Intemperie

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Authors: Jesús Carrasco

Tags: #Relato

BOOK: Intemperie
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Un niño escapado de casa escucha, agazapado en el fondo de su escondrijo, los gritos de los hombres que lo buscan. Cuando la partida pasa, lo que queda ante él es una llanura infinita y árida que deberá atravesar si quiere alejarse definitivamente de aquello que le ha hecho huir. Una noche, sus pasos se cruzan con los de un viejo cabrero y, a partir de ese momento, ya nada será igual para ninguno de los dos. Intemperie narra la huida de un niño a través de un país castigado por la sequía y gobernado por la violencia. Un mundo cerrado, sin nombres ni fechas, en el que la moral ha escapado por el mismo sumidero por el que se ha ido el agua. En ese escenario, el niño, aún no del todo malogrado, tendrá la oportunidad de iniciarse en los dolorosos rudimentos del juicio o, por el contrario, de ejercer para siempre la violencia que ha mamado. A través de arquetipos como el niño, el cabrero o el alguacil, Jesús Carrasco construye un relato duro, salpicado de momentos de gran lirismo. Una novela tallada palabra a palabra, donde la presencia de una naturaleza inclemente hilvana toda la historia hasta confundirse con la trama y en la que la dignidad del ser humano brota entre las grietas secas de la tierra con una fuerza inusitada.

Jesús Carrasco

Intemperie

ePUB v1.1

hermes 10
01.02.13

Título original:
Intemperie

Jesús Carrasco, Enero 2013.

Editor original: hermes 10 (v1.1)

ePub base v2.1

A la memoria de Nicolás Carrasco Royano

1

Desde su agujero de arcilla escuchó el eco de las voces que lo llamaban y, como si de grillos se tratara, intentó ubicar a cada hombre dentro de los límites del olivar. Berreos como jaras calcinadas. Tumbado sobre un costado, su cuerpo en forma de zeta se encajaba en el hoyo sin dejarle apenas espacio para moverse. Los brazos envolviendo las rodillas o sirviendo de almohada, y tan sólo una mínima hornacina para el morral de las provisiones. Había dispuesto una tapadera de varas de poda sobre dos ramas gruesas que hacían las veces de vigas. Tensó el cuello y dejó suspendida la cabeza para poder escuchar con mayor claridad y, entrecerrando los ojos, aguzó el oído en busca de la voz que le había obligado a huir. No la encontró, ni tampoco distinguió ladridos y eso le alivió porque sabía que sólo un perro bien adiestrado podría descubrir su guarida. Un perdiguero o un buen trufero cojo. Quizá un sabueso inglés, uno de esos animales de cortas patas leñosas y orejas lacias que había visto una vez en un periódico llegado de la capital.

Por suerte para él, el llano no daba para exotismos. Allí sólo había galgos. Carnes escurridas sobre largos huesos. Animales místicos que corrían tras las liebres a toda velocidad y que no se detenían a olfatear porque habían sido arrojados a la Tierra con el único mandato de la persecución y el derribo. Flameaban líneas rojas en sus costados como recuerdos de las fustas de los amos. Las mismas que en el secarral sometían a niños, mujeres y perros. Corrían, al fin y al cabo, y él estaba parado en su pequeña cueva arcillosa. Perdido entre los cientos de olores que la profundidad reserva a las lombrices y los muertos. Olores que no debería estar oliendo, pero que él había buscado. Olores que lo alejaban de la madre.

Siempre que veía galgos o que pensaba en ellos, le venía a la memoria un hombre del pueblo. Un inválido que recorría las calles sobre una especie de triciclo con una manivela delante que el hombre hacía girar, encorvado como un organillero. Al atardecer, dejaba atrás las casas y recorría los caminos apisonados del norte, los únicos por los que podía avanzar con su silla. Los perros le escoltaban, amarrados del cuello con cuerdas de pita deshilachadas. Era penoso verle avanzar con su tosca máquina, y él siempre se preguntaba por qué no ponía a los animales a tirar de aquel carro. En la escuela decían que, cuando ya no quería a uno de sus bichos, lo colgaba de algún olivo. En su corta vida ya había visto decenas de perros suspendidos por el cuello oreándose en árboles remotos. Sacos de pellejo cargados de huesos descoyuntados como crisálidas gigantes.

Notó que los hombres ya estaban cerca y se dispuso para el sigilo. Escuchó su nombre multiplicándose entre los árboles como gotas sobre una lámina de agua. Agazapado en su escondrijo, pensó que quizá ésa sería toda su recompensa: oír cómo le llamaban una y otra vez entre los olivos al despuntar la mañana. Reconoció la voz del tabernero y la de uno de los arrieros que pasaban el verano en el pueblo. Y aunque no los distinguió, supuso que también estarían el cartero y el espartero. Experimentó un inesperado regocijo, húmedo y caliente, en el fondo de su pozo. Una suerte de algarabía infantil y sorda que le puso la piel de gallina. Se preguntó si buscarían a su hermano del mismo modo, si él sería capaz de convocar a tantos hombres en su búsqueda. Ante el coro de voces, sintió que quizá había desempolvado algún tipo de lazo comunitario y por un momento su rencor se replegó hacia algún lugar de su estómago. Había reunido en torno a él a los hombres del pueblo, a todos los brazos curtidos y poderosos que hundían los arados en la tierra y llenaban los doblados de grano. Había provocado un acontecimiento. Pensó que quizá la necesidad de reunir a aquella partida habría obligado a remangarse, codo con codo, a viejos enemigos. Se preguntó si quedaría algo de aquel momento en unos años o en unas semanas. Si sería asunto de conversación a la salida de misa o en la taberna. Entonces pensó en su padre y lo imaginó dando explicaciones a unos y a otros. Lo vio, como tantas veces, fingiendo desamparo. Tratando de hacer creer a todos que, seguramente, el chico, mientras corría tras algún perdigón, había caído en un pozo ciego. Que la desgracia se cebaba una vez más con su familia y que Dios le acababa de arrancar una parte de su carne. Meneó la cabeza entre las rodillas como si así fuera a sacudirse esos pensamientos. La estampa del padre, solícito y servil, volvió a su mente en compañía del alguacil. Una escena que, como ninguna otra, provocaba en su cuerpo desórdenes de todo tipo. Afinó el oído cuanto pudo sin hallar rastros de la voz del alguacil, y hasta esa ausencia le dio miedo. Lo imaginó caminando con un cigarro en la boca tras la línea de hombres que en ese momento batían el olivar. Daba patadas a los terrones o se agachaba, indolente, para recoger alguna aceituna escapada de la última varea. La cadena del reloj asomando bajo la chaqueta. El sombrero de fieltro marrón, el corbatín, el cuello prieto, el bigote bien armado con agua azucarada.

La voz de un hombre a pocos metros del hoyo lo sacó de su ensimismamiento. Era el maestro. Hablaba con otro que caminaba algo más allá. El chico notó cómo su corazón se aceleraba y sintió embestidas sanguíneas percutiéndole por dentro. Los dolores, tras horas de encogimiento, le empujaban hacia fuera. Consideró la opción de terminar con aquello de manera inmediata y resolver así su incomodidad. No había matado a nadie, no había robado, no había tomado el nombre de Dios en vano. A punto estuvo de mover las ramas que tapaban el agujero para llamar la atención de los hombres más cercanos. Uno mandaría callar al otro y luego giraría la cabeza para orientar su oreja en dirección al ruido. Cruzarían sus miradas. Avanzarían sigilosos hacia el montón de varas dudando si lo que encontrarían sería un conejo o al niño perdido. Entonces apartarían las ramas y le verían al fondo, retorcido sobre el estómago. Fingiría estar inconsciente, lo que, sumado a los restos de barro, la humedad de su ropa y el pelo sucio, compondría el cuadro de su triunfo. Se aseguraría, al menos, un momento de gloria. Pan para hoy y hambre para mañana. Luego, a los gritos de los hombres, los demás acudirían. Llegaría el padre resollando, en un primer momento enajenado y bien dispuesto. Formarían un remolino en torno a él que casi le dejaría sin aire. Cerilla en el momento de empezar a arder, pujante, todavía sin atisbos de la meliflua llama que ha de terminar consumiendo la madera. Le exhumarían entre gritos de alegría. A su alrededor, los abrazos viriles levantarían pequeñas nubes de polvo sobre las espaldas. Después, vuelta al pueblo en una parihuela entre cantos de labranza y botas de vino caliente, con la áspera mano del padre sobre su pecho pequeño y moreno. Exordio gozoso de un drama que habría de llevarlos a todos a la taberna y más tarde, a cada uno a su casa. Al final, los gruesos muros de piedra que sustentaban el tejado y enfriaban las estancias como únicos testigos. Un preludio comunal para el cinturón gastado del padre. Hebilla cobriza rajando el aire podrido de la cocina, tan veloz como incapaz de devolver destellos. El cuadro de su afectada postración al fondo del hoyo, vuelto en su contra.

Reconoció el sonido del maestro sonándose los mocos casi encima de su cueva. Un estruendo membranoso que hacía vibrar su pañuelo seco y que, en la escuela, obligaba a los niños a sudar sus risas. La sombra de su cuerpo flaco pasó sobre su tejado. Cerró los ojos y apretó los dientes mientras el hombre meaba sobre su montón de varas.

Dejó pasar mucho tiempo desde que escuchó el eco de la última voz alejándose del predio. Quería asegurarse de que no encontraría a nadie cuando levantara las ramas, para lo cual estaba decidido a esperar lo que fuera necesario. Ni las horas bajo tierra, ni la orina del maestro empastándole el pelo, ni el hambre, que por primera vez le espoleaba, le resultaron suficientes para decaer en su empeño porque aún le mordía el estómago la flor negra de la familia. Se quedó dormido.

Cuando despertó, el sol estaba en todo lo alto. La dura luz cenital atravesaba su tejadillo de ramas iluminando débilmente sus rodillas con agujas en las que flotaba el polvo. Percibió el entumecimiento de sus músculos nada más abrir los ojos y pensó que era precisamente su cuerpo quien había puesto fin a su sueño. Calculó que debía de llevar siete u ocho horas allí metido y decidió que tenía que salir lo antes posible. Muy despacio, levantó la cabeza y tocó la tapadera con el pelo. El cuello como una bisagra herrumbrosa. Se incorporó a un ritmo artrósico y separó algunas varas para mirar alrededor y confirmar que no había nadie. Podría salir y seguir rumbo al norte, donde sabía que había una fuente en la que los arrieros daban de beber a sus mulas. Quizá allí podría esconderse entre el carrizo y aprovechar un descuido para colarse en la carreta de algún comerciante, entre sartenes y bragas, y reaparecer a muchos kilómetros del pueblo. Sabía, sin embargo, que alcanzar la fuente significaría caminar por campo abierto a plena luz del día con algún montón de piedras aislado como único refugio. En la llanura, cualquier pastor o cazador reconocería su figura enclenque como la del niño perdido. No le quedaba, por tanto, más opción que seguir escondido hasta que la tarde cayera, momento en el que sus extremidades de alambre podrían pasar por un matojo seco o una silueta oscura contra el sol naranja que declinaba. Volvió a colocar las ramas en su sitio y se acurrucó.

Durante su encierro reconoció escarabajos, zapateros y, sobre todo, lombrices. Palpó el hueco en el que había empotrado el morral. Abrió la lona y sacó un trozo de embutido que mordió despacio.

Bebió el agua caliente de la bota que, después de varios días oculta a la espera de la huida, se había hinchado como un gato muerto. Al rato sintió la vejiga repleta y cómo, a medida que pasaba el tiempo, se le inflaba hasta causarle dolor. La postura ovillada le presionaba y en alguna ocasión se le escaparon gotas de orina que le entumecieron aún más. Cuando las punzadas fueron ya insoportables, trató de bajarse los pantalones. Forcejeó con la bragueta y la cintura, pero el espacio era muy reducido y apenas podía moverse. Sopesó la posibilidad de salir un instante, pero tenía miedo de ser visto desde la distancia o de dejar algún rastro, por pequeño que fuera, para la partida que, seguramente, seguía buscándole. Después de un rato, consiguió deslizar la cintura del pantalón sólo hasta descubrir los glúteos. Se introdujo el pene entre las piernas y trató de separarlo cuanto pudo de su cuerpo, pero era tan estrecho el escondrijo que enseguida notó el prepucio contactando con sus tobillos y en ese momento ya no aguantó más y se dejó ir como una rueda cuesta abajo. Después de tantas horas tumbado sobre el fondo del agujero, la arcilla apisonada se comportaba como una palangana, haciendo que se formara un charco de orín. Una atmósfera fosforosa convirtió el refugio en una marmita tóxica. Retorció la cabeza hacia el techo de ramas, buscando con la boca los huecos del tamiz, y trató de aspirar el aire del exterior. Necesitaba salir, romper la tapadera y emerger al olivar como si su cuerpo fuera un corcho repentinamente liberado desde el fondo de un pantano. Cerró los ojos y se agarró a las raíces que iban a morir al agujero. Tras muchos minutos de tensión inconsciente, notó la dureza de sus músculos y le sobrevino un cansancio repentino que le aflojó y le hizo ceder hasta reacomodarse de nuevo en las formas del hoyo. El calor húmedo le atontaba y la arcilla reblandecida sobre la que recostaba sus riñones le producía una incomodidad sorda. Un sopor que lo adormeció.

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