Lo observó durante un tiempo a la espera de la venganza final, pero no sucedió nada. La luz se desvaneció y dejó que Cortés retrocediera por el callejón, cargando no solo con el peso de la culpa por la muerte de Hurra, sino también con el de la incapacidad de entender lo sucedido. Hablando claro, habían violado y asesinado a una niña que estaba a su cargo y él no había sido capaz de evitarlo. Sin embargo, llevaba demasiado tiempo vagando por los Dominios como para conformarse con unos hechos tan simples. Además de la lujuria frustrada y de una súbita muerte, había mucho más. Se habían pronunciado unas palabras más apropiadas para un púlpito que para una alcantarilla. ¿No había llamado él mismo a Hurra «su ángel»? ¿No la había visto alcanzar un estado seráfico en los últimos instantes de su vida, cuando tuvo plena conciencia de que iba a morir y había aceptado su destino a pesar de todo? Y, a cambio, ¿no había interpretado él el así llamado papel de salvador inútil y demostrado lo acertada que era semejante acusación al fallar en su tarea de rescatarla? Eran palabras grandilocuentes, pero necesitaba con desesperación creer que eran ciertas. No porque quisiera sucumbir ante semejantes fantasías mesiánicas sino porque, de ese modo, el dolor que lo invadía se veía disminuido por la esperanza de que tras esos acontecimientos subyaciera un propósito mucho más elevado; propósito que acabaría por descubrir y comprender con el paso del tiempo.
Una explosión iluminó el callejón y la sombra de Cortés cayó sobre algo que se retorcía entre la basura. Le llevó un momento comprender lo que estaba viendo, pero, cuando lo hizo, dejó escapar un grito. Hurra no había desaparecido por completo. Unos pequeños restos de su piel y sus músculos, arrojados al suelo en el momento en que el nullianac cesó en su intento de reclamarla, se movían sobre los desperdicios. No había nada reconocible en esos restos; de hecho, si no hubieran estado moviéndose entre las ensangrentadas ropas de la niña, Cortés ni siquiera habría caído en la cuenta de que se trataba de su carne. Alargó el brazo para tocarlos con los ojos llenos de lágrimas, pero la escasa vida que los animaba desapareció antes de que sus dedos pudieran rozarlos.
Cortés se puso en pie hirviendo de furia. Se sentía horrorizado por la basura que pisaban sus pies, por las casas vacías y muertas que la flanqueaban, y también asqueado de sí mismo; asqueado por haber sobrevivido cuando su ángel no lo había hecho. Posó sus ojos sobre la pared más cercana, respiró hondo y se llevó a los labios no una mano, sino a las dos, con el fin de hacer lo que pudiera para enterrar los restos de Hurra.
Sin embargo, la ira y la revulsión avivaban su pneuma y, cuando lo expulsó de su cuerpo no solo echó abajo la pared que tenía delante, sino varias más, antes de continuar atravesando las inestables construcciones, que se vinieron abajo como un castillo de naipes al que se hubiera disparado una bala. Los fragmentos de roca pulverizada salieron volando en cuanto los edificios se colapsaron; la caída de uno provocaba el derrumbe del más cercano y, así, la nube de polvo fue creciendo a medida que cada casa se sumaba a la anterior.
Comenzó a seguir el pneuma calle arriba, temiendo que, en su hastío, le hubiera conferido más propósito del que en un principio pensara. El aliento se encaminaba hacia la calle Lujuria, donde la multitud seguía deambulando ajena a su proximidad. No se trataba de que toda esa gente caminara por la calle ignorante de la corrupción que allí existía, por supuesto; pero el hecho de estar allí no era suficiente para condenarlos a muerte. Deseó poder aspirar de nuevo el pneuma, pero este tenía voluntad propia y lo único que pudo hacer fue correr tras él mientras derrumbaba casa tras casa, con la esperanza de que perdiera poder antes de que alcanzara a la multitud.
A través de las piedras que se derrumbaban, podían verse las luces de la calle Lujuria. Tomó velocidad en un intento de adelantar al pneuma, e incluso había logrado ponerse en cabeza justo cuando volvió a contemplar a la muchedumbre, mucho más numerosa que antes. Algunos habían interrumpido la contemplación de los escaparates con el fin de presenciar semejante espectáculo de destrucción. Cortés observó sus rostros boquiabiertos, sus sonrisillas y sus movimientos de asombro; vio que no caían en la cuenta, ni por asomo, de lo que se les avecinaba. Consciente de que cualquier intento de advertirlos verbalmente se perdería en el fragor, corrió hacia la entrada del callejón y se sumergió en la marea humana con la esperanza de que se dispersaran; sin embargo, sus aspavientos solo consiguieron atraer a una audiencia mayor, que ya estaba intrigada con el colapso del callejón. Uno o dos de los presentes habían comprendido, por fin, el peligro en que se encontraban, y en sus rostros la curiosidad había dado paso al miedo. A la postre, si bien demasiado tarde, su malestar acabó contagiándose al resto y hubo una estampida generalizada.
No obstante, el pneuma se movía a demasiada velocidad. Irrumpió a través de la última pared y esparció una devastadora lluvia de rocas y astillas de madera que golpeó a la multitud allí donde era más numerosa. Si Hapexamendios, movido por un ataque de ira purificadora, hubiera enviado su juicio sobre la calle Lujuria, no habría podido hacerlo mejor. Lo que segundos antes fuera una masa de espectadores perplejos se había convertido, en un abrir y cerrar de ojos, en un montón de sangre y huesos.
A pesar de estar en el centro del área devastada, Cortés no sufrió daño alguno. Tuvo la oportunidad de contemplar su arma en acción; su poder no parecía desvanecerse a pesar de que ya hubiese derribado toda una hilera de casas. Y, tras haber abierto un camino a través de la multitud, siguió la trayectoria que habían trazado sus labios. Había descubierto carne fresca y tenía intención de mantenerse ocupado con todo ese material viviente, hasta que no quedara ni una sola persona por destrozar.
La posibilidad lo dejó aterrado. Esa no había sido ni mucho menos su intención. Solo le quedaba una opción viable, y esa fue la que tomó al instante: se colocó en la trayectoria del pneuma. En esos momentos ya había utilizado su poder un número suficiente de ocasiones (primero, contra el hermano del nullianac en Vanaeph; después, dos veces en las montañas; y, finalmente, en la isla, mientras escapaban del manicomio de Vigor N'ashap), pero tan solo había podido vislumbrar un atisbo de su apariencia. ¿Se parecería al eructo de un tragafuegos o a una bala hecha de voluntad y aire, casi invisible hasta que llevaba a cabo su propósito?
Tal vez, en un principio, su apariencia fuera la de la segunda opción, pero cuando se interpuso en su camino vio que había acumulado polvo y sangre a lo largo de la ruta, elementos esenciales que le dieron el aspecto de su hacedor. Era su propio rostro el que se acercaba a él, aunque estuviera esculpido de modo muy tosco: sus cejas, sus ojos, su boca abierta que exhalaba el aliento con el que había comenzado el mismo pneuma. Su velocidad no disminuyó a medida que se aproximaba a su creador, al contrario, golpeó a Cortés en el pecho con la misma fuerza con que había embestido previamente a todos los demás. Sintió el impacto, pero este no lo derrumbó. Al contrario, el poder reconoció la fuente de la que procedía y se descargó en su organismo hasta llegar a las puntas de los dedos y recorrer el cuero cabelludo. La oleada llegó y se marchó en un abrir y cerrar de ojos, dejándolo allí plantado, en mitad de aquella devastación, con los brazos extendidos y una nube de polvo alrededor.
El silencio cayó sobre Cortés. Sin ser del todo consciente de ellos, podía escuchar los sollozos de los heridos y el estruendo de los muros medio derrumbados que cedían y caían, pero él estaba envuelto en un silencio casi reverencial. Alguien se arrodilló cerca de él para atender a algún herido, según supuso. Al instante, comenzó a escuchar los aleluyas que el hombre entonaba y vio que sus manos se acercaban a él. Otro hombre salió de entre la multitud para imitarlo y luego otro, como si la escena de su salvación hubiera sido la señal que habían estado esperando y una riada de devoción largamente suprimida se traspasara de corazón a corazón.
Víctima de las náuseas, Cortés apartó la mirada de sus agradecidos rostros y la paseó por la polvorienta calle Lujuria. Solo le quedaba un objetivo: encontrar a Pai y buscar refugio en sus brazos para olvidar la locura que había presenciado. Se apartó del círculo de devotos y comenzó a alejarse calle arriba, ignorando las manos que le tendían y las lágrimas de adoración. Sentía deseos de reprenderlos a gritos por su candidez, pero ¿de qué iba a servir? Cualquier declaración que hiciese entonces, por muy condenatoria que fuera hacia su persona, se vería como una cita extraída de un evangelio. En lugar de decir nada, guardó silencio y se abrió camino entre las piedras y los cadáveres, siempre con la cabeza gacha. Los hosannas seguían sus pasos, pero hizo caso omiso y reconoció que, a pesar de su reticencia, su postura sería vista como una prueba de humildad divina, por mucho que le hubiera resultado imposible escapar a las circunstancias en las que se había visto inmerso.
La desolación que se extendía delante de él era tan sobrecogedora como lo fuera momentos antes, pero comenzó a sortearla sin importarle los fuegos que tuviera que atravesar. El miedo que le provocaba no era nada comparado con lo que había sentido al ver los restos de Hurra retorciéndose en el fango, o los aleluyas que aún podía escuchar a sus espaldas y que se alzaban sumidos en la ignorancia de que él, el salvador de la calle Lujuria, había sido también su destructor, hecho que no le restaba atractivo.
C
ualquier signo de alegría que hubieran albergado alguna vez los vastos salones del chianculi (nada que ver con payasos o ponis, sino con otro tipo de circo por el que los organizadores de espectáculos del Quinto llorarían de envidia) hacía mucho que había desaparecido. Los salones donde antes reverberaba la alegría eran en ese momento lugar de llanto y veredicto. Ese día, el acusado era el místico Pai'oh'pah; su denunciante, uno de los pocos abogados que las purificaciones del Autarca habían dejado con vida: un individuo asmático y tacaño llamado Thes'reh'ot. El hombre tenía una audiencia de dos personas en ese proceso judicial: Pai'oh'pah y la jueza; pero pronunció la letanía de los delitos del acusado como si el salón hubiera estado lleno a rebosar. El místico era tan culpable como para merecer una docena de ejecuciones, según dijo. Que se supiera, era un traidor y un cobarde y, con toda probabilidad, también un espía y un soplón. Lo peor, tal vez, había sido que se marchara de ese Dominio para irse a otro sin haber contado con el consentimiento de su familia ni de sus maestros, con lo que había negado a su tribu el beneficio de su inusual naturaleza. ¿Acaso había olvidado, sumido en su arrogancia, que su condición era sagrada y que prostituirse en otro mundo (en el Quinto nada menos, ¡un lodazal de almas insignificantes!) no solo era un pecado cometido contra su persona sino contra toda su especie? Se había marchado de ese lugar en un estado puro y se atrevía a regresar manchado por la corrupción y el vicio, y acompañado de una criatura del Quinto, la cual, según había confesado, resultaba ser su esposo.
Pai había esperado encontrarse con ciertas recriminaciones tras su regreso (los recuerdos de los eurhetemec eran muchos e iban íntimamente ligados a las tradiciones, ya que era el único contacto que les quedaba con el Primer Dominio), pero la vehemencia de semejante listado de crímenes no dejaba de ser sorprendente. La jueza, Culus'su'erai, era una mujer de edad avanzada y diminuta presencia, que permanecía sentada y envuelta en un número indeterminado de mantos tan descoloridos como su piel, mientras escuchaba la letanía de acusaciones sin mirar ni una sola vez ni al acusado ni a la acusación. Cuando Thes'reh'ot hubo acabado su monólogo, la mujer ofreció al místico la posibilidad de defenderse y Pai hizo lo que pudo.
—Admito haber cometido muchos errores —confesó Pai—. Pero no soy culpable de haber abandonado a mi familia, y mi tribu era mi familia, sin comunicarles dónde iba o por qué. La razón es simple: no lo sabía. Tenía toda la intención de regresar en un año, más o menos. Pensé que sería acertado tener unas cuantas historias de otras tierras que contar a mi regreso. Y, cuando por fin logro volver, me encuentro con que no hay nadie a quien contárselas.
—¿Qué te poseyó para que quisieras viajar al Quinto? —preguntó Culus.
—Otro error —contestó Pai—. Fui a Patashoqua y conocí a un teúrgo que afirmaba poder trasladarme al Quinto. Solo para dar un paseo. Dijo que regresaríamos en un día. ¡Un día! Pensé que era una buena idea; podría volver a casa y contar que había estado en el Quinto Dominio. Así pues le pagué…
—¿Qué moneda usaste? —preguntó Thes'reh'ot.
—Pagué en metálico, y también le hice un par de favores sin importancia. No me prostituí, si eso es lo que está sugiriendo. De haberlo hecho, tal vez el tipo hubiera mantenido sus promesas. En lugar de eso, el ritual me trasladó al In Ovo.
—¿Cuánto tiempo estuviste allí? —inquirió Culus'su'erai.
—No lo sé —respondió el místico—. En ese lugar el sufrimiento parece interminable e insoportable, pero tal vez no pasaran más que unos días.
Thes'reh'ot resopló al escuchar la respuesta.
—Sus sufrimientos fueron consecuencia de sus propias acciones, señora. ¿Tienen alguna relevancia?
—Probablemente, ninguna —admitió Culus'su'erai—. Pero fuiste liberado del In Ovo por un maestro del Quinto, ¿estoy en lo cierto?
—Sí, señora. Se llamaba Sartori. Era el representante del Quinto en el Sínodo que preparaba la Reconciliación.
—¿Y entraste a su servicio?
—Así fue.
—¿De qué modo?
—Hacía cualquier cosa que me pidiera. Era su sirviente.
Thes'reh'ot chasqueó la lengua, disgustado. A Pai, ese gesto no le pareció fingido. El hombre estaba sinceramente horrorizado ante la idea de que uno de los suyos se pusiera al servicio de la voluntad de un
homo sapiens,
sobre todo si el eurhetemec en cuestión era una criatura con las bendiciones de un místico.
—¿Era Sartori, en tu opinión, un buen hombre? —preguntó Culus a Pai.
—Era un ejemplo de la paradoja habitual: compasivo cuando menos lo esperabas y cruel en ocasiones. Su ego tenía proporciones extraordinarias, pero no creo que sin un ego semejante pudiera haber llevado sobre sus hombros la responsabilidad de la Reconciliación.