Read Indias Blancas - La vuelta del Ranquel Online
Authors: Florencia Bonelli
Tags: #novela histórica
—¿Desde cuándo te importan esas cosas? —le había espetado María Pancha—. Ni siquiera vistes de negro. —Laura no contestó—. Sigues pensando en ese indio, que debe de estar muerto.
—Sí, sigo pensando en él.
—Deberías ser más benévola contigo y darle una oportunidad a tu corazón para que vuelva a amar. Sabes que tengo buen olfato, que no me falla, y puede decirte que lord Edward es un gran hombre.
—Necesito tiempo.
—Tiempo —repitió la criada con fastidio—. Pues bien, pídele que te lo conceda, pero no lo rechaces por completo. Ese hombre vale oro.
Magdalena también llegó a saber de las intenciones de Leighton e insistió para que Laura lo aceptase. Finalmente, Leighton regresó a Londres con la promesa de una espera de dos años, al cabo de la cual, regresaría para presentar su propuesta de matrimonio nuevamente. Nadie, excepto la familia íntima, conocía el acuerdo; había sido parte del trato que esa especie de compromiso permaneciera oculto, incluso a tía Carolita. Durante esos dos años, Laura había pensado poco en lord Leighton y, cuando lo hacía, era con motivo de alguna de sus apasionadas cartas. Ella las respondía en un tono formal, el que emplearía con su agente de inversiones más que con su prometido. La llegada de lord Leighton a mediados de agosto la llenó de resquemores y dudas. Era, por demás, inoportuna.
En cuanto al billete de Gramajo, Laura garabateó un «no» y se lo devolvió a María Pancha, que a su vez lo puso en manos del muchachito que lo había llevado. El muchachito regresó poco después. Esta vez el billete rezaba: «Nahueltruz Guor». Laura accedió.
Tal y como se le había indicado, José Camilo Lynch almorzó ese mismo día en la casa de la Santísima Trinidad. Como parte de las buenas costumbres de la mesa de los Montes, nadie se refirió a la desagradable escena de Lezica la noche anterior. Luego del postre, Laura invitó a Lynch a su
boudoir.
—¿Licor de anís? —ofreció—. Lo hace María Pancha.
—Sí, gracias.
José Camilo lucía tenso e incómodo; Laura, en cambio, estaba tranquila; se movía con la seguridad y la altivez de un guerrero vencedor, y, aunque quería a su primo político, le marcaría quién había ganado la batalla.
—¿Cómo está Purita? —preguntó Lynch.
—Bien.
—¿Cuándo podré volver a verla?
—Cuando ciertas cuestiones queden aclaradas entre tú y yo.
—Disfrutas haciéndome padecer esta humillación —se quejó Lynch—. Sin embargo, admito que estás en tu derecho. Después de todo, tenías razón al dudar de la naturaleza de Lezica. Me alegro de que hayas salido ilesa del altercado de anoche —concedió sin demasiado entusiasmo.
—¿Crees que Lezica me abordó de esa manera tan poco ortodoxa sólo porque mantengo oculta a su prometida? —José Camilo se mostró desorientado—. Lezica me amenazó de muerte anoche porque yo sé algo que podría hundirlo, algo que terminaría con sus sueños de emparentar con la casa Lynch.
—¿De qué se trata?
—Me resulta extraño que no te hayan alcanzado los chismes.
—Vamos, no me tengas en vilo.
—Pues bien, tu querido amigo Climaco Lezica está casado; su mujer goza de excelente salud, al igual que sus tres hijos.
—¡Laura, qué patraña es ésta! ¿A qué extremos llegas para lograr tu cometido?
—Sabes que no es mi costumbre mentir —expresó, y Lynch se sorprendió de lo dura que podía ser la mirada de su prima.
—¿Puedes probarlo?
—Por supuesto que puedo.
Usaron el coche de José Camilo para dirigirse al convento de las Clarisas, donde se hospedaban el padre Epifanio y Virginiana Lezica. Los recibieron en una salita contigua al vestíbulo. A Lynch lo sorprendieron la juventud y belleza de la mujer. Asimismo notó que el sacerdote cargaba un mamotreto que apoyó sobre una mesa. Habló mayormente el padre Epifanio, contó los pormenores de la relación entre Lezica y Virginiana, y mostró la anotación en el libro parroquial que daba fe del matrimonio. Lynch reconoció la firma de Lezica de inmediato.
Ninguno habló durante el trayecto a la casa de la Santísima Trinidad. Dentro del coche sólo se escuchaba el traqueteo de las ruedas sobre los adoquines y, cerca de la plaza, el pregón de vendedores y el bullicio de la gente. Al llegar, Laura pidió a su primo político que lo acompañara dentro. Se encerraron en el despacho del abuelo Francisco.
—Gracias a Dios —pronunció Laura— que lo descubrimos antes de que el daño fuera irreparable.
—Sí, creo que hemos tenido suerte. Sin embargo, las habladurías y chismes nos perseguirán por años.
—Por Dios, José Camilo, no seas cobarde. ¿Qué te importa lo que digan?
—No me trates de cobarde, Laura. Para ti no será importante lo que digan. Para mí, lo es.
—Pues no reparaste en lo, que dirían cuando te fugaste con una novicia del convento de Santa Catalina.
—Era joven e insensato.
—¿Estás arrepentido?
—¡Por supuesto que no!
—Entonces, ¿por qué te preocupan los comentarios cuando ya ves que has vivido por más de quince años junto a la novicia del convento de Santa Catalina y lo has hecho en la misma sociedad todo el tiempo, sin ganarte el repudio de nadie, ni siquiera de los padres de la joven a la que desgraciaste? Deja que la gente hable hasta hartarse. Siempre tendrán algo para decir aun cuando lleves la vida de un asceta.
—¿Cuándo volveré a ver a mi hija? —insistió Lynch, malhumorado.
—Ya te dije, cuando ciertas condiciones queden aclaradas entre tú y yo.
—Condiciones —repitió Lynch—. Supongo que tendré que avenirme a ellas.
—Sí, tendrás que avenirte a ellas. Empecemos: Pura vivirá en mi casa o adonde ella elija, si ése es su deseo. Estimo que no será grato para ella soportar a mi tía Celina.
—Doña Celina no vive en mi casa —opuso Lynch.
—Mi tía Celina
no duerme
en tu casa, pero pasa la mayor parte del día en ella hostigando a mi prima Eugenia Victoria y a mis sobrinos. En segundo lugar, permitirás que el señor Tejada la visite.
—De ninguna manera. El hecho de que Lezica resultara un atorrante no significa que entregaré a mi hija a ese don Nadie.
—Tu hija ama al señora Tejada. ¿Eso no cuenta para ti?
—Mi hija no sabe lo que es amar. Es una niña.
—Ahora es una niña, pero no lo era cuando pensabas desposarla con un viejo verde.
Laura se acomodó en la butaca y guardó silencio con visos de motín. Lynch le estudió el perfil de lineamientos suaves y acabados, y nuevamente se sorprendió de lo despiadada que podía lucir cuando se lo proponía. Para ser tan hermosa y femenina, su prima Laura tenía las agallas de un hombre.
—Laura, entiéndeme, no admito que mi hija, toda una Lynch, sea la esposa de ese morocho que no sabemos siquiera de dónde es oriundo.
—Pero sí sabías de dónde era oriundo el señor Lezica, y ya ves cómo te engañaron. José Camilo, por favor, no seas tan necio. Pensé que tus valores iban más allá de las apariencias y los apellidos pomposos. ¿Qué culpa tiene Pura de ser una Lynch? En tal caso, habría sido mejor que fuera una Pérez si eso le hubiese permitido acceder a la felicidad de casarse con quien desea. No la lleves a aborrecer su apellido por haberse convertido en el impedimento para ser feliz. Ella no le debe pleitesía a su familia. Ella no eligió nacer en el seno de los Lynch.
—Ser una Lynch debería significar un honor para mi hija.
—No si se interpone con su felicidad. ¿De qué le vale un pedigrí largo como el de una reina si su vida será un infierno?
—Está bien —cedió Lynch, incapaz de seguir argumentado en contra de los razonamientos de Laura, que por otra parte poseía la inusual cualidad de hacerlo sentir una mala persona—. Hablaré con Eugenia Victoria y, si ella está de acuerdo, permitiré que Pura frecuente a ese... a...
—Al señor Tejada.
—Sí, al señor Tejada.
—Son muy jóvenes —razonó Laura—, deberán conocerse para luego decidir. Pero debes darles la oportunidad para que lo hagan. Si persistieras en tu tesitura, los empujarías a tomar una medida desesperada. Terminarían por huir. Luego sería demasiado tarde si descubriesen que no están hechos el uno para el otro. Con tu animadversión sólo consigues potenciar la tozudez de ambos. ¿Es que no te das cuenta?
—Supongo que tienes razón.
—No te hablaré de las cualidades de Blasco porque sé que estás mal predispuesto, pero sólo te aseguraré que ese muchacho jamás será un don Nadie. También quiero que hablemos de la situación financiera de tu familia.
—No hablaré de eso en este momento.
—Este momento es tan bueno como cualquier otro.
—No hablaré de eso contigo, entonces.
—¿Por qué? ¿Porque soy mujer?
—Sí, porque eres mujer.
—Te enviaré a mi notario con la propuesta que deseo hacerte. ¿Prometes recibirlo siendo, como es, un hombre?
Lynch la miró con aire de fastidio y no le respondió.
Más tarde, Laura escribía en su tocador, mientras María Pancha acomodaba la ropa.
—Te encontrarás con él hoy, ¿verdad? —dijo la criada, en referencia a Roca.
—Sí.
—Habías dicho que no reanudarías las visitas a esa casa una vez que él regresara del sur.
—Nunca terminamos apropiadamente.
—No creo que el general tenga intenciones de terminar contigo. No creo que reciba de buen grado la noticia de que no tienes intenciones de volver a verlo. ¿Ya no te acuerdas de la escena de celos que te hizo en lo de doña Joaquina Torres sólo porque bailaste con Cristian Demaría?
—Lo único que le interesa al general Roca por estos días es alcanzar la presidencia. Mi relación con él pone claramente en riesgo ese cometido. Ya verás que su reacción será muy distinta a la de aquella noche en lo de Torres. ¿Le entregaste a doña Carmen las cartas para doña Luisa y Purita?
—Sí, esta mañana.
En el silencio que sobrevino sólo se escuchaba el rasgueo de la pluma de Laura.
—Me pregunto —retomó María Pancha— qué hacía Guor en ese sitio cuando te asaltó Lezica. De seguro estaba siguiéndote.
—De seguro. Lo más probable es que haya querido achacarme el último capítulo de
La gente de los carrizos,
donde narro el secuestro de su madre.
Laura devolvió la pluma al tintero y dejó vagar la vista por el jardín de la abuela Ignacia. Sin darse vuelta, dijo:
—Ya sabes, María Pancha, que reencontrarme con Nahuel después de tanto tiempo fue un golpe muy duro para mí. Su maltrato me ha vuelto rencorosa. Me avergüenza confesarte que a veces me gustaría detentar el poder para lastimarlo, ese mismo poder que él ejerce sobre mí con tanta soberanía.
—Él aún te ama —expresó María Pancha, y Laura volteó para mirarla.
—Extraño escucharte decir eso.
—Ya te dije una vez —prosiguió la criada, sin atender al comentario— que lo contrario del amor no es el odio sino la indiferencia.
—Me duele que yo piense tanto en él y él tan poco en mí. La mayoría de las veces, le soy indiferente.
—Si tú le eres indiferente, yo soy Josefina Bonaparte.
—Quizás él aún me ame, no lo sé. En realidad, eso ya no cuenta. Lo que cuenta en esta instancia es su odio, ese odio que lo vuelve intratable. Yo lo amo, eso está fuera de discusión. Pero, ¿qué esperanza tenemos cuando existe una herida que, según él, yo causé y que no logra cicatrizar? ¿Qué clase de vida llevaríamos si él no consiguiese deshacerse del rencor? ¿Cómo podríamos ser uno cuando él me hace responsable de estos años de separación, de abandono, de ofensa, de mil cosas? Cualquier altercado, cualquier entredicho dispararía los reclamos que tienen que ver con ese pasado tan tormentoso que nos tocó vivir. Para Nahuel, yo encarno lo maligno y vil, soy su desdicha. No creo en el perdón, María Pancha. ¿Por qué exigírselo a él cuando yo misma no he conseguido perdonar a Julián aun cuando se lo concedí en su lecho de muerte? El perdón es cosa de Dios.
Se trató de un largo discurso, y surgió tan rápidamente que María Pancha se dio cuenta de que Laura había mascullado esas palabras día y noche los últimos meses. No supo qué decir y eligió callar. Se aproximó al tocador y le colocó el peinador sobre los hombros antes de deshacerle la trenza y cepillar su pelo.
—¿Qué vestido llevarás para verlo?
—El de vichy gris.
—Iré a prepararlo.
Le causó una fuerte impresión regresar a la casa de la calle Chavango. Creyó que lo haría con mayor entereza. Pero, al volver a enfrentar a Roca en soledad, presintió que su decisión de terminar para siempre con esa relación flaqueaba. Cuando él la rodeó con sus brazos y la besó suavemente en los labios, Laura descansó sobre su pecho y permitió que la sensación de bienestar y protección la embargara. Roca jamás le sería indiferente, siempre ejercería una gran atracción sobre ella. Se apartó, incómoda y deprimida. No sabía, en realidad, si deseaba rechazarlo. Roca sonrió solapadamente y se alejó para servir dos copas.
—¿Qué tenías que decirme de Nahueltruz Guor?
—Ya veo que no te interesa mi bienestar —bromeó el general, y le extendió una copa con ajenjo—. Tampoco preguntarás cómo marchó la expedición.
—Es obvio que estás muy bien. Te ves muy bien. —Roca inclinó la cabeza en señal de agradecimiento—. En cuanto a la expedición —siguió Laura—, desde hace tres meses que no se habla de otra cosa; quizás sepa yo más de la expedición que tus oficiales. Además, Artemio me dijo anoche que se había tratado de una epopeya aburrida y que no te habías topado con un indio ni para muestra.
—A ti puedo confesarte que rendí sin gloria ni pena los restos desnudos y famélicos de las tribus ranquelinas. Incluso eso de “rendir” es demasiado vocablo. Parece que las divinidades estaban de tu parte, pues es cierto que no maté a un solo salvaje. O quizás las divinidades estaban de
mi
parte, y me impidieron matar a esas gentes para preservarme de tu odio eterno.
—Sabes que no podría odiarte —musitó ella.
—Tampoco amarme.
Laura bajó la vista, pero Roca la obligó a mirarlo levantándole el rostro por el mentón.
—Julio...
—Ya lo sé: no volverás a esta casa. —Laura ratificó afirmando con la cabeza—. Te agradezco la decisión. Sin tu resolución, yo jamás habría terminado contigo. Y mi vida política y privada correrían un gran riesgo. Hay demasiado en juego, demasiado que perder.
—No quiero hacerle a Clara lo que detestaría que me hicieran a mí.
—No fue un impedimento la existencia de mi esposa antes de que partiera hacia el sur.