Read Indias Blancas - La vuelta del Ranquel Online
Authors: Florencia Bonelli
Tags: #novela histórica
—Ordene, general.
—Escribirás una esquela al senador Cambaceres donde le expresarás mi deseo de entrevistarme con él lo antes posible.
—Sí, general.
El amanuense salió del despacho y Roca echó llave a la puerta. Necesitaba un momento a solas, sin riesgo de inoportunas interrupciones. Se sirvió una copa de coñac y se estiró en el sofá. Pensó en Laura, en el favor que ya le había hecho y en el que iba a hacerle. Conseguir un permiso para visitar a un presidiario de Martín García era nada comparado con lo que ya había hecho por ella ocultar la identidad del asesino del coronel Hilario Racedo e informarlo como muerto en los legajos correspondientes. En este tema, se había arrogado los atributos de un juez. Quizás debería haberlo denunciado, porque, si era verdad que Guor había defendido a Laura de la lascivia de Racedo, lo habrían absuelto en cualquier juzgado. No, no era cierto. Justicia para un indio en el mundo de los cristianos era una quimera. El juicio se convertiría en una pantomima. La historia se encarga de mostrar que una raza nunca ha sido imparcial juzgando a otra, menos aún cuando tanta sangre se ha derramado. En esos casos, el velo de la Justicia cae y la balanza se inclina escandalosamente. Roca se conformó pensando que había procedido correctamente. Él confiaba en Laura, que nunca le había mentido, la sinceridad había caracterizado su relación desde el principio. Ella era de las personas más genuinas y llanas que conocía. Y Racedo. A él también lo había conocido.
La Traviata
Mercedes Castellanos de Anchorena, una dama de indiscutible influencia en la sociedad de Buenos Aires, enfocó sus impertinentes.
—Ahí está —avisó a sus amigas.
Como si lo hubiesen ensayado, las mujeres se calzaron los binoculares al mismo tiempo para comprobar que la viuda de Riglos acababa de hacer su entrada en el palco del Teatro Colón al que hacía años se encontraba abonada. La acompañaban Eduarda Mansilla y Blasco Tejada. Laura y Eduarda comentaban y reían, Blasco, en cambio, lucía nervioso.
—Dios las cría y ellas se juntan —apostilló Guadalupe Azcuénaga.
—¿Quién será ese morocho? —se preguntó Enriqueta Lacroze—. ¿Su nuevo amante? —especuló entre risas.
—Ese es Blasco Tejada —corrigió Bernarda Lavalle—, el enamorado de Purita Lynch.
—¡Qué afrenta al pobre José Camilo!
Entró a saludar el coronel Lucio Mansilla, atractivo en su excéntrico estilo, con su llamativa vestimenta y sus manos pesadas de anillos. El
debonnaire
que lo caracterizaba entre sus soldados se volvía obsequioso, incluso atrevido cuando lo rodeaban hermosas mujeres. Su esposa no lo acompañaba, hacía tiempo que vivían separados. Se inclinó sobre las manos de Laura y de su hermana Eduarda, dijo algo, y ambas sonrieron con aire cómplice.
—¿Quién le habrá confeccionado el vestido? —se interesó María Pía de Alzaga.
—Su prima Iluminada me dijo que madame Du Mourier, la modista francesa que atiende en la calle Florida —informó doña Joaquina Torres, que solía ser indulgente con Laura—. Tienen que admitir que lo sienta magníficamente.
—Joaquina, por favor —se quejó doña Mercedes de Anchorena—. Ese vestido no es el que usaría una señora decente.
—Pero le sienta magníficamente —porfió la señora.
En terciopelo verde profundo, emballenado en la cintura, mostraba su nota inusual en el marcado escote sostenido por un canesú de gasa traslúcida del mismo tono del terciopelo, que le cubría el pecho desnudo y le trepaba hasta la mitad del cuello. Las mangas, en la misma gasa del escote, llegaban al codo, donde nacían los guantes de raso negro. El polisón —a juicio de la señorita de Álzaga, demasiado prominente— le acentuaba la curva de la cintura. La falda, que se tronchaba en su parte delantera, formaba dos volantes ribeteados con raso verde que le conferían al conjunto el brillo y el movimiento de los cuales carecía el terciopelo. Las plumas del tocado —de pavo real— combinaban exquisitamente con el verde del vestido, y para nada opacaban la diadema de brillantes y esmeraldas ajustada en torno a la coronilla, más bien cerca de la frente.
—Nunca iré a esa modista, madame Du Mourier. Su preferencia por las telas indecentes es manifiesta. Recuerdo cómo se comentó aquel vestido de encaje que la viuda de Riglos llevó la noche de la presentación del libro de Julián. Yo no lo vi, pero me dijo la mujer de Guido y Spano, que estaba presente, que durante la cena podía contarle los lunares de la espalda. ¿Qué tipo de ropa interior usará con vestidos tan indecentes? Porque no puedo ver siquiera la puntilla de su viso.
—Se peinó con una trenza, como de costumbre.
—No le conocía esas arracadas de esmeraldas. Y la diadema es muy hermosa.
—Seguramente son de Mazzini, donde adquiere todas sus joyas.
Desde un palco cercano, unos ojos grises la apreciaban con marcada insistencia, sin necesidad de impertinentes para distinguir cada detalle de su fisonomía y de su cuerpo. Esa habilidad de contemplar a la distancia la habían adquirido en otro tiempo, en otro escenario, un escenario tan disímil al de ese teatro elegante de Buenos Aires como lo era el día de la noche.
—¿A quién miras tan fijamente, Lorenzo? —quiso saber Saulina Monterosa.
—No seas indiscreta —la reconvino su esposo, Armand.
—Está mirando a mi sobrina nieta, Laura Escalante —intervino Carolina Beaumont, con los gemelos sobre su rostro—, que por cierto luce hermosísima esta noche. El verde le sienta muy bien. Si su padre pudiera verla, estaría orgulloso de ella.
—¿Por ser hermosa? —ironizó Saulina
—Se parece mucho a su madre, mi sobrina Magdalena Montes, cuando tenía su edad. Pero no sólo por eso el general Escalante la apreciaría con orgullo. Laura ha sido la cabeza de la familia Montes estos últimos años y la ha salvado de la mayor
debacle.
Heredó dos grandes fortunas, la de su padre y la de su esposo, y no sólo ha sabido conservarlas sino aumentarlas. Aunque no se sepa, porque ella lo prefiere así, realiza donaciones muy importantes a diversos hospicios, escuelas e iglesias. ¿Recuerdas el Hospital de Mujeres que visitamos la semana pasada, Saulina? Prácticamente se sostiene con el aporte que ella realiza. Y esa ala nueva para parturientas se está levantando exclusivamente con sus dineros. Ah, por cierto, llevará el nombre de mi hermano, Leopoldo Jacinto Montes, que fue un gran médico.
—También dicen —comentó Armand— que está muy comprometida con la causa de su hermano, el padre Agustín, y que envía dinero para ayudar a los indios del sur, en especial ahora que han sido definitivamente desplazados de su tierra.
—Ella adora a su hermano —explicó Carolina Beaumont— y lo ayudaría en cualquier causa en la que él se embarcara.
—También aseguran que adoraba a un indio —dijo Saulina— y que vivió un sórdido romance con él cuando era muy jovencita.
—Mi sobrina nunca me refirió ese mentado romance. Bien podría ser un cuento.
—¿Al igual que el mentado romance con el general Roca?
—Mais, Saulina, qu'est ceque tu veux laisser entendre?
—se encolerizó Armand.
—Sólo repito lo que pudo leerse hoy en ese periódico del cual no recuerdo el nombre.
—El Mosquito
—acotó Guor.
—Mercí, mon chéri
—contestó Saulina—. Allí dice, sin rodeos, que ella y el general Roca son amantes.
—Eso no es cierto —replicó Carolina Beaumont, con insólita firmeza—. Ella jamás se comprometería con un hombre casado.
—Si el río suena —dejó entrever Saulina.
—¿Qué diantres tienes contra la señora Riglos? —se mosqueó Armand.
—Simplemente que le haya roto el corazón a mi hermano y que el
pauvre diable
aún no pueda recuperarse. Hoy recibí carta de Marietta donde dice que Ventura sigue como alma en pena y que ha perdido el gusto por todo aquello que amaba, en fin, que ha perdido el gusto por la vida. Solo eso tengo que reprocharle a la señora Riglos.
—Lo siento —masculló Carolina Beaumont.
Nahueltruz Guor dirigió la mirada nuevamente hacia el palco de Laura y volvió a asombrarse de lo candida que podía parecer a los ojos de un inexperto.
En otro sector del teatro, las amigas seguían con los impertinentes enfocados en el palco de la viuda de Riglos, al cual se habían sumado Eugenia Victoria Lynch, su hija mayor, Pura, y doña Luisa del Solar, su tutora. Blasco había dejado el sitio junto a Eduarda Mansilla para ubicarse al lado de Pura, que mantenía la vista baja para ocultar la sonrisa y el arrebol en las mejillas. Blasco, con las orejas coloradas, inclinaba la cabeza y le hablaba, pero se cuidaba de tocarla.
—Eugenia Victoria no parece a disgusto con el festejante de Pura —comentó Enriqueta Lacroze.
—¿Qué edad tendrá? Apuesto a que no llega a los veinte. Parece un niño en comparación a Climaco Lezica.
—En cuanto a Lezica —dijo la señora Torres—, deberían aceptar que gracias a la intervención de Laura, Pura Lynch se salvó de la mayor desgracia.
—Yo no sé si es cierto eso de que Lezica está casado. Me resulta inverosímil. Quizás se trate de una artimaña de la viuda de Riglos.
—Lo cierto es que Lezica sigue prófugo (se dice que en Montevideo), mientras en su tienda de ultramarinos está, muy con aires de dueña, una mujer que asegura ser la señora Lezica. ¿No la han visto? Pues ella tomó las riendas de los negocios de Lezica aquí en la ciudad. Según Dalmiro, el tenedor de libros, la muchacha no es ninguna tonta y se conduce con la mayor desenvoltura.
—Aquí llega el presidente —anunció Bernarda Lavalle, y todas dirigieron su atención al palco oficial.
La concurrencia aplaudió sin entusiasmo, y Avellaneda inclinó el torso rápidamente antes de sentarse junto a su mujer. Los acompañaban el ministro de Guerra y Marina y su esposa. Laura admiró la estampa de Roca, que en su traje de gala, con alamares de oro y medallas, volvía a darle la impresión de un archiduque austrohúngaro. Aunque la opción del vestido en tonalidad borgoña no le sentaba a su cabello oscuro y piel cetrina, Clara Funes lucía hermosa en su serena belleza aristocrática. Laura miró insistentemente, pero el general Roca no le devolvió siquiera un vistazo.
Los candelabros en la pared y la famosa lámpara central conocida como “la lucerna” parpadearon para anunciar el comienzo de la ópera. En el foso, algunos músicos alistaban las partituras sobre los atriles, mientras otros templaban sus instrumentos. Los espectadores terminaban de acomodarse envueltos en un murmullo incesante. Pura y Blasco hacían las últimas consultas al programa, mientras Laura, Eugenia Victoria, Eduarda y doña Luisa intercambiaban comentarios al unísono. Las luces se apagaron y el silencio reinó finalmente.
A la vivacidad y optimismo del primer acto de
La traviata,
le siguió la primera parte del segundo, donde, en opinión de Pura, «el diablo, encarnado en el papel del padre del protagonista, metió la cola». La protagonista, Violetta Valéry, una conocida y admirada cortesana parisina, se enamora de Alfredo Germont, un muchacho joven de familia tradicional de la Provence. El amor, que nace con fervor y abandono entre ellos, lleva a Violetta a dejar de lado sus costumbres frívolas y desmesuradas. Pero la familia de Alfredo no ve con buenos ojos esta relación, y una tarde, mientras Violetta disfruta de su nueva vida lejos del populoso desierto al que ella llama París, el padre de Alfredo se presenta para exigirle primero, rogarle después que, por el bien de su hijo y de su familia, lo deje. Convencida finalmente de que ella sólo aportará vergüenza y deshonra a la vida de su adorado Alfredo, consiente en abandonarlo.
La magnífica interpretación de la soprano se sumó al dramatismo que le otorgaba la voz profunda del bajo en el papel de Germont, y los aplausos duraron largos minutos. Las luces se encendieron para el interludio, y Laura repasó los semblantes de quienes la acompañaban. Comprobó que ninguno lucía afectado como ella, que sentía como si la pena de Violetta, en realidad, le perteneciera.
A excepción de doña Luisa y de Laura, los demás dejaron el palco en busca de un cambio de escena y de aire. En el hall se servían copas de champaña y otras bebidas, además de canapés y bocadillos calientes. La gente se agolpaba en torno al mostrador y resultaba difícil realizar el pedido. Allí Eduarda se topó con Guor.
—Pura ha decidido permanecer unos días en casa —comentó doña Luisa a Laura—, hasta que el trato con su padre se restablezca en los términos más armoniosos. Ya ves que con tu prima Eugenia Victoria las cosas marchan muy bien.
—Gracias, doña Luisa —dijo Laura, y le apretó la mano—. Usted fue como un ángel guardián para mí cuando yo era una niña y ahora lo es para mi sobrina.
—Me alegro de haberte ayudado, Laurita. No te equivocabas cuando dudabas de la índole de Lezica. Por fortuna logramos impedir que ese farsante deshonrara a Pura.
—Gracias —repitió Laura, y le besó la mano.
Los demás ocupantes del palco regresaron con gestos distendidos. Pura lucía radiante, al igual que Blasco, que sonreía permanentemente. Por último, entró Eduarda Mansilla del brazo de Nahueltruz Guor.
—Laura —dijo—, le he pedido al señor Rosas que nos acompañe en esta última parte de la ópera. Espero que lo apruebes.
—Señora Riglos —dijo Guor, e inclinó la cabeza.
—Acomódese donde guste, señor Rosas —fue la fría respuesta de Laura, que volvió la vista a su programa.
—Bienvenido, señor Rosas —dijo Pura, con la gracia y espontaneidad recuperadas en compañía de Blasco.
—Lo robamos del palco de la señora Beaumont —explicó Eduarda—. Armand y Saulina no lo necesitan. Con su conocimiento del italiano, el señor Rosas nos explicará el entreverado acto que acabamos de escuchar. Siéntate aquí, Lorenzo, detrás de la señora Riglos.
—Eduarda —dijo Guor—, todos saben que hablas el italiano como si fuera tu propia lengua. No me necesitas para entender la ópera.
—En realidad, es una excusa para tenerte a mi lado, querido.
Se acomodaron, y un silencio cayó sobre los presentes.
—Espero —pronunció Guor, y Blasco advirtió una nota discordante en su voz— que la señora Riglos se encuentre totalmente recuperada del ataque que sufrió la otra noche.
Laura apenas volvió la cabeza para responder:
—No se preocupe, señor Rosas. La ofensa del señor Lezica no me afectó. He recibido peores tratos y de personas que verdaderamente contaban para mí. El señor Lezica y su resentimiento no significan nada. De todos modos, aprovecho para agradecerle su oportuna intervención.