El rostro de Pai, que hasta ese momento había permanecido inexpresivo, compuso una expresión de alarma cuando a N'ashap comenzó a salirle sangre de la nariz. Cortés sintió una oleada de satisfacción al contemplarlo, pero el místico se levantó y fue a ayudar al oficial, cogiendo una de las prendas que se había quitado para tratar de contener la hemorragia. Al principio N'ashap rechazó, en dos ocasiones, su ayuda de un manotazo, pero la voz sumisa de Pai lo tranquilizó y, después de un rato, el capitán se sentó en la silla acolchada y permitió que lo atendiera. Los arrullos y caricias del místico le resultaron a Cortés tan enervantes como la escena que acababa de interrumpir, de modo que se retiró, confundido y asqueado, primero hacia la puerta y después hacia la antecámara.
Allí se demoró con la vista fija en el cuadro de Aping. En la habitación que había tras él, N'ashap había empezado a gemir de nuevo. El sonido hizo que Cortés se fuera, atravesando de nuevo el laberinto de vuelta a su habitación. Scopique y Aping habían tendido su cuerpo de nuevo en la cama. Su rostro carecía de expresión y uno de sus brazos había resbalado desde su pecho y colgaba por el borde del tablero. Ya parecía muerto. No era de extrañar que la devoción de Pai se hubiera vuelto tan mecánica, cuando lo único que tenía delante que pudiera inspirarle una esperanza de recuperación era aquel maniquí descarnado, día tras día. Se acercó más al cuerpo, casi tentado de no volver a entrar en él jamás, de dejar que se marchitara y muriera. Pero eso conllevaba demasiado riesgo. ¿Debía asumir que su condición presente estaba supeditada a la permanencia de su yo físico? A pesar de que un yo sin carne era ciertamente posible (había oído a Scopique hablar sobre ese tema en esa misma celda), suponía que eso no se aplicaba a espíritus tan poco evolucionados como él. La piel, la sangre y los huesos eran la escuela en la que alma aprendía a volar, y él todavía era demasiado novato como para atreverse a hacer novillos. Tenía que volver a ver a través de sus ojos, por desagradable que le resultara la idea.
Se acercó una vez más a la ventana y contempló el mar resplandeciente. La vista de las olas que rompían contra las rocas que había más abajo le devolvió al horror de su ahogamiento. Sintió cómo las aguas vivientes se retorcían en torno a él y presionaban sus labios de la misma forma que la polla de N'ashap, y le exigían que la abriera y tragara. Aterrorizado, apartó la vista del mar y cruzó la habitación a toda velocidad, golpeando su propia frente como una bala. Al regresar a su carne con las imágenes de N'ashap y el mar en su mente, comprendió al instante la naturaleza de su enfermedad. Scopique se había equivocado, ¡se había equivocado completamente! Había una razón fisiológica sólida (¡y tan sólida!) para su inmovilidad. En aquel momento la sentía en su vientre, desesperadamente real. Había tragado agua del mar y todavía estaba en su interior, viva, prosperando a sus expensas.
Antes de que el intelecto pudiera aconsejarle lo contrario, dejó que la repugnancia se extendiera por su cuerpo; lanzó sus demandas a cada una de sus extremidades.
¡Moveos!,
les dijo,
¡moveos!
Alimentó su furia con la imagen de N'ashap usándolo como había usado a Pai, imaginándose el semen del oethac en su estómago. Su mano izquierda encontró fuerza suficiente para agarrarse al tablero de la cama y le proporcionó el apoyo necesario para ponerse de lado. Cayó sobre su costado para después hacerlo de la cama, golpeando el suelo con fuerza. El impacto soltó algo en la base de su vientre. Sintió cómo esa cosa se esforzaba por aferrarse a sus entrañas de nuevo y sus movimientos fueron lo bastante violentos como para arrojarlo de un lado a otro, como si fuese un saco lleno de peces; cada sacudida desbancaba más al parásito y liberaba su cuerpo de su tiranía. Le crujían las articulaciones como cáscaras de nueces; sus tendones se contraían y estiraban. Era una agonía; deseaba soltar un grito de dolor, pero lo único que pudo emitir fue el ruido de las náuseas. Aun así, fue como música para sus oídos: el primer ruido que había emitido desde el grito que había proferido cuando la Cuna se lo tragaba. Fue muy corto, sin embargo. Su arruinado organismo estaba expulsando el parásito de su estómago. Lo sentía en el pecho, como un almuerzo de anzuelos que deseaba vomitar sin poder hacerlo por miedo a darse la vuelta corno un calcetín en el intento. La cosa parecía darse cuenta de que habían llegado a un punto muerto, porque disminuyó sus forcejeos y Cortés tuvo tiempo de dar una desesperada bocanada de aire a través de unas vías aéreas casi colapsadas debido a aquella presencia. Con los pulmones tan llenos de aire como cabía esperar, se levantó del piso apoyándose en la cama y, antes de que el parásito tuviese tiempo de retomar un nuevo asalto, se puso en pie y se lanzó de bruces al suelo. Cuando golpeó contra la dura superficie, la cosa subió hasta su garganta y después hasta su boca, y Cortés se llevó una mano hacia los dientes para tratar de sacarlo. Salió en dos impulsos, sin dejar de luchar para regresar hacia sus tripas. Fue seguido inmediatamente de su último almuerzo.
Jadeando en busca de aire, se puso en pie y se inclinó sobre la cama, con los regueros de vómito colgándole de la barbilla. La cosa del suelo se agitaba y se sacudía, y Cortés dejó que sufriera. A pesar de que le había parecido enorme cuando lo tenía dentro, no era más grande que su mano: un trozo amorfo de carne blanquecina y venas plateadas con miembros no más gruesos que un cordel, aunque en un número no inferior a veinte. No emitía sonido alguno, excepto los chasquidos que sus espasmos producían sobre el revoltijo bilioso que había en el suelo de la celda.
Demasiado débil para moverse, Cortés estaba todavía desplomado sobre la cama cuando, minutos después, Scopique regresó en busca de Pai. El asombro del anciano no conoció límites. Gritó para pedir ayuda y después colocó a Cortés sobre la cama, sin dejar de hacerle una pregunta tras otra a tal velocidad que Cortés apenas tenía energía o aliento para responder. Sin embargo, le comunicó lo suficiente a Scopique para que el hombre se recriminara por no haber dado con el problema antes.
—Creí que el problema residía en tu mente, Zacharias, y todo este tiempo… todo este tiempo ha estado en tu estómago. ¡Esa cosa repugnante!
Cuando llegó Aping, se produjo una nueva ronda de preguntas; fue Scopique quien las respondió en esta ocasión y, a continuación, salió a buscar a Pai y dejó que el guardia se encargara de hacer que se limpiara la porquería del suelo y de que trajeran al paciente agua y ropas limpias.
—¿Necesita algo más? —quiso saber Aping.
—Comida —dijo Cortés. Jamás había tenido el estómago tan vacío.
—Me encargaré de ello. Me resulta raro oír su voz y ver cómo se mueve. Me había acostumbrado a lo otro. —Esbozó una sonrisa—. Cuando se sienta mejor —añadió—, me gustaría que hablásemos un rato. El místico me ha dicho que usted es pintor.
—Lo era, sí —dijo Cortés y, de forma inocente, añadió una pregunta—: ¿Por qué? ¿Usted también lo es?
Aping resplandeció.
—Así es —afirmó.
—Entonces, tendremos que hablar —dijo Cortés—. ¿Qué es lo que pinta?
—Paisajes. Algunas personas.
—¿Desnudos? ¿Retratos?
—Niños.
—Ah, niños… ¿Tiene algún hijo?
El rostro de Aping reflejó una pizca de ansiedad.
—Más tarde —musitó al tiempo que echaba un vistazo al pasillo; después, volvió a mirar a Cortés—. En privado.
—Estoy a su disposición —replicó Cortés.
Se escucharon voces fuera de la habitación. Scopique regresó con N'ashap, que bajó la mirada para contemplar el cubo que contenía el parásito en cuanto entró. Hubo más preguntas; mejor dicho, las mismas preguntas planteadas de distinta forma, y en aquella tercera ocasión fueron Scopique y Aping quienes respondieron. N'ashap no prestó demasiada atención; estudió a Cortés mientras le narraban el drama y después lo felicitó con una peculiar formalidad. Cortés percibió con satisfacción las manchas de sangre seca que había en su nariz.
—Debemos enviar un informe completo sobre este incidente a Yzordderrex — señaló N'ashap—. Estoy seguro de que los intrigará tanto como a mí.
Dicho esto, salió de la habitación y le dio a Aping la orden de que lo siguiera de inmediato.
—Nuestro comandante no tiene muy buen aspecto —observó Scopique—. Me pregunto por qué.
Cortés se permitió esbozar una sonrisa, pero esta desapareció de su rostro cuando vio a su último visitante. Pai'oh'pah apareció en la puerta.
—Vaya, menos mal —dijo Scopique—. Aquí estás. Os dejaré a los dos a solas.
El anciano se retiró y cerró la puerta tras él. El místico no se acercó para abrazar a Cortés, ni siquiera para darle la mano. En cambio, se dirigió a la ventana y contempló el mar sobre el que todavía seguía brillando el sol.
—Ahora sabemos por qué llaman a esto la Cuna —dijo.
—¿Qué quieres decir?
—¿Dónde si no podría un hombre dar a luz?
—Eso no fue dar a luz —dijo Cortés—. No digas bobadas.
—Puede que para nosotros no —afirmó Pai—. Pero, ¿quién sabe cómo se hacían los niños aquí en épocas remotas? Puede que los hombres se sumergieran de forma voluntaria, bebieran el agua, dejaran que creciera…
—Te he visto —dijo Cortés.
—Lo sé —replicó Pai, que no se apartó de la ventana—. Y has estado a punto de hacernos perder un aliado.
—¿N'ashap? ¿Un aliado?
—Aquí es la autoridad.
—Es un oethac. Y es escoria. Y tendré la satisfacción de matarlo.
—¿Ahora eres mi campeón? —preguntó Pai, que por fin se había girado para mirar a Cortés.
—Vi lo que te estaba haciendo.
—Eso no fue nada —replicó Pai—. Sabía lo que me hacía. ¿Por qué crees que nos han dado el trato que hemos recibido? Me han permitido visitar a Scopique siempre que he querido. A ti te han alimentado y te han dado de beber. Y N'ashap no hacía preguntas acerca de ninguno de nosotros. Ahora sí lo hará. Ahora se mostrará suspicaz. Tenemos que largarnos de aquí antes de que obtenga una respuesta a sus preguntas.
—Mejor eso a que tengas que servirlo.
—Ya te he dicho que no fue nada.
—Para mí lo fue —dijo Cortés, y las palabras rasparon su dolorida garganta.
Le costó algo de esfuerzo, pero logró ponerse en pie para poder mirar al místico a los ojos.
»Al principio, me hablabas acerca de lo que creías que me había hecho daño, ¿recuerdas? No dejabas de hablar de la estación de Mai-Ké y de decir que querías que te perdonara; yo creía que jamás habría algo entre nosotros dos que no pudiera perdonar u olvidar y que, en cuanto pudiera recuperar el habla, te lo diría. Pero ahora no estoy seguro. Ese tipo te vio desnudo, Pai. ¿Por qué él y no yo? Creo que eso sí puede ser imperdonable, que le hayas permitido contemplar el misterio y a mí no.
—El no vio misterio alguno —replicó Pai—. Me miraba y veía a una mujer que amó y perdió en Yzordderrex. Una mujer que se parecía a su madre, de hecho. Está obsesionado con eso. Con un eco del eco de su madre. Y mientras yo le proporcionara esa ilusión de forma discreta, él se mostraría complaciente. Eso me parece más importante que mi dignidad.
—Ya no —dijo Cortés—. Si vamos a seguir juntos de aquí en adelante, entonces quiero que seas mío, seas lo que seas. No te compartiré, Pai. Ni por obediencia ni por la propia vida.
—No sabía que pensabas así. Si me lo hubieras dicho…
—No podía. Ya me sentía así incluso antes de que llegáramos aquí, pero no era capaz de decir nada al respecto.
—Me disculpo, si sirve de algo.
—No quiero una disculpa.
—¿Qué quieres, entonces?
—Una promesa. Un juramento. —Hizo una pausa—. Un matrimonio.
El místico sonrió.
—¿De verdad?
—Más que nada en este mundo. Ya te lo pedí una vez y tú aceptaste. ¿Es necesario que te lo pida de nuevo? Lo haré si quieres.
—No es necesario —dijo Pai—. Será el mayor de los honores para mí. ¿Pero quieres que sea aquí? ¿Aquí nada menos? —El ceño fruncido del místico se convirtió en una sonrisa—. Scopique me habló sobre un careste que está encerrado en el sótano. Él podría hacer los honores.
—¿Qué religión profesa?
—Está aquí porque cree que es Jesucristo.
—Entonces puede demostrar que lo es obrando un milagro.
—¿Qué milagro?
—Puede hacer de John
Furia
Zacharias un hombre honesto.
El matrimonio entre el místico eurhemetec y el fugitivo John
Furia
Zacharias, alias Cortés, tuvo lugar esa misma noche en los sótanos del manicomio. Por fortuna, su sacerdote atravesaba un periodo de lucidez y estaba dispuesto a que se dirigieran a él por su verdadero nombre: padre Atanasio. Sin embargo, las pruebas de su demencia eran bien visibles: cicatrices en la frente, donde se había colocado repetidamente la corona de espinos y se la había calado hasta los huesos; y costras en la zona de las manos donde se había hincado los clavos en la carne. Era tan aficionado a fruncir el ceño como Scopique a sonreír, a pesar de que la apariencia de filósofo no le sentaba bien a un rostro más dotado para la comedia: con una nariz informe que moqueaba continuamente, dientes demasiado separados entre sí y cejas como orugas peludas que se arrugaban cuando fruncía la frente. Lo mantenían, junto al menos una veintena de prisioneros a los que se creía especialmente rebeldes, en la parte más profunda del hospicio, y su celda sin ventanas se vigilaba con más ahínco que las de los prisioneros de las plantas superiores. Debido a esto, Scopique había necesitado excusas más imaginativas para que le permitieran verlo, y el guardia al que habían sobornado, un oethac, solo se mostró dispuesto a hacer la vista gorda durante unos minutos. La ceremonia, por tanto, fue corta, y se llevó a cabo en una mezcla improvisada de latín e inglés, con unas cuantas frases pronunciadas en la lengua de los carestes, la orden del Segundo Dominio de Atanasio; la musicalidad de dicho idioma fue una compensación más que suficiente para su ininteligibilidad. Fue necesario obviar los juramentos, dado el escaso tiempo del que disponían y lo redundante de la mayoría del vocabulario tradicional.
—Esto no se ha llevado a cabo a los ojos de Hapexamendios —dijo Atanasio—, ni a los de ningún dios o cualquiera de sus secuaces. Sin embargo, rogamos que la presencia de Nuestra Señora pueda bendecir esta unión con su infinita compasión y que vosotros dos entréis juntos a la gran unión en una época más propicia. Hasta entonces, solo puedo ser el recipiente que sostenga vuestro sacramento, que se lleva a cabo ante vuestros ojos y por vuestro bien.