—No has sido sincero conmigo —replicó—. ¿Por qué debería decírtelo?
—Porque todavía puedo llevarte a Yzordderrex —le respondió.
—¿Ahora recurres al soborno?
—¿Es que ya no quieres ir?
—Tengo más deseos de conocer la verdad sobre mí misma.
Aquello pareció entristecerlo mucho.
—Ya veo —suspiró—. He mentido durante tanto tiempo que ya no estoy seguro de poder reconocer la verdad aunque me la topara de frente. Salvo…
—¿Sí?
—Lo que sentimos el uno por el otro —murmuró—, al menos lo que yo siento por ti… Eso era de verdad, ¿no es así?
—Ya no estoy tan segura —replicó Jude—. Me encerraste. Me dejaste en manos de Dowd.
—Ya te he explicado…
—Sí, que distrajeron tu atención. Que tenías que atender otros asuntos. Así que me olvidaste.
—No —protestó—. Nunca me olvidé de ti. Nunca, te lo juro.
—¿Qué pasó entonces?
—Tenía miedo.
—¿De mí?
—De todo. De ti, de Dowd, de la Sociedad. Empecé a ver intrigas por todas partes. De repente, la idea de tenerte en mi cama me pareció un riesgo demasiado elevado. Temía que me asfixiaras o que…
—Eso es ridículo.
—¿Tú crees? ¿Cómo puedo saber con certeza a quién perteneces?
—Me pertenezco a mí misma.
Oscar sacudió la cabeza y desvió la vista desde el rostro de Judith al retrato de Joshua Godolphin que colgaba sobre la cama.
—¿Cómo puedes saberlo? —le preguntó—. ¿Cómo puedes saber a ciencia cierta que lo que sientes por mí proviene de tu corazón?
—¿Qué importancia tiene su procedencia? Está aquí. Mírame.
El hombre se negó a complacerla y siguió con la vista clavada en el lord Loco.
—Está muerto —le dijo Judith.
—Pero su legado…
—¡A la mierda su legado! —gritó ella, poniéndose de repente en pie para agarrar el retrato por el pesado marco dorado y arrancarlo de la pared.
Oscar se levantó para oponerse, pero la vehemencia de Judith ganó la partida. El retrato se desprendió del gancho con un leve tirón y Judith lo arrojó sin ceremonias al otro lado de la estancia. Después, se dejó caer de nuevo en la cama, delante de Oscar.
—Ya está muerto y enterrado —le dijo—. No puede juzgarnos. No puede controlarnos. Sea lo que sea lo que sintamos el uno por el otro, y no pretendo saber qué es, es solo asunto nuestro. —Le rodeó la cara con las manos; los dedos se enredaron en su barba—. Dejemos atrás los miedos —le pidió—. Aférrate a mí en su lugar.
Oscar la rodeo con los brazos.
»Vas a llevarme a Yzordderrex, Oscar. No dentro de una semana, ni dentro de unos días: mañana. Quiero ir mañana. En caso contrario —sus manos le soltaron el rostro— déjame ir ahora. Deja que me vaya de aquí. Que salga de tu vida. No seré tu prisionera, Oscar. Tal vez las amantes de ese hombre consintieran eso, pero yo no. Me suicidaría antes de dejar que volvieras a encerrarme.
Dijo todo aquello sin derramar una sola lágrima. A sentimientos sencillos, actos sencillos. Oscar le tomó las manos y volvió a llevárselas a las mejillas, como si la invitara a poseerlo. El rostro del hombre estaba plagado de pequeñas arrugas que no había visto antes, arrugas humedecidas por las lágrimas.
—Nos iremos —le dijo.
Cuando dejaron Londres al día siguiente, caía una apacible llovizna; sin embargo, para cuando llegaron a la propiedad el sol ya se había abierto camino entre las nubes, y el parque resplandecía a su alrededor cuando lo cruzaron. No se acercaron a la casa, sino que se dirigieron directamente hacia el bosquecillo que ocultaba el Retiro. Una ligera brisa se filtraba entre las ramas, agitando sus livianas hojas. Se podía oler la vida por todas partes, un aroma que hacía latir su sangre ante el inminente viaje.
Oscar le había aconsejado que se vistiera pensando en la comodidad y el calor. La ciudad, le dijo, se veía afectada por súbitos cambios de temperatura, según la dirección en que soplara el viento. Si provenía del desierto, el calor de las calles era capaz de hornear la carne como si se tratara de un pan ácimo. En cambio, si viraba de repente y soplaba del océano, traía nieblas frías y densas, acompañadas de súbitas heladas. Por supuesto, nada de aquello la desanimó. Nunca había deseado nada en toda su vida como embarcarse en aquella aventura.
—Sé que he repetido una y otra vez los peligros que puede entrañar la ciudad —le dijo Oscar mientras se agachaban para pasar bajo unas ramas bajas—, y sé que estás cansada de oírme, pero no es una ciudad civilizada, Judith. Creo que el único hombre en el que confío allí es Pecador. Si nos separáramos por cualquier motivo, o si algo me ocurriera, puedes acudir a él en busca de ayuda.
—Entendido.
Oscar se detuvo para admirar el hermoso paisaje que tenía por delante, con la luz del sol moteando las pálidas paredes y la cúpula del Retiro.
—¿Sabes? Antes venía aquí solo de noche —le comentó—. Creía que era una hora sagrada, cuando la magia tenía más poder. Pero no es verdad. La Misa del Gallo y la luz de la luna están bien, pero los milagros también se producen a plena luz; exactamente igual de intensos y de misteriosos.
Alzó la mirada hacia las copas de los árboles.
»En ocasiones, se debe huir del mundo para poder verlo —explicó—. Hace unos años, fui a Yzordderrex y me quedé allí… no sé, dos meses o dos meses y medio; cuando regresé al Quinto Dominio, lo vi como si fuera un niño. Lo juro, igual que un niño. Este viaje no solo te mostrará el resto de los Dominios. Si volvemos sanos y salvos…
—Lo haremos.
—Menuda fe… Como te decía, si volvemos, este mundo también será diferente. Todo será distinto porque tú habrás cambiado.
—Pues que así sea —replicó.
Judith le cogió la mano, y así se encaminaron hacia el Retiro. Sin embargo, algo la ponía nerviosa. No eran las palabras de Oscar, su charla acerca del cambio no había hecho sino acrecentar su excitación, sino, tal vez, el silencio que se había instalado entre ellos y que le resultaba, de pronto, demasiado profundo.
—¿Algo va mal? —le preguntó al sentir que su mano lo aferraba con más fuerza.
—El silencio…
—En este lugar siempre hay una atmósfera extraña. Ya lo he sentido con anterioridad. Claro que muchas almas buenas perecieron aquí.
—¿Durante la Reconciliación?
—Así que lo sabes, ¿no es cierto?
—Gracias a Clara. Hará doscientos años este verano, o eso dijo ella. Quizá los espíritus hayan regresado para comprobar si alguien vuelve a intentarlo.
El hombre se detuvo y tiró de su brazo.
—No digas eso, ni siquiera en broma. Por favor. No habrá Reconciliación, ni este verano ni ningún otro. Los maestros están muertos. Todo este asunto…
—De acuerdo —le aseguró—. Tranquilízate, no volveré a mencionarlo.
—Una vez que pase el verano no tendrá importancia —dijo él con fingida ligereza—, al menos durante otro par de siglos. Estaré bien muerto y enterrado antes de que todo este barullo empiece de nuevo. Tengo mi propio hogar, ¿sabes? Lo elegí con Pecador. Está en los límites del desierto, con una maravillosa vista de Yzordderrex.
Su cháchara nerviosa ocupó el silencio hasta que llegaron a la puerta, momento en que guardó silencio. Judith se alegró de que lo hiciera. Aquel lugar merecía cierto respeto. Allí, junto a la entrada, no resultaba difícil creer que los fantasmas se reunían en aquel lugar; los muertos de los siglos pasados se mezclaban con aquellos que Jude había visto con vida en aquel mismo lugar: Charlie el primero, por supuesto, quien la obligó a entrar mientras le decía con una sonrisa que aquel sitio no tenía nada de especial, que se trataba tan solo de unas cuantas piedras; y también los anuladores, uno quemado, otro con la cara destrozada, ambos rondando el umbral.
—A menos que se te ocurra algún impedimento —dijo Oscar—, me parece que deberíamos hacerlo ya.
La condujo al interior, al centro del mosaico.
—Cuando llegue el momento —le indicó— tenemos que aferramos el uno al otro. Aunque creas que no hay nada a lo que agarrarse, lo hay; solo que ha cambiado durante un instante. No quiero perderte entre este lugar y aquel. El In Ovo no es un buen sitio para darse un paseo.
—No me perderás —le aseguró.
Se puso en cuclillas y escarbó en el mosaico, extrayendo del diseño una docena de piezas de piedra con forma piramidal del tamaño de dos puños, que habían sido diseñadas de tal forma que resultaban casi invisibles cuando estaban en su lugar.
—No comprendo del todo el mecanismo que nos trasladará al otro lado — comentó mientras trabajaba—. No estoy seguro de que alguien lo entienda. Pero, según Pecador, hay una especie de lenguaje común al que todos podemos ser traducidos. Y todos los procesos mágicos están relacionados con esta traducción.
Estaba colocando las piedras alrededor de la circunferencia mientras hablaba. La disposición parecía arbitraria.
»Una vez que la materia y el espíritu se hallan en el mismo idioma, pueden influir el uno sobre el otro de incontables maneras. La carne y los huesos pueden ser transformados, trascendidos…
—¿O transportados?
—Eso es.
Jude recordaba el aspecto que presentaba un viajero cuando pasaba de este mundo a otro: la carne plegada sobre sí misma, el cuerpo distorsionado más allá de cualquier reconocimiento posible.
—¿Duele? —preguntó.
—Al principio sí, pero no demasiado.
—¿Cuándo comenzará? —inquirió. Oscar se puso en pie.
—Ya lo ha hecho —contestó.
Mientras él hablaba, Judith lo sintió: cierta presión en sus entrañas y en la vejiga, la opresión en el pecho que le hizo contener el aliento.
—Respira despacio —le aconsejó él, colocándole la palma de la mano contra el esternón—. No luches contra ello. Deja que suceda. No te va a pasar nada malo.
Judith paseó la mirada desde la mano de él hasta el círculo que los encerraba y más allá, a través de la puerta del Retiro, hacia la hierba iluminada por el sol que se extendía a pocos pasos de donde ella se hallaba. Por muy cerca que se encontrara, no podía volver allí. El tren al que se había subido estaba cogiendo velocidad. Era demasiado tarde para tener dudas o querer echarse atrás. Estaba atrapada.
—Todo va bien —oyó que decía Oscar, pero ella no estaba de acuerdo en absoluto.
El dolor de su estómago era tan agudo que parecía que la hubieran envenenado; también le dolía la cabeza; y la picazón de su piel era tan profunda que no habría podido aliviarla rascándose. Miró a Oscar. ¿Sentiría los mismos dolores? Si era así, los sobrellevaba con una fortaleza encomiable, ya que le dedicaba una sonrisa digna de un anestesista.
»Pronto habrá pasado —seguía diciendo—. Aguanta un poco…, pronto habrá pasado.
La acercó más a él, y, al hacerlo, Judith sintió que un hormigueo recorría su cuerpo, como si una tormenta estallara en su interior y se llevara el dolor.
»¿Mejor? —preguntó él, y la palabra era más una forma que un sonido.
—Sí —respondió y, con una sonrisa, alzó los labios hacia los de él y cerró los ojos con placer cuando sus lenguas se tocaron.
La oscuridad tras sus párpados se vio iluminada de repente por brillantes líneas que caían como meteoritos en su mente. Abrió los ojos, pero el espectáculo salió de su cabeza y cubrió el rostro de Oscar con franjas de luz. Una docena de vividos colores rellenaron las arrugas y grietas de su piel; otra docena, los huesos que yacían bajo la superficie cutánea; y una tercera, la distribución de nervios, venas y tendones con todos y cada uno de sus detalles. Después, como si la mente hubiera interpretado que su cuerpo ya había terminado con la traducción literal y podía empezar a convertirse en poesía, los mapas estratificados que se habían trazado en su carne se simplificaron. Las redundancias y repeticiones se eliminaron; las formas que emergieron en su lugar eran tan sencillas y puras que hacían que la materia que representaban pareciera vana en comparación, obligándola a retroceder ante ellas. Al contemplar semejante espectáculo, Judith recordó el pictograma que había imaginado la primera vez que hizo el amor con Oscar: la espiral y la curva de su placer que yacían sobre el terciopelo que había tras sus propios ojos. Y en aquel momento se repetía el mismo proceso de nuevo, solo que la mente que lo imaginaba era la del círculo, cuyo poder procedía de las piedras y de los viajeros que pedían paso.
Un movimiento en la puerta hizo que desviara la vista un momento. El aire que los rodeaba estaba a punto de dejar caer todas sus falsas visiones, y lo que había más allá del círculo estaba borroso. Sin embargo, aún quedaba el suficiente color en el traje del hombre que estaba en el umbral como para reconocerlo, aunque no pudiera verle la cara. ¿Quién sino Dowd llevaría un tono melocotón tan ridículo? Judith pronunció su nombre y, a pesar de que de su garganta no salió sonido alguno, Oscar entendió su alarma y se giró hacia la puerta.
Dowd se acercaba al círculo a toda prisa con una intención muy clara: conseguir un viaje al Segundo Dominio. Judith ya había comprobado, en aquel preciso lugar, las horribles consecuencias que conllevaba semejante interferencia, y se abrazó a Oscar con el fin de prepararse para el golpe. No obstante, en lugar de dejar que el círculo se encargara de aquella amenaza, Oscar se alejó de ella y se dispuso a atacar a Dowd. El flujo del círculo multiplicó su violencia por diez, y el grabado de su cuerpo se convirtió en un galimatías sin sentido; sus colores se desdibujaron al instante. El dolor que creía desterrado regresó a ella. La sangre comenzó a manar desde su nariz hasta su boca, que permanecía abierta. Le picaba tanto la piel que también se habría hecho sangre al rascarse, de no ser porque el dolor de las articulaciones le impedía moverse.
No pudo identificar el borrón que tenía delante hasta que su mirada se clavó en el rostro de Oscar, salpicado de manchas y en carne viva, que le gritaba mientras salía del círculo. A pesar del terrible dolor que le provocaban los movimientos, Judith extendió las manos para atraparlo y lo aferró del brazo, decidida a compartir el destino que los esperaba, ya fuera Yzordderrex o la muerte. El hombre se agarró a ella, sujetándose a las manos que extendía e impulsándose de nuevo hacia el Expreso. En cuanto su rostro emergió del borrón que lo ocultaba todo más allá de su sonrisa, Judith comprendió su error: era a Dowd a quien había subido a bordo.
Lo soltó de golpe, movida más por el asco que por la rabia. Su rostro estaba desfigurado en extremo, le sangraban los ojos, los oídos y la nariz. Sin embargo, la mente del traslado ya trabajaba de nuevo en el texto de aquella carne y se preparaba para traducirla y transportarla. Judith no tenía forma de frenar el proceso, y abandonar el círculo en aquel momento sería un suicidio. Más allá, la escena se desfiguraba y oscurecía, pero pudo vislumbrar cómo Oscar se levantaba del suelo, y agradeció a cualquier deidad que protegiera esos círculos que al menos siguiera con vida. Oscar se acercaba de nuevo al círculo, pero pareció darse cuenta de que el tren se movía ya demasiado deprisa, porque retrocedió cubriéndose el rostro con los brazos. Segundos más tarde, todo aquello desapareció; la luz del sol que se filtraba por el umbral brilló por un instante con más intensidad que todo lo demás, pero después también se perdió en la oscuridad.