Aunque la niña no corría peligro de ser golpeada, Cortés agarró a Hurra mientras el vehículo pasaba a gran velocidad por delante de ellos. Ella se dio la vuelta para mirarlo con una enorme sonrisa.
—¿Quién va ahí dentro? —preguntó la niña.
—No lo sé.
Una mujer que había buscado refugio en el portal que había junto a ellos les proporcionó la respuesta:
—Quaisoir —contestó—. La mujer del Autarca. Están arrestando gente en Scoriae. Más carestes.
Hizo un pequeño gesto con los dedos, moviéndolos de ojo a ojo y de allí a la boca, para acabar presionando los nudillos de los dedos índice y anular contra la nariz al tiempo que el dedo corazón tiraba del labio inferior. Realizó el movimiento con la rapidez propia de alguien que está más que acostumbrado a hacer la señal incontables veces al cabo del día. Al instante, se dio la vuelta y bajó por la calle manteniéndose siempre pegada a la pared.
—Atanasio era un careste, ¿no es cierto? —preguntó Cortés—. Deberíamos ir a ver qué está ocurriendo.
—Hay demasiada gente —dijo Pai.
—Nos quedaremos atrás —replicó Cortés—. Quiero ver cómo se las gasta el enemigo.
Y sin darle tiempo a Pai para protestar, Cortés tomó la mano de Hurra y se dispuso a correr en pos de la tropa de Quaisoir. No resultó difícil seguir su rastro. A lo largo del recorrido, no dejaban de asomarse rostros en puertas y ventanas, como anémonas que volvieran a salir después de que la barriga de un tiburón las hubiese rozado: temerosas y preparadas para volver a ocultar sus delicadas cabezas ante el más leve indicio de una sombra. Tan solo un par de niños, que aún no comprendían lo que era el terror, tomaron la misma decisión que los tres extraños que recorrían la calle y se echaron al centro de la calzada, donde el brillo del cometa era más fuerte. Los niños no tardaron mucho en ser devueltos a la relativa seguridad de los portales en los que se ocultaban sus guardianes.
El océano apareció ante ellos a medida que descendían la colina, así como el puerto, que podía verse entonces entre los tejados de las casas, mucho más antiguas en ese vecindario que las que se alzaban en Oke T'Noon o en la parte alta, en el Caramess. El aire era limpio y soplaba la brisa, lo que avivó sus pasos. Poco después, los edificios de viviendas dieron paso a las construcciones portuarias y se encontraron rodeados por almacenes, grúas y silos. Sin embargo, la zona no estaba ni mucho menos desierta. Los trabajadores no se asustaban con la misma facilidad que los ocupantes del kesparate adyacente al puerto, y muchos de ellos habían hecho un alto en su labor para averiguar de qué iba todo aquel alboroto. Componían un grupo bastante más homogéneo del que Cortés había visto hasta el momento; la mayoría eran híbridos de oethac y
horno sapiens,
hombres enormes de aspecto rudo que, en número suficiente, podrían dar una buena paliza al batallón de Quaisoir, sin duda alguna. Cortés alzó a Hurra sobre su espalda en cuanto se unieron a la multitud, por temor a que la niña resultara pisoteada. Algunos de los trabajadores de los muelles miraron a Hurra con una sonrisa mientras que otros les dejaron paso con el fin de que se encaramaran a un lugar más seguro entre el gentío. Cuando volvieron a ver el batallón, la muchedumbre los ocultaba por completo.
A un pequeño contingente de soldados se le había asignado la misión de mantener a los espectadores alejados del perímetro donde iba a desarrollarse la acción; y en esas estaban cuando fueron superados en número y la multitud, que cada vez era más numerosa, sobrepasó la zona acordonada camino del escenario de la batalla: un almacén situado a unos treinta metros calle abajo, que parecía haber sido sitiado. Sus muros presentaban señales de disparos y las ventanas del piso inferior estaban ennegrecidas por el humo. Las tropas que llevaban a cabo el asedio (que no estaban pertrechadas de modo tan llamativo como los soldados de Quaisoir, sino con el uniforme monocromo que Cortés había visto en L'Himby) estaban en esos momentos sacando cuerpos del almacén. Algunos soldados se encontraban en el piso superior del edificio, arrojando a los muertos, y a un par a quienes todavía les quedaba un resquicio de vida, por las ventanas, hacia el sangriento montón que se apilaba en la calle. Cortés se acordó de Beatrix. ¿Era ese ruinoso edificio otra de las huellas de la mano del Autarca?
—No deberías ver esto, ángel —le dijo Cortés a Hurra al tiempo que intentaba bajarla de sus hombros. Sin embargo, la niña se aferró con rapidez al cabello de Cortés para evitarlo.
—Quiero ver —contestó—. Lo he visto con papá muchas veces.
—Bueno, pero no vayas a vomitarme en la cabeza —le advirtió Cortés.
—No lo haré —replicó la niña, indignada ante semejante insinuación.
Más abajo tenían lugar nuevas muestras de brutalidad. Habían sacado a un superviviente del edificio y los soldados le estaban dando patadas a pocos metros del vehículo de Quaisoir, cuyas ventanas y puertas seguían cerradas. Otro hombre se defendía como podía de los ataques de las bayonetas, desafiando a gritos a sus atacantes mientras estos lo rodeaban. Pero la acción se detuvo súbitamente cuando un hombre, ataviado con lo que no parecían ser más que unos cuantos harapos, apareció en el tejado del almacén y extendió los brazos como un alma en busca del martirio, tras lo cual comenzó a arengar a los congregados al pie del edificio.
—¡Es Atanasio! —murmuró Pai, atónito.
El místico gozaba de una vista mucho más aguda que la de Cortés, que tuvo que entornar los ojos y esforzarse mucho para poder confirmar la identidad del hombre. Ciertamente, se trataba del padre Atanasio. Llevaba la barba y el cabello más largos que nunca, y sangraba por las manos, la frente y uno de los costados.
—¿Qué coño está haciendo ahí arriba? —preguntó Cortés—. ¿Dando un sermón?
El sermón de Atanasio no iba dirigido en exclusiva a las tropas y a las víctimas reunidas a los pies del edificio. En varias ocasiones, dirigió su mirada hacia la multitud y gritó algo. Si estaba lanzando acusaciones, oraciones o una llamada a las armas, solo el viento lo supo, ya que sus palabras se perdieron en la brisa. Sin sonido alguno, su actuación resultaba ligeramente absurda y, por descontado, suicida. Por debajo, comenzaban a levantarse los rifles para ponerlo en el punto de mira.
No obstante, antes de que sonara un solo disparo, el primer prisionero, al que habían obligado a base de patadas a arrodillarse muy cerca del vehículo de Quaisoir, se escapó. Los soldados que lo retenían, distraídos por la representación de Atanasio, tardaron en reaccionar y, para cuando lo hicieron, su víctima corría hacia la multitud, ignorando cualquier otra vía de escape que tal vez resultara más rápida. La muchedumbre comenzó a apartarse, anticipándose a la llegada del hombre, pero el batallón que lo perseguía ya estaba apuntándolo con los rifles. Al darse cuenta de que tenían toda la intención de abrir fuego en dirección al gentío, Cortés se puso en cuclillas y, con un grito, ordenó a Hurra que bajara de sus hombros. La niña no protestó en esa ocasión. Mientras obedecía, sonaron los primeros disparos. Cortés echó un vistazo a la masa de cuerpos y vio fugazmente que Atanasio caía hacia atrás, como si lo hubieran golpeado, y desaparecía tras el antepecho que rodeaba el tejado.
—Menudo imbécil —dijo para sí mismo. Estaba a punto de alzar en brazos a Hurra y alejarla de allí cuando una segunda andanada de disparos lo detuvo en seco.
Uno de los trabajadores del muelle, que se encontraba a menos de un metro del lugar donde él estaba arrodillado, fue alcanzado por una bala y cayó como un árbol derribado. Al tiempo que se incorporaba, Cortés escudriñó el gentío en busca de Pai. El careste fugado también había sido abatido, pero seguía tambaleándose hacia delante, camino de una muchedumbre que, en esos momentos, no salía de su asombro. Algunos comenzaban a escapar; oíros permanecían donde estaban como señal de desafío, y unos cuantos se acercaron al trabajador caído para prestarle ayuda.
Era poco probable que el careste viera lo que estaba sucediendo. A pesar de que el ímpetu de su carrera le hacía seguir avanzando, su rostro, demasiado joven para poder presumir de barba, carecía de expresión alguna y sus pálidos ojos tenían un aspecto vidrioso. Comenzó a mover los labios como si quisiera pronunciar unas palabras finales, pero uno de los tiradores apostados tras él le negó ese último deseo. Otra bala impactó en su nuca y salió por la garganta, exactamente por el lugar donde tenía tatuadas tres delgadas líneas azules, la segunda de las cuales dividía en dos su nuez. La fuerza del impacto lo impulsó hacia delante, por lo que los hombres que se interponían entre él y Cortés se apartaron. Su cuerpo cayó al suelo a un metro de Cortés, sin apenas señales de vida. A pesar de que tenía el rostro sobre el suelo, el muchacho movió las manos sobre la arena en dirección a los pies de Cortés, como si supiera exactamente hacia dónde se dirigía. El brazo izquierdo perdió fuerza antes de alcanzar su objetivo, pero el derecho tuvo la suficiente voluntad como para rozar la puntera de uno de sus desgastados zapatos.
Cortés escuchó el murmullo de Pai que le pedía que se alejara, pero no podía abandonar al chico, no en sus últimos momentos. Comenzó a inclinarse para darle un apretón a los moribundos dedos, pero llegó unos segundos tarde. El brazo perdió fuerza y la mano cayó al suelo, inerte.
—¿Quieres venir de una vez? —le dijo Pai.
Cortés apartó los ojos del cadáver y miró a su alrededor. La escena había logrado que tuviese toda una audiencia que lo observaba con una inquietante expectación pintada en el rostro; el respeto y el asombro se mezclaban en los espectadores junto con el anhelo evidente de que se produjera algún tipo de declaración. Cortés no tenía ninguna que ofrecer, así que extendió los brazos para que vieran que tenía las manos vacías. La muchedumbre siguió observándolo sin parpadear, y él estuvo a punto de creer que si no hablaba lo lincharían; pero, en ese momento, una nueva ráfaga de disparos procedentes del almacén sitiado rompió el silencio y los espectadores abandonaron su escrutinio, algunos de ellos sacudiendo la cabeza como si acabaran de salir de un trance. El segundo prisionero acababa de ser fusilado contra el muro del almacén y, en esos momentos, los soldados comenzaban a disparar a la pila de cuerpos amontonados en el suelo con el fin de silenciar a cualquier posible superviviente. Algunos miembros del batallón habían subido al tejado, posiblemente para coronar el montón de cadáveres con el cuerpo de Atanasio. Aunque se les negó tal satisfacción. O había fingido que lo herían, o había sobrevivido a duras penas a la herida y había conseguido ponerse a salvo mientras el drama seguía su curso abajo. Fuera como fuese, había dejado a sus perseguidores con tres palmos de narices.
Tres de los soldados encargados de contener a la multitud, que habían abandonado sus posiciones en cuanto se percataron de que sus compañeros comenzaban a disparar en dirección al gentío, reaparecieron para reclamar el cuerpo del fugitivo. Sin embargo, se encontraron con una resistencia pasiva, ya que los trabajadores rodearon el cadáver y dificultaron su tarea a base de empellones. Tuvieron que abrirse paso con las bayonetas y las culatas de los rifles, pero Cortés había tenido tiempo de apartarse del cuerpo del muchacho antes de que los soldados llegaran hasta él.
También tuvo tiempo de echar un vistazo por encima del hombro al escenario plagado de cuerpos que se veía por encima de las cabezas de los congregados. La puerta del vehículo de Quaisoir se había abierto y la esposa del Autarca había salido por fin a la luz del día, rodeada por un escuadrón de su guardia de élite a modo de escudo. Aquella era la consorte del tirano más vil de toda Imajica, y Cortés se arriesgó a detenerse un instante con la intención de atisbar la huella que habría dejado esa relación tan íntima con el mal.
En cuanto tuvo a la mujer a la vista, aun cuando su visión estaba lejos de ser perfecta, se quedó sin respiración. Era humana, y toda una belleza. No, no era una simple belleza. Era Judith.
Pai lo había agarrado del brazo y tiraba de él para salir de la multitud, pero Cortés no tenía la menor intención de moverse.
—¡Mírala! Dios. ¡Mírala, Pai! ¡Mírala!
El místico echó una ojeada a la mujer.
»Es Judith —le dijo Cortés.
—Eso es imposible.
—¡No! Es ella, ¡mírala con tus putos ojos! ¡Es Judith!
Y, en ese instante, como si su grito hubiera sido la chispa que incendiara la ira de la multitud que los rodeaba, la violencia estalló alrededor del trío de soldados, que aún no había conseguido sacar el cadáver del muchacho. Uno de ellos acabó en el suelo de un golpe, mientras que otro comenzó a disparar al tiempo que se retiraba. La erupción fue instantánea. Las navajas salieron de sus fundas y los machetes de los cinturones. En un lapso de cinco segundos la muchedumbre se había convertido en un ejército y, otros cinco segundos después, se había cobrado ya sus tres primeras vidas. Judith quedó eclipsada por la batalla y Cortés no tuvo más remedio que seguir a Pai, pensando más en la seguridad de Hurra que en la suya propia. Por extraño que pareciera, tenía la sensación de que no corría peligro, como si ese círculo de miradas expectantes hubiera lanzado una especie de hechizo protector sobre él.
—Era Judith, Pai —volvió a decirle una vez estuvieron lo bastante lejos de los gritos y los disparos como para poder mantener una conversación.
Hurra lo había cogido de la mano y le tiraba del brazo con nerviosismo.
—¿Quién es Judith? —preguntó.
—Una mujer que conocemos —contestó Cortés.
—¿Cómo es posible que sea ella? —El tono del místico reflejaba su ansiedad a la par que su irritación—. Hazte esa misma pregunta: ¿cómo es posible que sea ella? Si tienes alguna respuesta, estaré encantado de oírla. En serio. Dímelo.
—No lo sé —dijo Cortés—. Pero confío en mis ojos.
—La dejamos en el Quinto, Cortés.
—Pero si yo pude pasar, ¿por qué no ella?
—¿Y en tan solo dos meses se iba convertir en la esposa del Autarca? Una ascensión meteórica, ¿no te parece?
Se produjo una nueva andanada de disparos en el almacén, seguida de un griterío tan intenso que el eco de las voces reverberó en las piedras que había bajo sus pies. Cortés se detuvo, dio la vuelta y echó un vistazo desde la parte superior de la colina que descendía hasta el puerto.
—Va a haber una revolución —dijo sin más.