dolor desapareció de su semblante y dijo:
—Lo has encontrado.
—Ha sido Judy, no yo —dijo Clem.
—Ah, Judy. Es maravillosa —murmuró Taylor.
Trató de colocarse mejor sobre las almohadas, pero aquella proeza era demasiado para sus fuerzas. Su respiración se volvió laboriosa al instante, y se encogió ante algún dolor provocado por el movimiento.
—¿Quieres un analgésico? —le preguntó Clem.
—No, gracias —respondió—. Quiero tener la cabeza despejada para poder hablar con Cortés. —Miró a su visitante, que aún seguía junto a la puerta—. ¿Te importaría que hablásemos un rato, John? —preguntó—. ¿Los dos a solas?
—Claro que no —contestó Cortés.
Clem se apartó de la cama y le hizo señas a Cortés para que se acercara. Había una silla, pero Taylor dio unos golpecitos en la cama y allí se sentó Cortés, haciendo crujir el plástico que había bajo las sábanas al hacerlo.
—Llámame si necesitas cualquier cosa —dijo Clem, y el comentario iba dirigido a Cortés, no a Taylor. Acto seguido, los dejó a solas.
—¿Podrías darme un vaso de agua? —pidió Taylor.
Cortés así lo hizo y, cuando se lo pasaba a Taylor, se dio cuenta de que su amigo carecía de las fuerzas necesarias para sostenerlo, por lo que acercó el vaso a los labios de Taylor. Los tenía cubiertos con un bálsamo que los suavizaba un poco, pero aun así estaban agrietados y llenos de heridas. Después de unos cuantos sorbos, Taylor murmuró algo.
—¿Es suficiente? —preguntó Cortés.
—Sí, gracias —respondió Taylor. Cortés dejó el vaso en su lugar—. Ya he tenido suficiente de casi todo. Es hora de que todo termine.
—Te pondrás bien de nuevo.
—No quería verte para intercambiar mentiras —dijo Taylor—. Quería verte para decirte lo mucho que he pensado en ti. Noche y día, Cortés.
—No creo que me lo merezca.
—Mi subconsciente sí lo cree —replicó Taylor—. Y, ya que estamos siendo sinceros, también el resto de mi persona. No parece que últimamente duermas muy bien, Cortés.
—He estado trabajando, eso es todo.
—¿Pintando?
—Parte del tiempo. A la caza y captura de inspiración, ya sabes.
—Tengo que hacerte una confesión —le dijo Taylor—. Pero, primero, tienes que prometer que no te enfadarás conmigo.
—¿Qué has hecho?
—Le hablé a Judith de la noche que estuvimos juntos —contestó Taylor. Observó a Cortés como si esperara algún tipo de arrebato. Al darse cuenta de que no habría ninguno, continuó—: Sé que para ti no fue gran cosa —añadió—. Pero yo pienso en ello a menudo. No te importa, ¿verdad?
Cortés se encogió de hombros.
—Estoy seguro de que no ha sido una gran sorpresa para ella.
Taylor colocó la palma de la mano hacia arriba sobre la sábana y Cortés se la cogió. Los dedos del hombre ya no tenían energía, pero los apretó alrededor de la mano de Cortés con la poca fuerza que le quedaba. Estaban fríos.
—Estás temblando —señaló Taylor.
—Hace bastante que no pruebo bocado —fue la respuesta de Cortés.
—Deberías conservar las fuerzas. Eres un hombre muy ocupado.
—Algunas veces necesito flotar un poco —replicó Cortés.
Taylor sonrió y en sus rasgos enfermos hubo un asomo de la belleza que poseyera en otra época.
—Desde luego que sí —dijo—. Yo floto continuamente. He estado en todos los rincones de esta habitación. He estado por fuera de la ventana, observándome a mí mismo. Así será cuando me vaya, Cortés. Flotaré lejos y, en esa ocasión, no regresaré. Sé que Clem va a echarme de menos, hemos pasado juntos media vida, pero Judy y tú seréis cariñosos con él, ¿verdad? Hazle entender cómo son las cosas, si es que puedes. Dile cómo me he alejado flotando. No quiere oírme hablar así, pero tú me entiendes.
—No estoy seguro de eso.
—Eres un artista —le dijo.
—Soy un falsificador.
—No, en mis sueños no lo eres. En mis sueños quieres curarme y, ¿sabes lo que te digo entonces? Te digo que no quiero ponerme bien. Digo que quiero ir hacia la luz.
—Ese parece un buen lugar —dijo Cortés—. Puede que vaya contigo.
—¿Tan mal están las cosas? Cuéntamelo, quiero saberlo.
—Mi vida es una puta mierda, Tay.
—No deberías ser tan duro contigo mismo. Eres un buen hombre.
—Has dicho que no habría mentiras.
—No es mentira. Lo eres. Solo necesitas que alguien te lo recuerde de vez en cuando. Le pasa a todo el mundo. De otra forma, nos hundimos en la miseria, ¿sabes?
Cortés apretó con más fuerza la mano de Taylor. Había muchas cosas en su interior que no tenía forma ni conocimientos para expresar. Allí estaba Taylor, hablándole con el corazón en la mano sobre el amor y los sueños y sobre cómo serían las cosas cuando muriera y, ¿qué le daba él a cambio? Como mucho, confusión y olvido. Así pues, ¿quién de los dos era el enfermo?, pensó. ¿Taylor, que estaba débil pero hablaba con el corazón? ¿O él, que estaba entero pero permanecía en silencio? Decidido a no apartarse de ese hombre sin tratar de compartir algo de lo que le había ocurrido, meditó en busca de las palabras apropiadas para explicarlo.
—Creo que he encontrado a alguien —dijo—. Alguien que puede ayudarme… a recordar quién soy.
—Eso es bueno.
—No estoy tan seguro —respondió con un hilo de voz—. He visto algunas cosas estas últimas semanas, Tay…, cosas que no quise creer hasta que no me quedó más remedio. Algunas veces creo que voy a volverme loco.
—Cuéntamelo.
—Había alguien en Nueva York que trató de matar a Jude.
—Lo sé, me lo contó. ¿Qué pasa con él? —Sus ojos se abrieron de par en par—. ¿Acaso es ese alguien? —preguntó.
—No es «él».
—Creí que Judy había dicho que era un hombre.
—No es un hombre —dijo Cortés—. Tampoco es una mujer. Ni siquiera es humano, Tay.
—¿Y entonces qué es?
—Maravilloso —dijo en voz baja.
Jamás se había atrevido a usar una palabra semejante, ni siquiera para sus adentros. Pero cualquier otra cosa habría sido una mentira, y allí no se aceptaban las mentiras.
»Ya te he dicho que creo que me estoy volviendo loco. Pero te juro que si hubieras visto la manera en que se trasforma… No hay nada parecido en este mundo.
—¿Y dónde se encuentra ahora?
—Creo que está muerto —replicó Cortés—. He tardado demasiado tiempo en salir a buscarlo. He tratado de olvidar que lo conocí alguna vez. Tenía miedo de las sensaciones que despertaba en mí. Y después, cuando eso no funcionó, traté de pintarlo para eliminarlo de mi organismo. Pero tampoco sirvió de nada. Por supuesto que no sirvió de nada. En aquel momento era una parte de mí. Y cuando finalmente salí a buscarlo… era demasiado tarde.
—¿Estás seguro? —inquirió Taylor. Habían aparecido signos de incomodidad en su rostro mientras Cortés hablaba, y cada vez eran más evidentes.
—¿Te encuentras bien?
—Sí, sí —le dijo—. Me gustaría escuchar el resto de la historia.
—No hay nada más que escuchar. Puede que Pai esté en algún sitio, pero no sé dónde.
—¿Por eso quieres flotar? ¿Tienes la esperanza…? —Se detuvo, ya que de pronto su respiración se había convertido en jadeos—. ¿Sabes?, tal vez deberías llamar a Clem —dijo.
—Por supuesto.
Cortés se encaminó hacia la puerta pero, antes de que la alcanzara, Taylor dijo:
—Tienes que descubrirlo, Cortés. Sea cual sea el misterio, tendrás que desvelarlo por nuestro bien, el de los dos.
Con una mano en la puerta y muchas razones para realizar una rápida retirada, Cortés tenía muy claro que todavía podía elegir quedarse callado, que podía dejar al anciano sin aceptar esa cruzada. Pero si respondía y la aceptaba, estaría atado por su promesa.
—Lo descubriré —le dijo al tiempo que enfrentaba la desesperada mirada de Taylor—. Ambos lo haremos. Te lo juro.
Taylor consiguió esbozar una sonrisa como respuesta, pero fue efímera. Cortés abrió la puerta y corrió hasta el descansillo. Clem estaba esperando.
—Te necesita —dijo Cortés.
Clem entró y cerró la puerta del dormitorio. Sintiéndose exiliado de pronto, bajó las escaleras. Jude estaba sentada junto a la mesa de la cocina, jugueteando con un trozo de piedra.
—¿Cómo está? —quiso saber.
—No muy bien —respondió Cortés—. Clem ha ido a cuidarlo.
—¿Te apetece un poco de té?
—No, gracias. Lo que de verdad necesito es algo de aire fresco. Creo que daré un paseo alrededor del edificio.
Cuando salió al exterior, caía una fina llovizna a la que le dio la bienvenida después del calor sofocante de la habitación del enfermo. Apenas conocía el barrio, de modo que decidió quedarse cerca de la casa; no obstante, la falta de atención destruyó enseguida la mayor parte de ese plan y se dedicó a vagar sin rumbo, perdido en sus pensamientos y en el laberinto de calles. Había una especie de frescura en el viento que le hizo desear huir. Aquel no era el lugar adecuado para resolver ningún misterio. Después del cambio de año, todo el mundo se esforzaría por tomar una nueva ronda de decisiones y ambiciones y planearía su futuro basándolo en fáciles mentiras. Él no quería hacer eso.
Cuando retomó el camino de vuelta a la casa, se dio cuenta de que regresaba con las manos vacías a pesar de que Jude le había pedido que comprara leche y cigarrillos. Se dio la vuelta para comprar ambas cosas, lo que le llevó más tiempo del que esperaba. Cuando al fin dobló la esquina con las cosas en la mano, había una ambulancia en el exterior del edificio. La puerta principal estaba abierta. Jude estaba en el umbral, absorta en la lluvia. Tenía lágrimas en los ojos.
—Ha muerto —dijo.
Cortés se detuvo en seco, a un metro de ella.
—¿Cuándo? —preguntó, como si de verdad importara.
—Justo después de que te fueras.
No quería llorar, no mientras ella estuviera delante. Había demasiadas cosas que no quería hacer en su presencia. Con rostro pétreo, dijo:
—¿Dónde está Clem?
—Arriba, con él. No subas. Ya hay demasiada gente.
Vio los cigarrillos que él tenía en las manos y estiró el brazo para cogerlos. Cuando sus manos se rozaron, el dolor se propagó entre ellos. A pesar de la decisión que había tomado Cortés, las lágrimas inundaron sus ojos, se lanzó a los brazos de Jude y ambos lloraron sin reservas, como enemigos unidos ante una pérdida común o amantes que estuvieran a punto de separarse. O bien como almas incapaces de recordar si eran amantes o enemigos, y lloraran ante su propia desorientación.
D
esde la reunión en la que se tratara por primera vez el asunto de la biblioteca de la Tabula Rasa, Bloxham había planeado en varias ocasiones llevar a cabo la tarea para la que se había ofrecido voluntario, y descender así a las entrañas de la torre con el fin de comprobar la seguridad de la colección. No obstante, ya lo había retrasado en dos ocasiones con la excusa de que tenía asuntos mucho más importantes en los que emplear su tiempo: en especial, la organización de la Gran Purificación de la Sociedad. Lo hubiera pospuesto una tercera vez de no ser porque salió de nuevo a colación gracias a un aparte de Charlotte Feaver, que se había mostrado igual de preocupada acerca de la seguridad de los libros y que ahora se ofrecía a acompañarlo en la investigación. Las mujeres desconcertaban a Bloxham; la atracción que ejercían sobre él siempre había quedado relegada por la incomodidad que experimentaba en su compañía; pero, de un tiempo a esa parte, experimentaba una necesidad sexual tan intensa como rara vez había sentido, si es que había llegado a hacerlo. Ni siquiera en la intimidad de sus oraciones se atrevía a confesar el motivo. La Purificación lo excitaba, aumentaba su presión sanguínea y despertaba su virilidad, y no le cabía duda alguna de que Charlotte había respondido a su pasión, aunque él no hiciera nada por mostrarla. Aceptó presto su oferta y, por sugerencia de ella, acordaron encontrarse en la torre la última noche del año saliente. Llevó una botella de champaña.