—Vaya —dijo el hombre—. ¿De verdad?
—¿Quién es ese Autarca? —preguntó Cortés.
—El que rige en los Dominios reconciliados desde Yzordderrex. Ostenta el poder supremo en Imajica.
—¿Y viene hacia aquí?
—Eso se rumorea. Ha perdido el control sobre el Cuarto y lo sabe. Así que ha decidido hacer una aparición personal. Oficialmente será una visita a Patashoqua, pero es en esa misma ciudad donde se están gestando los problemas.
—¿Crees que al final vendrá? —quiso saber Pai.
—Si no lo hace, toda Imajica descubrirá que tiene miedo de dar la cara. Por supuesto, eso siempre ha formado parte de su misterio, ¿verdad? Ha gobernado en los Dominios todos estos años sin que nadie sepa realmente qué aspecto tiene. Pero ese
glamour
ha desaparecido. Si quiere evitar la revolución, va a tener que demostrar que es un hombre con carisma.
—¿Va a causarte algún problema haberle dicho a Hammeryock que éramos tus amigos? —preguntó Cortés.
—Es probable, pero ya me han acusado de cosas peores. Además, es más o menos cierto. Aquí, cualquier extranjero es mi amigo. —Echó un vistazo a Pai—. Incluso un místico —dijo—. La gente de este montón de estiércol no es muy poética, la verdad. Sé que debería ser más compasivo con ellos; casi todos son refugiados. Han perdido sus tierras, sus hogares, sus tribus. Sin embargo, están tan preocupados con sus diminutas penurias personales que no son capaces de ver la composición al completo.
—¿Y cuál es esa composición? —preguntó Cortés.
—Creo que será mejor que discutamos eso a puertas cerradas —dijo Acaro Bronco, y no pronunció una palabra más sobre el tema hasta que estuvieron a salvo en su choza.
El lugar no hubiera podido ser más espartano: sábanas sobre un tablón que oficiaba de cama; otro tablón como mesa; y algunos cojines apolillados para sentarse.
—A esto es a lo que me he visto reducido —le dijo Acaro Bronco a Pai, como si el místico comprendiera e incluso compartiera su sensación de humillación—. Si hubiera continuado avanzando, tal vez hubiera sido distinto. Pero no podía, por supuesto.
—¿Por qué no? —inquirió Cortés.
Acaro Bronco le dirigió una mirada interrogante; echó un vistazo a Pai y volvió a mirar a Cortés.
—Creía que era obvio —dijo—. Tenía que mantener mi posición. Estaré aquí hasta que amanezca un día mejor.
—¿Y cuándo será eso? —preguntó Cortés.
—Dímelo tú —replicó Acaro con cierto tono de amargura en la voz—. Mañana no estaría mal. Esta no es vida para un creador de ecos. No tienes más que mirar a tu alrededor. —Recorrió la estancia con la mirada—. Y déjame que te diga algo: esto es el colmo del lujo comparado con algunas de las chabolas que podría enseñaros. La gente vive entre sus propios excrementos, rebuscando a la caza de comida. Y a las puertas de una de las ciudades más ricas de los Dominios. Es repugnante. Al menos, yo tengo con qué llenarme la barriga. Y me he ganado algo de respeto, como podrás observar. Nadie se interpone en mi camino. Saben que soy un evocador y mantienen las distancias. Incluso Hammeryock. Me odia con toda su alma, pero no se atreve a enviar al nullianac a matarme por miedo a que falle y yo vaya tras él. Cosa que haría. Vaya, desde luego que sí. Gustosamente. Menudo cabrón pomposo.
—Deberías marcharte sin más —dijo Cortés—. Vete a vivir a Patashoqua.
—Por favor… —respondió Acaro Bronco con un tono ligeramente dolido—. ¿Es que vamos a andar con jueguecitos? ¿No os he dado pruebas de mi integridad? Os he salvado la vida.
—Y te estamos agradecidos —replicó Cortés.
—No quiero gratitud —añadió Acaro Bronco.
—Entonces, ¿qué quieres? ¿Dinero?
En este punto, Acaro Bronco abandonó la discusión y se levantó de su cojín con el rostro enrojecido, no por el rubor, sino por la furia.
—No me merezco esto.
—¿No te mereces qué? —quiso saber Cortés.
—He vivido entre la mierda —dijo Acaro Bronco—, ¡pero que me condenen si voy a comérmela! De acuerdo, sé que no soy un gran maestro. ¡Ojalá lo fuera! Ojalá Uter Musgoso estuviera vivo y fuera él quien hubiese esperado todos estos años aquí en mi lugar. Pero ya no está, ¡y yo soy todo lo que queda! ¡Lo tomas o lo dejas!
Aquel estallido dejó a Cortés completamente desconcertado. Miró a Pai en busca de alguna ayuda, pero el místico tenía la cabeza gacha.
—Será mejor que nos vayamos —dijo Cortés.
—¡Sí! ¿Por qué no lo hacéis? —aulló Acaro Bronco—. ¡Largaos a tomar por culo de aquí! Puede que encontréis la tumba de Musgoso y lo resucitéis. Está ahí fuera, en el monte. ¡Lo enterré con estas dos manos! —En aquel momento, su voz estuvo a punto de quebrarse. Estaba cargada de dolor, además de furia—. ¡Podéis desenterrarlo de la misma forma!
Cortés comenzó a ponerse en pie, a sabiendas de que pronunciar una palabra más sería colocar a Acaro Bronco más cerca de un estallido o de un colapso nervioso, y no quería contemplar ninguna de las dos cosas. Pero el místico levantó una mano y lo agarró del brazo.
—Espera —dijo Pai.
—Este hombre quiere que nos vayamos —replicó Cortés.
—Déjame hablar con Acaro unos momentos —dijo Pai.
El evocador dirigió al místico una mirada iracunda.
—No estoy de humor para seducciones —le advirtió.
El místico sacudió la cabeza y miró a Cortés.
—Yo tampoco.
—¿Quieres que me vaya de aquí? —preguntó Cortés.
—No tardaré mucho.
Cortés se encogió de hombros, a pesar de que no se sentía tan cómodo con la idea de dejar a Pai en compañía del evocador como sugerían sus gestos. Había algo en la forma en que esos dos se miraban y se estudiaban que le hacía pensar que allí ocurría algo. Si así era, lo más probable es que fuese de índole sexual, a pesar de sus negativas.
—Estaré fuera —dijo Cortés y, acto seguido los dejó para que trataran sus asuntos.
No había terminado de cerrar la puerta cuando los escuchó comenzar a hablar en el interior. Se escuchaba mucho jaleo en la choza de enfrente (un bebé que berreaba, una madre que trataba de acallarlo con una nana desafinada), pero aun así pudo captar fragmentos de la conversación. Acaro Bronco todavía estaba furioso.
—¿Esto es alguna especie de castigo? —preguntó una vez; y, después, unos momentos más tarde—: ¿Paciente? ¿Cuánta paciencia más tengo que tener, joder?
La nana eclipsó buena parte del intercambio que siguió a continuación y, cuando se acalló de nuevo, la conversación que tenía lugar en el interior de la choza de Acaro había tomado un giro muy diferente.
—Tenemos un largo camino por delante… —escuchó decir a Pai— y mucho que aprender…
Acaro Bronco efectuó una réplica inaudible, a lo que Pai respondió:
—El es un extranjero aquí.
De nuevo, el evocador murmuró algo.
—No puedo hacer eso —contestó Pai—. Él es mi responsabilidad.
En aquel momento, las persuasiones de Acaro Bronco aumentaron de volumen lo suficiente para que Cortés las escuchara.
—Estás perdiendo el tiempo —dijo el evocador—. Quédate aquí conmigo. Echo de menos un cuerpo cálido por las noches.
Ante eso, la voz de Pai se convirtió en un susurro. Cortés dio medio paso hacia atrás para acercarse a la puerta y consiguió captar algunas de las palabras del místico. Dijo «corazón roto», estaba seguro; y luego algo sobre «fe». Pero el resto fue un murmullo demasiado suave como para que lo entendiera. Decidió que ya les había dado tiempo suficiente a solas y anunció que iba
a
entrar de nuevo. Ambos alzaron la mirada hacia él con algo parecido a la culpa, en su opinión.
— Quiero largarme de aquí —anunció.
La mano de Acaro Bronco estaba en el cuello de Pai y allí se quedó, como si fuera algún tipo de reclamo.
—Si te vas —le dijo Acaro al místico— no podré garantizar tu seguridad. Hammeryock querrá tu sangre.
—Podemos defendernos nosotros mismos —dijo Cortés, sorprendido de algún modo ante su propia certeza.
—Tal vez no deberíamos mostrarnos tan apresurados —señaló Pai.
—Nos espera todo un viaje por delante —replicó Cortés.
—Deja que piense lo que quiera —sugirió el evocador—. Ella no es de tu propiedad.
Ante semejante comentario, una curiosa expresión atravesó el rostro de Pai'oh'pah. En aquella ocasión, no fue una expresión culpable, sino preocupada y de resignación. La mano del místico se alzó hasta su cuello para apartar la de Acaro Bronco.
—Tiene razón —le dijo al evocador—. Tenemos un viaje por delante.
El hombre frunció los labios, como si estuviese considerando la posibilidad de insistir más en aquel asunto o no. Al final, dijo:
—Está bien, pues. Será mejor que os vayáis.
Le dirigió a Cortés una mirada mordaz.
—Que todo sea lo que parece, extranjero.
—Gracias —replicó Cortés, y escoltó a Pai fuera de la choza hacia el barro y el ajetreo de Vanaeph.
—Eso que ha dicho es muy raro —observó Cortés mientras se alejaban con dificultad de la chabola de Acaro—. «Que todo sea lo que parece».
—Es la maldición más poderosa que conoce un creador de ecos —le dijo Pai.
—Ya entiendo.
—Todo lo contrario —señaló Pai—. No creo que entiendas mucho.
Había un tono de acusación en las palabras de Pai que enfadó a Cortés.
—Desde luego sí entiendo lo que pensabas hacer —dijo—. Estabas a punto de quedarte con él. Agitabas las pestañas como una… —Se detuvo en ese momento.
—Continúa —lo instó Pai—. Dilo. Como una puta.
—No era eso lo que quería decir.
—No, por favor —añadió Pai con amargura—. Puedes seguir con los insultos. ¿Por qué no? Puede ser muy excitante.
Cortés le dirigió una mirada de asco.
»Dijiste que querías aprender, Cortés. Bueno, vamos a empezar con «que todo sea lo que parece». Es una maldición porque, si ese fuera el caso, todos viviríamos únicamente para morir, y el barro sería el rey de los Dominios.
—Lo he pillado —dijo Cortés—. Y tú no serías más que una puta.
—Y tú solo serías un falsificador que trabaja para…
Antes de que la frase saliera de sus labios, una manada de animales se lanzó a la carrera entre dos de las chozas; gruñían como cerdos, aunque se parecían más a diminutas llamas andinas. Cortés giró la cabeza hacia la dirección de la que habían aparecido y vio, avanzando entre las barracas, una visión que le dio escalofríos.
—¡El nullianac!
—¡Ya lo he visto! —gritó Pai.
A medida que el ejecutor se acercaba, las manos orantes de su cabeza se abrían y se cerraban, como si estuviesen reuniendo energía entre sus palmas para un ataque letal. Hubo gritos de alarma en las casas colindantes. Las puertas se cerraron de golpe. Se echaron los cerrojos. Retiraron a toda prisa de las escaleras a un niño que no dejaba de chillar. Cortés tuvo tiempo de ver cómo el ejecutor sacaba dos armas cuyas hojas reflejaron la luz lívida de los arcos eléctricos; a continuación, obedeció la orden de Pai de huir y siguió al místico a la carrera.
La calle en la que habían estado no era más que un estrecho canal de desagüe, pero parecía una autopista bien iluminada en comparación con la angosta callejuela en la que se habían introducido. Pai tenía los pies ligeros; Cortés no. En dos ocasiones, el místico hizo un giro que Cortés no pudo seguir. La segunda vez lo perdió de vista por completo entre la oscuridad y la porquería, y estaba a punto de desandar sus pasos cuando escuchó la hoja del ejecutor deslizarse sobre algo a sus espaldas; echó un vistazo atrás para ver cómo una de las frágiles casas se desplomaba entre una nube de polvo y gritos. La silueta del demoledor, con la cabeza rodeada de relámpagos, surgió de súbito entre todo ese caos y fijó su mirada en Cortés. Una vez hubo localizado a su objetivo, comenzó a avanzar a toda velocidad, por lo que Cortés se escurrió por la primera esquina en busca de refugio, una ruta que lo condujo hacia un cenagal de aguas residuales que a duras penas logró atravesar sin caerse, y después hasta unos pasadizos incluso más estrechos.
Sabía que solo era cuestión de tiempo que eligiese un camino sin salida. Cuando lo hiciera, el juego se habría acabado. Sintió un hormigueo en la nuca, como si las cuchillas ya estuviesen allí. ¡Aquello no era justo! Apenas había salido del Quinto hacía una hora y ya le restaban escasos segundos para la muerte. Volvió la vista atrás. El nullianac había reducido la distancia entre ellos. Cortés aceleró el paso y giró en una esquina para introducirse en un túnel de chapa ondulada que no tenía salida al otro lado.
—¡Mierda! —exclamó, adoptando la queja favorita de Acaro Bronco—. Furia, ¡acabas de sentenciarte a muerte!
Las paredes de aquel callejón sin salida estaban resbaladizas a causa de la porquería, y además eran bastante altas. A sabiendas de que jamás conseguiría escalarlas, corrió hacia el extremo opuesto y se lanzó contra la pared con la esperanza de que se resquebrajara. Pero los constructores (¡malditos fueran!) habían sido mejores artesanos que los de la mayoría de la vecindad. La pared se sacudió y algunos trozos de su fétido cemento cayeron sobre él, pero todo lo que consiguieron sus esfuerzos fue atraer al nullianac directamente hacia donde se encontraba, alertado por el ruido de sus embestidas.
Al ver cómo se aproximaba su ejecutor, lanzó de nuevo su cuerpo contra la pared con la esperanza de conseguir un indulto de última hora. Lo único que obtuvo fueron magulladuras. En aquel momento el hormigueo de la nuca se convirtió en dolor, pero a través de esa nube de dolor se le ocurrió la desagradable idea de que aquella sería, con toda probabilidad, la más ignominiosa de las muertes: ser descuartizado entre aguas residuales. ¿Qué había hecho para merecer aquello? Repitió la pregunta en voz alta.
—¿Qué es lo que he hecho? ¿Qué coño he hecho?
La pregunta no obtuvo respuesta…, ¿o sí? En cuanto cesaron sus gritos, se encontró llevándose la mano a la cara, sin saber muy bien mientras lo hacía por qué. Sentía la necesidad de abrir la palma y escupir sobre ella. La saliva parecía fría, o tal vez su mano estaba caliente. Ni a un metro de distancia, el nullianac levantó las cuchillas por encima de su cabeza. Cortés formó un puño en ese instante y se lo llevó a los labios. Cuando las cuchillas trazaron la parte más alta del arco, soltó el aire.
Sintió cómo el aliento resplandecía sobre su palma y, un segundo antes de que las cuchillas alcanzaran su cabeza, el pneuma salió de su puño como una bala. Golpeó al nullianac en el cuello con tal fuerza que lo lanzó hacia atrás; un chorro de cárdena energía se desprendió del hueco de la cabeza de la criatura y se elevó hacia lo alto, como un relámpago nacido en la tierra que se alzara hacia el cielo. El nullianac cayó sobre la porquería y sus manos soltaron las cuchillas para dirigirse hacia la herida. Jamás alcanzaron ese lugar. La vida lo abandonó con un espasmo y su cabeza orante fue silenciada de forma permanente.