Intemperie (17 page)

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Authors: Jesús Carrasco

Tags: #Relato

BOOK: Intemperie
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El alguacil también hizo un repaso de la habitación como si aquel lugar le trajera recuerdos y, cuando terminó, caminó hasta la ventana trasera. Pisando los vidrios rotos caídos al suelo, miró por la ventana y se entretuvo un momento contemplando el llano. Luego, como si se avecinara una tormenta, alcanzó las contraventanas y las cerró, encajando las fallebas en sus pernos. El perro había entrado en la casa y yacía a los pies del niño, olisqueando el charco que se había formado a sus pies.

Sonaron unos golpecitos en las chapas recién cerradas. El alguacil las volvió a abrir.

—¿No habrá por ahí algo de beber, jefe?

El ayudante se acodó de nuevo en la ventana mientras el alguacil revolvía la habitación. Durante la espera, se entretuvo en mirar al chaval de arriba abajo, como si estuviera imaginando lo que se le venía encima al muchacho. El alguacil regresó y le entregó una garrafa de media arroba de vino envuelta en mimbre.

—Ahora vete por ahí y no vuelvas a molestarme.

El ayudante descorchó la garrafa y tiró el tapón dentro de la habitación. Agarró el asa de mimbre con dos dedos, se colocó la garrafa sobre el antebrazo, la levantó y bebió largamente. El alguacil lo miró un momento e hizo un gesto de fastidio.

—No te pases con el vino, que vas a tener trabajo mañana temprano.

El ayudante bajó la garrafa y le mostró al alguacil una sonrisa sucia. Tenía los ojos húmedos y ligeramente entrecerrados. Eructó, con la mirada perdida en algún lugar de la estancia, y luego se dio la vuelta y se marchó.

«Maldito borracho», murmuró el alguacil mientras sacaba el cuerpo por el alféizar para cerrar de nuevo las contraventanas. Cuando hubo encajado la falleba en sus pernos, empujó las chapas para comprobar que estaban bien cerradas. Miró entre los orificios de una de ellas y luego se giró sobre sí, haciendo rechinar los cristales bajo sus botas. Desde allí, como si contemplara un manjar apetitoso, recorrió al niño de los pies a la cabeza con la mirada.

—No tengas miedo, chico. No te va a pasar nada.

El alguacil sonrió y apostilló: «Al menos, nada nuevo».

Cruzó la habitación muy lentamente y, a la altura del niño, se inclinó, agarró al perro de la cuerda que rodeaba su cuello y lo llevó hasta la puerta. Antes de cerrarla, vio al ayudante que se alejaba por la calle en dirección a la entrada del pueblo. Llevaba la escopeta en una mano y con la otra levantaba la garrafa y bebía vino. El alguacil cerró las contraventanas de la fachada y la habitación quedó a oscuras. Pasaron unos segundos negros en los que el muchacho escuchó los movimientos del hombre en algún lugar del espacio. En un momento, el alguacil encendió su mechero y con él prendió un gran cirio de sebo que había en un rincón y que el niño no había visto antes. Luego fue recorriendo la estancia cogiendo lo que le fue pareciendo. Sobre la mesa dejó panceta, chorizo, jamón y la alcuza de aceite. Con la ayuda de una jarra de barro, sacó vino de la tinaja y también lo puso sobre la madera. En la alacena, tuvo que apartar con la bota un brazo del tullido para poder coger un plato de lata y un vaso. Encontró picos de pan dentro de un bote y derramó un puñado sobre las chacinas. Una vez que lo tuvo todo dispuesto sobre la mesa, acercó una silla y comenzó a cenar como si estuviera solo. Cortaba rodajas de embutido sobre el plato y las ponía encima de los trozos de pan seco. Cada tanto, bañaba el bocado con un chorro de aceite.

Durante el tiempo en el que el hombre estuvo comiendo, el chico permaneció de pie sin levantar la cabeza. La humedad de las botas, la suciedad de su piel, el olor de la comida, el final de su osadía. Dio por hecho el tormento al que sería sometido y no lloró, porque ése era un lugar que ya había visitado decenas de veces. Si después el alguacil le mataba allí mismo, o le llevaba con él de vuelta al pueblo, era algo que no le importaba. Su suerte estaba echada, y la del cabrero, también.

Para cuando el hombre dio por terminada la cena, los rombos de las contraventanas ya habían desaparecido por completo. Apartó con un brazo los restos de comida y se levantó. Metió la mano en un saco de nueces que había apoyado en una pared y derramó un puñado sobre la parte de la mesa que había despejado. Se sentó de nuevo y, con la ayuda de la navaja con la que había comido, fue abriendo, una por una, todas las nueces. Metía la punta de la hoja por el culo de cada fruto y la giraba hasta partirlos en dos. Luego, a pesar del tamaño de sus dedos, lograba sacar las partes comestibles casi enteras y las echaba en un cuenco de madera. Durante el tiempo que tardó en abrirlas, el niño permaneció quieto. El charco a sus pies se había filtrado por las fisuras de la lechada, pero tenía las perneras húmedas y empezaba a notar cierto entumecimiento en las pantorrillas.

—Es importante hacer las cosas bien.

El alguacil hizo su observación mientras sostenía en cada mano la mitad de una misma nuez. Sujetando cada parte con dos dedos, las unió hasta que encajaron perfectamente como un cerebro con cuatro hemisferios.

—Y tú no las has hecho bien.

El niño seguía con la mirada clavada en la pared, petrificado por la presencia magnética del alguacil y por los recuerdos que de él tenía. Recuerdos que pasaban como siluros por el fondo de un pozo de aguas negras.

—¿Cuántas veces te dije que no hablaras con nadie de nuestras cosas?

—Yo no le he dicho nada a nadie.

El niño levantó ligeramente la cara y su voz sonó como una queja caprichosa.

—¿Y el pastor?

El alguacil mordisqueó una nuez y luego la devolvió al cuenco. El chico se quedó callado, tratando de interpretar lo mejor posible un papel que ahora ya no era el suyo.

—No sé de quién me habla.

—El viejo con el que has estado moviéndote estos días. ¿O me quieres hacer creer que has llegado tú solo hasta aquí?

Entonces al chico se le aflojaron las piernas y se derrumbó con una sensación de desamparo que nunca antes había experimentado. Ni siquiera cuando su padre lo llevó por primera vez a la casa del hombre que ahora tenía delante, y lo dejó allí a merced de sus deseos. Recogido sobre sí mismo, para formar en el espacio un punto de reunión entre la humedad de la tierra y la de los ojos. Sintió cómo el principio de la liturgia, tantas veces repetida, daba comienzo de nuevo: el alguacil sentado, colocándose un pie sobre la rodilla para desatar ceremonialmente los cordones de sus botas. Uniéndolas en el suelo por los talones de manera precisa. Dejando a un lado la silla y levantándose para desabotonarse la camisa. Caminando hacia él con el pecho descubierto hasta tenerlo cerca.

—Ponte de pie.

El muchacho obedeció y se quedó frente a él con el mentón metido en el pecho.

—Levanta la cara.

El niño permaneció encorvado, con los puños apretados y los dedos de los pies en forma de garra.

—Te estoy ordenando que me mires.

El chico, que hasta el momento había aguantado sin llorar, sollozó.

El alguacil pasó una mano sobre el pelo pastoso del niño. Le acarició la nuca y recorrió con el dorso de los dedos las mejillas húmedas del muchacho, donde permaneció unos momentos caracoleando. El hombre se llevó los dedos a la boca y saboreó la mezcla de sal y hollín impregnada en las lágrimas del muchacho.

—Mírame.

El alguacil trató de levantar con la mano el mentón del niño, que, de nuevo, se resistió.

—Está bien. Como quieras.

Condujo al chico por el hombro hasta la mesa y le ordenó que pusiera las manos, separadas, sobre la tabla. Las lágrimas rebosaron los ojos hinchados del niño y empezaron a rodar por su piel hasta caer, sucias, sobre el cuenco de nueces.

La vela, a punto de consumirse, hacía que sus cuerpos proyectaran sombras duras contra las paredes y el techo. El muchacho escuchó movimientos rítmicos a su espalda y el bufar del alguacil.

De repente, la vela se apagó y el hombre resopló con fastidio. A oscuras, revolvió en el rincón del que había sacado la vela y, como no encontró lo que buscaba, se fue hacia la alacena. Pasó por encima del cadáver del tullido y recogió del suelo la cortina de cutí caída. De ella arrancó un par de tiras y volvió hacia la mesa, retorciéndolas con los dedos. Luego, vertió aceite de la alcuza sobre el plato y dispuso los trapos retorcidos en el fondo del recipiente formando una cruz. Empapó bien la tela, retorció de nuevo las puntas como quien atusa un bigote y las estiró hacia arriba. Buscó su mechero en el bolsillo de la chaqueta, lo encendió y pasó la llama por los cuatro extremos hasta que en ellos aparecieron cuatro llamitas crepitantes. La nueva luz iluminó la habitación y el niño pudo ver las botas del alguacil alineadas junto a la silla y su camisa doblada sobre el respaldo. El hombre volvió a situarse tras el muchacho y, a punto de empezar otra vez, sonaron unos golpes en la puerta.

—¡Maldita sea, Colorao! Te he dicho que me dejaras en paz. ¿Qué carajo quieres ahora?

La voz del alguacil resonó en el cuarto mientras volvía su cabeza hacia la entrada. La puerta gimió levemente y muy despacio se fue abriendo hasta que la brisa de la calle meneó las llamas de la retuerta.

En el umbral, la figura del cabrero, con la escopeta del ayudante en la mano, tenía algo de ridícula: el torso encorvado, los pantalones huecos y la expresión hundida por el esfuerzo y las penurias. Apenas era capaz de mantenerse en pie y tenía que apoyarse contra el dintel para no perder el equilibrio. Jadeaba fuertemente.

—Vete de aquí, viejo.

El cabrero permaneció en la puerta sin moverse con los ojos del cañón apuntando a la cabeza del alguacil. Intentó decir algo, pero se atragantó y tosió. Sin bajar el arma, escupió un gargajo sanguinolento, y entonces sí, habló.

—Ven aquí, chico.

El niño, con la mano del alguacil todavía sobre su hombro, no se movió.

—Deja de apuntarme, viejo, o lo vas a lamentar el resto de la poca vida que te queda.

—Tírate al suelo y tápate los oídos, chico.

La voz del cabrero sonó segura como el apretón de manos de un verdadero hombre. Un tono pétreo salido de un lugar del viejo desconocido para el niño. Incoherente con la figura fantasmal del hombre que la pronunciaba. Ángel de fuego que derriba los muros. El niño obedeció a la segunda orden y, muy despacio, fue encogiéndose hasta dejar al alguacil de pie, con la mano en forma de pinza en el mismo sitio que ocupaba cuando el hombro todavía estaba entre sus dedos. Al alguacil no lo paralizaba el miedo, sino el asombro.

—No tienes cojones, cabrero.

—No mires, chico.

Un ruido pedregoso y absoluto llegado desde el final de un largo tubo. Un zumbido dentro del cráneo y una sordera que tardaría días en desaparecer por completo. Muchas de las palomas que ensuciaban con sus excrementos las cochambrosas casas escaparon por los tejados hundidos y volaron enloquecidas en todas direcciones. El niño sintió desplomarse el cadáver a su lado porque su carne desplazó el aire y lo comprimió contra él. La arcilla prensada del suelo recibió los restos del hombre y la vibración de las losas se propagó hasta él. En su aturdimiento, discriminó el último sonido que produjo el alguacil, el de su cráneo golpeando el suelo. El ruido de un calabacín muy maduro. La piel gruesa que sólo cede ante el machete o la pólvora, y la densidad de una pulpa apretada y harinosa que lo llena todo y que, en su repentino colapso, se derrama. Luego un mínimo rebote, y se acabó.

Cuando el niño abrió por fin los ojos, el cabrero ya había entrado en el cuarto y se sostenía de pie apoyándose en la mesa. No sabía cuánto tiempo había pasado con los ojos cerrados. Notó cómo de los oídos le salía un líquido. La escopeta todavía con una fumarola de humo en el cañón y una nube azufrosa buscando los huecos de las vigas. Junto a él sintió la espesura de huesos y músculos exánimes en un montón descoyuntado. El calor del cuerpo pegado al suyo. La voz del cabrero emergiendo como en sus sueños, desde un lugar envuelto en parafina. Un grito abriéndose paso a través de sus conductos inflamados. Un volumen creciente. En unos segundos, la voz del viejo.

—¡Mírame, chico! ¡Mírame a mí!

El niño levantó la vista para dirigirla al lugar de donde procedía la voz del viejo y allí encontró sus ojos severos. La intensidad de sus pupilas atrayendo su atención para impedirle la visión de la cabeza reventada del alguacil. El pastor le mostró el dedo índice estirado y luego se apuntó a los ojos con él. «Mí-ra-me», pronunció con muecas exageradas. «Mí-ra-me», repitió mientras le hacía gestos con la otra mano para que se acercara hacia él.

El chico se arrastró hasta el cabrero y allí, agarrándose a la mesa, se puso de pie de espaldas al alguacil. El viejo le agarró la cara y la sangre de los oídos del niño le manchó las palmas de las manos. Rodeó su cabeza y lo apretó contra su cuerpo roto. Al niño se le caía la mandíbula y le temblaba como si quisiera tiritar. La mirada vaciada. El perro asomó la cabeza por la puerta, pero no entró en la habitación.

—Vámonos de aquí.

El niño, todavía aturdido por lo que acababa de suceder, levantó el brazo del cabrero para meterse debajo de él y ayudarle a salir, pero en ese momento vio el cuenco lleno de nueces sobre la mesa. Soltó al pastor y se puso frente a las nueces. El viejo lo observó en silencio. El niño estuvo un rato mirando el cuenco con los puños cerrados sobre la madera. Dejó caer la cabeza como si su cuello se hubiera quedado hueco y empezó un sollozo, seguido de un llanto nervioso y atascado en el que el chico perdía la respiración a cada momento. El cabrero le dejó llorar durante un rato y luego le puso la mano detrás de la cabeza y lo condujo hasta la puerta.

Bajo el dintel, el niño se secó los ojos con la manga sucia, se metió debajo de la axila del viejo y juntos salieron a la noche cálida y quieta. Cruzaron la plazoleta en dirección al pozo. El viejo, arrastrando los pies, y el niño, como una muleta enclenque, soportando el peso de un hombre a punto de caer. Cuando llegaron a su destino, el chico ayudó al pastor a sentarse con la espalda contra el brocal. La luna creciente todavía no había asomado en el cielo y resultaba difícil distinguir algo a más de quince o veinte metros. Tan sólo la retuerta ardiente del alguacil dejaba escapar algo de su luz amarillenta por la puerta abierta de la posada. El niño se sentó al lado del cabrero y así se quedaron, sin decir palabra, hasta que, apoyado el uno en el otro, se quedaron dormidos.

El niño se despertó convulso. Llevaba mucho rato balbuceando palabras inconexas sobre el hombro huesudo del viejo, cuando un latigazo de su cuerpo hizo que su cabeza cayera al regazo del pastor. Se incorporó, ausente, como si una atmósfera de éter se hubiera cernido sobre él. Miró al viejo a su lado, apoyado contra la piedra tibia del pozo.

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