La multitud se hizo más densa a medida que bajaba por la calle y, a la postre, dejó de ver y escuchar a aquellos a quienes perseguía. A ambos lados de la vía principal (calle Lujuria, según podía leerse escrito de mala manera en uno de los muros del burdel) se abrían callejones cuya oscuridad bien podía ocultar al nullianac. Comenzó a llamar a gritos a Hurra, pero entre las invitaciones y los regateos, las dos sílabas del nombre acabaron ahogadas. Estaba a punto de proseguir con la carrera cuando atisbo a un hombre que retrocedía con rostro angustiado desde uno de los callejones. Cortés se abrió camino hasta llegar junto a él y lo agarró del brazo, pero el tipo se zafó de su mano y huyó antes de que tuviera la oportunidad de preguntarle qué había visto. En lugar de volver a llamar a Hurra, reservó su aliento y se adentró en el callejón.
A unos veinte metros de la entrada había una inmensa hoguera atendida por una mujer enmascarada, y cuyo combustible no era otra cosa que un montón de colchones. Algunos insectos habían anidado en el terliz, pero se veían obligados a huir a causa de las llamas; unos cuantos trataron de volar, aun cuando sus alas estaban ardiendo, para acabar aplastados por un manotazo de la mujer. Agachándose para evitar una de sus embestidas, Cortés le preguntó por el nullianac y la mujer le indicó con un movimiento de cabeza que siguiera calle abajo. El suelo hervía con los insectos que habían huido de los colchones, por lo que pisó cientos de caparazones antes de alejarse de la hoguera de la fumigadora. La calle Lujuria había quedado demasiado atrás como para disponer de un poco de luz que iluminara el panorama; sin embargo, el bombardeo que había resultado indiferente a la multitud congregada a sus espaldas aún seguía en los barrios colindantes, y las explosiones que tenían lugar en las empinadas calles de la ciudad iluminaban brevemente el callejón, aunque no estaban cerca. El lugar era estrecho y asqueroso; las ventanas y puertas de los edificios se habían tapado con ladrillos o tablones; el paso entre ellos no era más que un canal de desagüe, obstruido con desechos y verduras podridas. El hedor era nauseabundo, pero Cortés respiró hondo con la esperanza de poder expulsar el pneuma y de que este fuera mucho más potente gracias a la propia inmundicia de ese aire fétido. El mero secuestro de Hurra ya había sentenciado a muerte a sus captores, pero si le habían hecho daño, por mínimo que fuera, Cortés juró devolvérselo multiplicado por cien antes de ejecutarlos.
El callejón giraba y se retorcía, estrechándose tanto que apenas daba cabida a un hombre en algunos puntos, pero la sensación de que estaba cerca de ellos se acrecentó cuando escuchó el grito de júbilo del más joven de los secuestradores un poco más adelante. Aminoró el paso un poco y avanzó hasta una zona iluminada, en donde la basura le llegaba a la espinilla. El callejón acababa unos metros por delante del lugar donde él se encontraba, y allí, agachado en el suelo con la espalda contra la pared, estaba el nullianac. La fuente de luz no era ni una farola ni una hoguera, sino la cabeza de la criatura, en la que se arqueaban unos rayos de energía que cruzaban de lado a lado.
A la luz de su parpadeo, Cortés vio a su ángel tendido en el suelo frente a su captor. Hurra estaba totalmente inmóvil y parecía carecer de fuerza alguna. Cortés agradeció que la niña tuviera los ojos cerrados, dadas las actividades a las que estaba entregado el nullianac. La criatura había desnudado a Hurra de cintura para abajo, y sus largas y pálidas manos estaban muy ocupadas manoseándola. El muchacho de los alaridos permanecía a cierta distancia de la escena. Se había desabrochado la cremallera de los pantalones y sostenía su pistola en una mano y su miembro, medio erecto, en la otra. De vez en cuando, apuntaba el arma hacia la cabeza de Hurra y dejaba escapar otro grito.
Nada le habría proporcionado más satisfacción a Cortés en ese momento que exhalar un pneuma contra ambos desde donde estaba, pero aún no controlaba el poder y temía hacer daño a la niña de modo accidental; por tanto, se acercó un poco más en el mismo instante en que una nueva explosión en la colina iluminaba la escena con su potente descarga de luz. Gracias a ella, Cortés vislumbró las maniobras del nullianac y, al instante, escuchó el jadeo de Hurra, lo que hizo que se le encogiera el estómago todavía más. La luz se desvaneció mientras Hurra se quejaba, dejando que fuese el parpadeo de la cabeza de la criatura la que iluminara el sufrimiento de la niña. El muchacho guardaba silencio, con los ojos fijos en la violación. El nullianac alzó la cabeza y murmuró unas palabras que parecieron salir del hueco que se abría entre sus dos cráneos, tras lo que el joven retrocedió un poco, obedeciéndolo. Se avecinaba algún tipo de crisis. Los arcos de energía que cruzaban la cabeza del nullianac brillaban con más intensidad y sus dedos comenzaron a moverse como si quisieran exponer a la niña a la descarga energética. Cortés tomó una honda bocanada de aire al darse cuenta de que tendría que arriesgarse a hacer daño a Hurra si quería evitarle un daño mayor. El muchacho escuchó cómo Cortés inspiraba y se dio la vuelta para escudriñar la oscuridad. En ese momento, otro nuevo estallido de luz les llegó desde las alturas, dejando expuesto a Cortés.
El chico apretó el gatillo al instante pero falló, ya fuese por su ineptitud o por su estado de excitación. Los disparos salieron desviados. Cortés no le dio una segunda oportunidad. Reservando el pneuma para el nullianac, se arrojó sobre el muchacho y le quitó el arma de la mano al tiempo que le golpeaba las piernas desde atrás. El chico cayó a escasos centímetros de la pistola, pero antes de que pudiera reclamarla Cortés le pisó los dedos, provocando un nuevo tipo de aullido muy diferente a los anteriores.
Sin perder un solo instante, se giró para enfrentar al nullianac y tuvo tiempo de ver cómo este alzaba la cabeza mientras los arcos restallaban como látigos. El puño de Cortés fue directo a su boca, y estaba a punto de exhalar el pneuma cuando el chico de los aullidos le agarró la pierna. La sentencia de muerte abandonó la mano de Cortés, pero golpeó el costado del nullianac en lugar de su cabeza, dejándolo herido en vez de muerto. El muchacho volvió a tirar de la pierna de Cortés y, en esa ocasión, consiguió hacerlo caer de espaldas al fango, al igual que le había sucedido a él momentos antes, con lo que se golpeó con fuerza la herida de la puñalada. El dolor lo cegó y, para cuando volvió a recuperar la vista, su asaltante estaba en pie y rebuscaba algo en el arsenal que llevaba a la cintura. Cortés echó un vistazo al nullianac. La criatura se había dejado caer contra la pared y tenía la cabeza echada hacia atrás mientras escupía bocanadas de fuego. No es que estas iluminaran mucho, pero sí lo suficiente como para permitirle ver que la pistola seguía en el suelo, a su lado. Cortés estiró la mano para cogerla al mismo tiempo que la mano del delincuente sacaba a ciegas otra de sus armas, y ya lo tenía en el punto de mira antes de que el muchacho hubiera llevado siquiera el dedo machacado al gatillo. Apuntó no a su cabeza ni a su corazón, sino directamente a la entrepierna. Un objetivo diminuto, si bien consiguió que el muchacho dejara caer la pistola de inmediato.
—¡No lo haga, señor! —le suplicó.
—El cinturón… —contestó Cortés, que se puso en pie mientras el delincuente se quitaba el cinturón y se deshacía del arsenal robado.
Gracias a otro nuevo resplandor, vio que el chico había quedado reducido a una masa temblorosa, lastimera e incapaz de hacer daño. No habría honor alguno en matarlo en ese estado, fueran cuales fuesen los crímenes que hubiera cometido.
—Vete a casa —le ordenó—. Si vuelvo a ver tu cara otra vez…
—¡No lo hará, señor! —contestó el chico—. ¡Lo juro! ¡Le juro que no volverá a verme!
Ni siquiera dio tiempo a que Cortés cambiara de opinión, ya que salió corriendo mientras la luz que había revelado su flaqueza se desvanecía. Cortés se dio la vuelta y apuntó al nullianac. Este se había levantado del suelo y se había deslizado por la pared hasta ponerse en pie; sus dedos, cuyas puntas estaban manchadas con la sangre delatora de su hazaña, presionaban el lugar donde lo había golpeado el pneuma. Cortés esperaba que estuviera sufriendo, pero no tenía modo de saberlo si el nullianac no hablaba. Cuando lo hizo, las palabras que abandonaron su destartalada cabeza no fueron más que un murmullo apenas comprensible.
—¿Quién va a ser…? —preguntó—. ¿Tú o ella? Mataré a uno de los dos antes de morir. ¿Quién va a ser?
—Yo te mataré primero —le respondió Cortés, que apuntaba con la pistola a la cabeza del nullianac.
—Podrías hacerlo —le dijo—. Lo sé. Mataste a uno de mis hermanos en las afueras de Patashoqua.
—Tu hermano, ¿eh?
—Somos muy pocos, y estamos al tanto de la vida de los demás —continuó.
—Pues no hagas nada que reduzca más vuestro número —le advirtió Cortés, que se acercó a Hurra mientras hablaba sin apartar la vista del violador.
—Está viva —dijo la criatura—. No mataría a una cosita tan joven. No con tanta rapidez. Los jóvenes merecen que uno se tome su tiempo.
Cortés se arriesgó a apartar la mirada del nullianac un instante. Hurra tenía los ojos abiertos de par en par y lo miraba presa del pánico.
—No pasa nada, ángel —la tranquilizó—, no te va a pasar nada. ¿Puedes moverte?
Al tiempo que hablaba, volvió a observar a la criatura y deseó poder interpretar de algún modo los movimientos de sus pequeñas lenguas de fuego. ¿Sería su herida más grave de lo que él había supuesto y trataba de conservar sus energías para curarse? ¿O estaba ganando tiempo, a la espera del momento preciso para atacar?
Hurra estaba incorporándose para sentarse y el movimiento le arrancó unos cuantos quejidos de dolor. Cortés anhelaba poder acunarla y consolarla, pero solo se atrevió a ponerse en cuclillas, sin apartar los ojos del violador, con el fin de poder darle a la niña la ropa que le habían arrancado.
—¿Puedes andar, ángel?
—No lo sé —sollozó ella.
—Por favor, inténtalo. Yo te ayudaré.
Le tendió la mano para hacerlo, pero la niña la rechazó y le dijo que no entre lágrimas, al tiempo que se ponía en pie sin su ayuda.
—Muy bien, preciosa —la animó. En la cabeza del nullianac se produjo una especie de despertar y los arcos comenzaron a danzar de nuevo—. Quiero que empieces a andar, ángel —le ordenó a la niña—. No te preocupes por mí, no tardaré en seguirte.
Ella hizo lo que Cortés le pedía, pero muy despacio y sin dejar de sollozar. El nullianac comenzó a hablar de nuevo, a medida que la niña se alejaba.
—¡Ah! Verla así despierta mi deseo. —Los arcos habían comenzado a resonar de nuevo, como el ruido de unos petardos en la lejanía—. ¿Qué harías para salvar su pequeña alma? —le preguntó.
—Cualquier cosa —contestó Cortés.
—Te engañas a ti mismo —le dijo—. Cuando mataste a mi hermano, el resto de mis hermanos y yo estuvimos indagando sobre ti. Sabemos qué tipo de salvador inmundo eres. ¿Qué crimen he cometido yo al lado de los tuyos? Una minucia provocada por la exigencia de mis apetitos. Pero tú… tú… tú has echado por tierra la esperanza de generaciones enteras. Tú has destruido la fruta de los árboles sembrados por los hombres más grandes. Y, aun así, ¿te atreves a afirmar que darías tu vida para salvar a esa pequeña alma?
La elocuencia de la criatura dejó perplejo a Cortés, pero quedó aún más sorprendido por la esencia de sus palabras. ¿De dónde habría sacado el nullianac todas esas conjeturas, arrojadas con semejante facilidad? No había duda de que se trataba de simples invenciones, pero lo confundieron de todos modos, y sus pensamientos se desviaron por un instante vital del peligro en el que se encontraba. La criatura lo vio bajar la guardia y atacó de inmediato. Si bien estaban separados por apenas dos metros, escuchó el diminuto silencio que se produjo entre la intensa luz y su respuesta, un vacío que confirmaba qué tipo de salvador era. La muerte iba de camino hacia la niña antes de que el grito de advertencia abandonara su garganta.
Cortés se dio la vuelta para ver a su ángel en mitad del callejón, a cierta distancia de él. Hurra se había girado, bien por un presentimiento, bien porque hubiese escuchado las palabras del nullianac, ya que estaba de cara al golpe que la criatura le había lanzado. De todos modos, el tiempo pareció detenerse y Cortés pudo contemplar, atormentado por el dolor, los ojos de Hurra fijos en él; lo miraba sin lágrimas y sin parpadear. Tuvo tiempo también para lanzar su grito de advertencia, ante el cual ella cerró los ojos. Su rostro se convirtió en una máscara carente de expresión en la que Cortés habría podido leer cualquier acusación que su culpabilidad tuviese a bien inventar.
Y, entonces, la descarga del nullianac la golpeó. El impacto fue brutal pero no destrozó su cuerpo y, en consecuencia, Cortés se atrevió a creer durante un instante que Hurra había erigido algún tipo de defensa. Pero la herida de semejante ataque era mucho más atroz que la de cualquier bala o golpe; la luz se extendió por el cuerpo de la niña y ascendió desde el lugar del impacto hasta su rostro, donde se introdujo por todos aquellos resquicios que se lo permitieron, y también descendió hacia el lugar que los dedos del violador habían forzado.
Cortés dejó escapar otro grito, en esa ocasión de revulsión, y se giró para enfrentar al nullianac alzando la pistola, que había quedado olvidada tras las palabras de la criatura, para dispararle en el corazón. El violador se desplomó contra la pared, con los brazos caídos a ambos lados del cuerpo y la hendidura de su cabeza aún iluminada por su letal descarga. Cuando volvió a mirar a Hurra, vio que el ataque la había consumido desde el interior y que la niña flotaba a lo largo del rayo de energía que aún la unía a la mirada de su asesino, acercándose al lugar desde donde había surgido la descarga. Bajo la mirada de Cortés, el rostro de Hurra se desmoronó y sus extremidades, que ya no tenían sustancia alguna, desaparecieron del mismo modo. No obstante, antes de que fuera consumida por completo, el disparo que Cortés había asestado al nullianac pasó factura. La descarga de energía flaqueó y el rayo acabó por desaparecer. Al hacerlo, la oscuridad cayó sobre el callejón y, por un instante, Cortés ni siquiera fue capaz de ver el cuerpo de la criatura. Cuando los bombardeos de la colina comenzaron de nuevo, su luz, por breve que fuera, fue suficiente para que contemplara el cadáver del violador desmadejado en el suelo, allí donde antes se había agachado.