—No te pongas nerviosa —le dijo Charlie, invitándola a pasar.
El volumen de su voz no parecía ser apropiado para el lugar; sus palabras resonaron por la amplia estancia circular y regresaron a su dueño amplificadas. Él no le dio importancia alguna. Tal vez, esa indiferencia se debiera a la familiaridad con el lugar, pero Jude no lo creía así. A pesar de todo, a pesar de ese discurso sobre los milagros y lo de creer en ellos, Charlie seguía siendo un hombre pragmático, centrado en los hechos concretos. Jude podía sentir con claridad las fuerzas que se movían allí, fueran cuales fuesen, pero Estabrook parecía totalmente ajeno a su presencia.
Cuando se aproximaba al Retiro, había creído que el lugar carecía de ventanas, pero se había equivocado. En la intersección entre el muro y la cúpula se abría un anillo de ventanas, como un halo que rodeara a la perfección el cráneo de la capilla. A pesar de su pequeño tamaño, dejaban pasar la suficiente luz del sol como para que los rayos llegasen hasta el suelo y se reflejaran en mitad de la estancia, cubriendo así el mosaico con una bruma luminosa. Si de verdad la capilla era un punto de partida, el andén debía de ser ese lugar sublime.
—No tiene nada de especial, ¿verdad? —comentó Charlie.
Estaba a punto de expresar su desacuerdo y explicarle de algún modo lo que sentía, cuando
Piel
comenzó a ladrar en el exterior. No se trataba de los ladridos alegres con los que había anunciado el descubrimiento de cada nuevo lugar que marcar con una meada a lo largo del camino, sino de un aviso de peligro. Judith corrió hacia la puerta, pero el trance en que la había sumido la capilla aminoró su respuesta y Charlie salió antes de que ella pudiera llegar al escalón de entrada. Gritó al perro para que se callara y este lo obedeció al instante.
—¿Charlie? —lo llamó ella.
No obtuvo respuesta. Sin los ladridos de
Piel
se dio cuenta de que estaba rodeada por un absoluto silencio. Los pájaros habían dejado de cantar.
De nuevo lo llamó:
—¿Charlie?
Y, en cuanto acabó de pronunciar el nombre, alguien subió el escalón. Pero no se trataba de Charlie; ese hombre, fornido y con barba, era un completo extraño. No obstante, su cuerpo respondió ante él con una sensación de reconocimiento, exactamente igual que lo haría ante un amigo largo tiempo perdido. Podría haber comenzado a dudar de su propia cordura de no haber visto que sus sentimientos encontraban eco en el rostro del desconocido. El hombre la miraba con los párpados entornados y la cabeza ligeramente inclinada.
—¿Tú eres Judith?
—Sí. ¿Quién eres tú?
—Oscar Godolphin.
Ella tomó una honda bocanada de aire, intentando normalizar la respiración.
—¡Vaya, gracias a Dios! —exclamó—. Me has asustado. Creí que… No sé lo que me imaginé. ¿Es que el perro ha intentado atacarte?
—Olvídate del perro —le dijo mientras entraba en la capilla—. ¿Nos hemos visto antes?
—No lo creo —contestó ella—. ¿Dónde está Charlie? ¿Le ha pasado algo?
Godolphin continuó acercándose sin aminorar el paso.
—Esto lo lía todo —dijo.
—¿Cómo?
—El hecho de… conocerte. Seas quien seas. Lo embrolla todo.
—No veo por qué —respondió—. Siempre he querido conocerte y le he pedido a Charlie en varias ocasiones que nos presentara, pero nunca se mostró muy inclinado a hacerlo… —Continuó parloteando, tanto para defenderse de la evaluación a la que la estaba sometiendo el hombre como con fines comunicativos. Tenía la impresión de que si guardaba silencio, se olvidaría de sí misma por completo y se convertiría en una posesión de ese hombre—. Me alegra muchísimo poder hablar contigo al fin. —Oscar estaba tan cerca que, si alargaba el brazo, podría tocarla. Ella le tendió la mano a modo de saludo—. Es un verdadero placer —concluyó.
En el exterior, el perro comenzó a ladrar de nuevo y, en esa ocasión, su algarada fue seguida de un grito.
—¡Ay, Dios, le ha mordido a alguien! —dijo Jude, antes de moverse hacia la puerta.
Oscar la agarró del brazo y el contacto, ligero pero posesivo, la detuvo. Se giró para enfrentarlo y, de repente, todos los ridículos clichés de la ficción romántica se hicieron reales y mortalmente serios. Sentía que el corazón le latía en la garganta, le ardían las mejillas y la tierra parecía agitarse bajo sus pies. La cosa no tenía nada de agradable; todo lo contrario, le provocaba una sensación de desamparo contra la que no tenía defensa alguna. Su único consuelo, y tampoco es que fuese nada del otro mundo, era el hecho de que su compañero en esa especie de danza de deseo parecía estar tan angustiado por su mutua atracción como ella.
Los ladridos del perro se acallaron de repente, poco antes de que Charlie gritara su nombre. Oscar miró hacia la puerta, al igual que hizo Jude, para ver a Estabrook allí plantado, jadeando y armado con un palo. Tras él, e intentando darle alcance, había una abominación: una criatura medio quemada, con el rostro lleno de agujeros (por culpa de Charlie, según comprobó Jude, ya que había restos de carne carbonizada en el palo), que intentaba atraparlo a ciegas.
Ella dejó escapar un grito ante la aparición y Charlie se hizo a un lado en el mismo momento en que la criatura se abalanzaba contra él. Aquel ente perdió el equilibrio al tropezarse con el escalón y cayó al suelo. Una de las manos, con los huesos visibles bajo la carne quemada, se alzó en busca de la jamba de la puerta, pero, antes de que lograra asirse, Charlie le golpeó con su arma en la maltrecha cabeza. Los fragmentos de cráneo volaron por todos lados al tiempo que un chorro de sangre plateada precedía a la cabeza en su caída hacia el escalón. La mano se desvió de su objetivo y se derrumbó sobre el umbral.
Judith escuchó que Oscar lanzaba un gemido.
—¡Tú, pedazo de cabrón! —exclamó Charlie.
Su ex marido jadeaba y estaba cubierto de sudor, pero sus ojos brillaban con una determinación de la que Judith nunca había sido testigo con anterioridad.
»Suéltala —le dijo a Oscar.
Ella sintió que la mano de Oscar se alejaba de su brazo y que la pérdida le provocaba una punzada de dolor. Lo que una vez sintió por Charlie no había sido más que un presagio de lo que la embargaba en esos momentos; como si lo hubiera amado en recuerdo de un hombre al que jamás había conocido. Y ahora que lo conocía, ahora que había escuchado su verdadera voz y no solo un eco, Estabrook se le antojaba un pobre sustituto, a pesar de su tardía muestra de heroísmo.
No podía identificar la fuente de esos sentimientos, pero los guiaba la fuerza del instinto y no podía permitir que ambos hombres la dejaran al margen. Observó a Oscar con atención. Tenía sobrepeso, iba demasiado arreglado y, sin duda, sería en exceso arrogante: el tipo de individuo que jamás elegiría si le dieran la oportunidad. Pero, por alguna razón que no acababa de comprender, le habían negado la oportunidad de elegir. Un impulso más profundo que el mero deseo físico había reclamado su voluntad. El miedo que sintiera por su propia seguridad y por la de Charlie parecía haberse esfumado de súbito, como si no hubiera sido más que una abstracción.
—No te preocupes por él —le dijo Charlie—. No va a hacerte daño.
Ella le echó una ojeada. Al lado de su hermano parecía un cascarón, atormentado por continuas convulsiones y temblores. ¿Cómo podía haberlo amado alguna vez?
»Ven —le dijo para atraerla a su lado.
Ella no se movió hasta que Oscar así se lo dijo.
—Ve con él.
Judith comenzó a caminar hacia Charlie, movida más por el deseo de obedecer a Oscar que por las ganas de acercarse a su ex marido. A medida que se acercaba a él, otra sombra apareció en la entrada: un joven vestido con un traje de corte austero y el pelo teñido de rubio. Los rasgos de su rostro eran tan perfectos que parecían estereotipados.
—No te metas, Dowd —advirtió Oscar—. Esto es entre Charlie y yo.
Dowd miró el cadáver que estaba en el escalón antes de volver a posar los ojos en Oscar y ofrecerle dos palabras de advertencia.
—Es peligroso.
—Sé perfectamente lo que es —contestó Oscar—. Judith, ¿por qué no vas afuera con Dowd?
—No te acerques a ese cabrón de mierda —le ordenó Charlie—. Ha matado a
Piel.
Y todavía hay otra de esas criaturas ahí fuera.
—Se llaman «anuladores», Charles —informó—. Y no van a tocar un pelo de su hermosa cabecita. Judith, mírame. —Ella se dio la vuelta para hacerlo—. No estás en peligro. ¿Me entiendes? Nadie va a hacerte daño.
Ella lo entendió y lo creyó. Sin mirar siquiera a Charlie, continuó alejándose hacia la puerta. El asesino de
Piel
se hizo a un lado y le ofreció la mano para ayudarla a saltar por encima del cadáver del anulador, pero ella la ignoró y salió bajo el sol con una bochornosa ligereza tanto en el corazón como en los pies. Dowd la siguió mientras se alejaba de la capilla. Podía sentir su mirada en la espalda.
—Judith… —la llamó con una especie de incredulidad en la voz.
—Esa soy yo —contestó ella, a sabiendas de que reclamar dicha identidad era algo de vital importancia.
Acuclillado sobre el suelo, a cierta distancia de ellos, vio al otro anulador. Observaba con indiferencia el cuerpo de
Piel
sin dejar de acariciar el costado del perro con los dedos. Ella apartó la mirada, renuente a que la extraña dicha que sentía fuese empañada por la morbosidad.
Judith y Dowd llegaron a la linde del bosque, desde donde ella consiguió echarle un vistazo al cielo sin obstáculos que la estorbaran. El sol se hundía en el horizonte y sus colores se intensificaban a medida que lo hacía, confiriendo una magia especial al parque, a las terrazas y a la casa.
—Tengo la sensación de haber estado aquí antes —dijo ella.
La idea era peculiarmente reconfortante: al igual que los sentimientos que albergaba hacia Oscar, surgía de algún lugar en su interior que no recordaba poseer; sin embargo, identificar la fuente de todos esos sentimientos no era tan importante en ese instante como aceptar su presencia. Cosa que ella hacía, y de muy buena gana además. Había pasado una buena parte de su vida más reciente inmersa en una serie de acontecimientos que escapaban a su control, y suponía un placer acariciar un puñado de sentimientos con raíces tan profundas e instintivas que ni siquiera tenía que analizar su razón de ser. Formaban parte de ella y, por tanto, eran buenos en sí mismos. Al día siguiente, o tal vez el día después, intentaría analizar el significado de todas aquellas emociones con más atención.
—¿Recuerda algo en concreto acerca de este lugar? —le preguntó Dowd.
Ella meditó durante un instante antes de contestar.
—No. Es solo una sensación de… que pertenezco a este lugar.
—En ese caso, tal vez sea mejor no recordar nada —fue la respuesta de Dowd—. Ya sabe lo que sucede con la memoria. Puede ser muy traicionera.
A Judith no le gustaba nada ese hombre, pero su observación tenía cierto mérito. Apenas podía recordar lo sucedido en su vida diez años atrás; pensar en un periodo posterior a ese lapso sería casi imposible. Si los recuerdos llegaban con el paso del tiempo, les daría la bienvenida. Pero, en esos momentos, tenía una copa a rebosar de sentimientos que, tal vez, resultaban aún más atractivos debido al misterio que los envolvía.
Desde la capilla, llegaron las voces de los dos hombres, aunque la distorsión que provocaban el eco y la distancia hacía que la conversación resultara del todo incomprensible.
—Una pequeña rivalidad filial —comentó Dowd—. ¿Qué se siente al ser una mujer por la que luchan dos hombres?
—No hay ninguna lucha —contestó ella.
—Ellos no parecen estar de acuerdo con usted —dijo Dowd.
Las voces se habían convertido en gritos que llegaron a un punto álgido y, súbitamente, se apagaron. Uno de los dos hombres continuaba hablando (Oscar, según le parecía a Judith), pero las reprimendas del otro lo interrumpían de modo constante. ¿Estarían regateando por ella, pujando hasta llegar a un acuerdo? Comenzó a pensar que sería necesaria su intervención. Tal vez debiera volver a la capilla y dejar claro a quién debía su fidelidad, por muy irracional que fuese. Mejor decir la verdad en ese momento que permitir que Charlie negociara con sus posesiones solo para descubrir que no iba a quedarse con el premio. Se dio la vuelta y comenzó a desandar el camino hacia la capilla.
—¿Qué está haciendo? —preguntó Dowd.
—Tengo que hablar con ellos.
—El señor Godolphin le ordenó…
—Ya lo sé. Tengo que hablar con ellos.
A su derecha, vio que el anulador se ponía en pie, pero la criatura no la miraba a ella, sino a la puerta de la capilla que permanecía abierta. Olisqueó el aire y dejó escapar un silbido parecido a un gimoteo antes de salir corriendo hacia la entrada del edificio con unas zancadas casi animales. Llegó allí antes que Jude, y con las prisas pisó el cadáver de su hermano. En cuanto Jude estuvo a un par de metros de la puerta, distinguió el olor que había hecho gimotear a la criatura. Una brisa (demasiado cálida para la estación del año y en la que flotaban unos aromas demasiado extraños para ser de este mundo) salió de la capilla y llegó hasta ella. Para su completo horror, se dio cuenta de que la historia se repetía. Los pasajeros subían allí dentro al tren que comunicaba los Dominios, y el movimiento de la máquina por la vía era el origen del viento que ella percibía.
—¡Oscar! —gritó, tropezando con el cadáver en su afán por irrumpir en el interior.
Los pasajeros ya se habían evaporado. Los vio desaparecer de la vista de la misma forma en que lo hicieran Cortés y Pai'oh'pah, con la diferencia de que en este caso el anulador, desesperado por acompañarlos, se arrojó al flujo que los llevaría al otro lado. Puede que ella hubiera debido hacer lo mismo, pero al instante comprendió que esa cosa había cometido un error. La criatura había quedado atrapada en el flujo, pero había llegado demasiado tarde como para acompañar a los viajeros adondequiera que estos hubiesen ido. Su silbido se convirtió en un grito agudo mientras se desintegraba. Sus brazos y su cabeza, inmersos en el vórtice de poder que señalaba el lugar de partida, comenzaron a darse la vuelta como un calcetín. La mitad inferior de su cuerpo, que aún no estaba dentro del flujo, comenzó a contorsionarse mientras las piernas intentaban encontrar un apoyo estable sobre el mosaico del suelo al tiempo que intentaba liberarse. Demasiado tarde. Jude vio cómo su cabeza y su tronco se descubrían antes de que los brazos fueran despojados de la piel, que fue absorbida al instante.