Intemperie (5 page)

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Authors: Jesús Carrasco

Tags: #Relato

BOOK: Intemperie
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—A comer.

—Sí, señor.

—No me llames señor.

Cuando el chico llegó adonde había estado la hoguera, el viejo ya estaba comiendo. Empapaba trozos de pan ácimo en un recipiente con vino. Sobre una piedra situada al otro lado de las cenizas, había un cuenco de madera de olivo del que se levantaban hebras de vapor. El niño miró al viejo como si le pidiera permiso para entrar en su casa y éste señaló con el mentón el cuenco de leche recién ordeñada. El chico se sentó en la piedra y se acercó el tazón a los labios. Parte de la leche corrió por los pliegues cerosos del emplasto. El niño notó como, por fin, la tensión de su boca cedía ligeramente y era capaz de acomodar los labios a la forma del recipiente. Durante un rato se limitó a tomar la leche a pequeños sorbos mientras estudiaba la figura del viejo al otro lado. Lo miraba de soslayo para poder retirarse si el hombre le sorprendía, pero el pastor estaba ensimismado en su cena y no le prestaba atención. En un momento, el chico vio sobre la sartén la mitad de la torta de pan que el cabrero había cocinado. Pensó que el viejo la había dejado allí para él, pero no se atrevía a levantarse y cogerla. Hizo ademán de incorporarse, pero retrocedió de inmediato, presa de la vergüenza o del miedo.

—Cómete la torta.

El chico ablandó los trozos en su leche tibia tal y como había visto hacerlo al pastor. Le costaba masticar y tragar pero, en esas circunstancias, el hambre venció al dolor, como habría de ser ya para siempre. Mientras rebañaba su cuenco, pensó que era la primera vez que tomaba algo caliente desde que había salido de su casa dos noches atrás y que también era la primera vez en su vida que comía en compañía de un desconocido. Allí, con el cuenco entre las manos, se dio cuenta de que no había previsto contingencias tan básicas como la falta de alimentos o las verdaderas condiciones de vida que imponía un llano como aquél. En sus cálculos tampoco entraba la idea de tener que pedir ayuda a alguien y, mucho menos, hacerlo tan pronto. En realidad, no había preparado su marcha. Simplemente, un día, una gota derramó un caldero. A partir de ese momento, brotó en él la idea de la fuga como una ilusión necesaria para poder soportar el infierno de silencio en el que vivía. Una idea que se empezó a formar en su mente en cuanto su cerebro estuvo listo para albergarla y que ya no le abandonó nunca más. Salvo el morral y la precaución de escapar en una noche sin luna, no había hecho ningún otro preparativo ni cálculo. En todo caso confiaba en sus conocimientos para abrirse paso con mayor soltura. Al fin y al cabo, él era tan hijo de aquella tierra como las perdices y los olivos. En las noches previas a la marcha, mientras su hermano dormía a su lado, se imaginaba tendiéndoles trampas a los conejos en las bocas de sus madrigueras o cazando codornices con su tirachinas. Había aprendido a tratar a los hurones y a prepararlos para el acecho. Desde que tenía uso de razón había acompañado a su padre a cazar conejos con ellos. Llegaban a un talud o a un camino hundido en el que hubiera madrigueras y cubrían todas las salidas con redes. Las ponían clavando a los lados de los agujeros sendas estacas de madera. Entonces colaban al hurón por debajo de una de ellas y esperaban. A los pocos segundos el bicho llegaba al recodo donde estuviera escondido el conejo, le mordía y éste salía disparado por cualquiera de las bocas de la madriguera. El animal se topaba con la red y cuando, en su huida, tiraba de ella, los extremos atados a las estacas encerraban al animal en una bolsa.

Luego, a la luz de un fuego como el que había encendido el cabrero, espetaría sus presas y las asaría bajo las estrellas y la amable brisa de la noche. No había pensado en el agua que necesitaría, ni en dónde encontrarla. Sencillamente, no había previsto un itinerario. Su mapa mental terminaba en los confines de la franja de olivar situada al norte del pueblo. Más allá no conocía nada. Había imaginado que, tras las colinas, habría infinitos olivares y que podría ir de tronco en tronco, de sombra en sombra, hasta encontrar algún lugar más propicio para vivir. Tras el último olivo, sin embargo, le estremeció la llanura en medio de la que ahora se encontraba. No sabía cuánto se había alejado del pueblo exactamente y los únicos que podrían haberle informado de ello, o le estaban persiguiendo o, como el viejo, casi no hablaban.

El pastor terminó su cena mordiendo una cuña de queso correoso y, cuando acabó con ella, se levantó y caminó hasta donde estaba el chico. Delante de él cortó otra cuña de queso y se la acercó sin mirarle. El niño alargó el brazo y se llevó el triángulo a la boca. El viejo se dio la vuelta y, rodeando la hoguera extinguida, estiró la gualdrapa del burro sobre el suelo. Del zurrón sacó unas tiras amarillentas de bacalao. Les quitó la sal más gruesa con la mano y las metió en un cuenco, que rellenó de agua. Después, como si estuviera solo en el mundo, se tiró varios pedos y se dispuso a acostarse. El chico observó la dificultad del pastor para agacharse y todos los movimientos que realizó en el suelo para acomodar su cuerpo huesudo entre los guijarros.

El chico se quedó sentado sobre la piedra mucho tiempo después de haber terminado su cena. Parecía como si, de nuevo, hubiera entrado en una casa cargada de normas y necesitara algún tipo de permiso o de orden para poder irse a acostar. Al otro lado de la hoguera, los ronquidos del viejo se mezclaban con el canto de las cigarras y los grillos. La brisa balanceaba las hojas de la palmera muchos metros por encima del suelo y el chico las miró bailar sobre el acúmulo de ramas muertas que pendían del tronco. Recorrió el lugar con la mirada y levantó un dedo para buscar una brisa que no encontró. Pensó que a la altura a la que la copa de la palmera crecía, corría un aire más puro que el que circulaba a ras de suelo y que algo habría hecho la palmera para merecer ese aire balsámico. Se palpó la máscara cerosa y sintió la piel de su cara súbitamente reblandecida y caliente. Algo habría hecho él para merecer sus quemaduras, su hambre y a su familia. «Algo malo», le recordaba el padre a cada instante.

Lo despertó el perro, buscándole el cuello con su hocico húmedo, cuando empezaba a amanecer. El emplasto se le había soltado durante la noche y ahora era un montón apestoso junto a su cabeza. Se palpó la cara y notó un par de ampollas en los pómulos. La piel ya no le tiraba tanto como el día anterior, pero seguía notándola dura. El cabrero estaba sentado en el mismo lugar en el que había cenado, mordiendo un trozo de bacalao del que goteaba un líquido blanquecino. Atacaba la bota de vino con buches largos. El niño se incorporó hasta quedarse sentado sobre la manta y buscó la mirada del cabrero, pero éste no le prestó atención. A su lado, el cuenco que vació la noche anterior volvía a estar lleno de gachas con leche recién ordeñada. Tomó el tazón en sus manos y notó la tibieza de la madera. Buscó de nuevo los ojos del pastor y, aunque sabía que no le iba a mirar, levantó el alimento hacia él en señal de gratitud.

Durante el desayuno asistió, por vez primera, al aparejo del burro. Una liturgia que él mismo habría de reproducir el resto de su vida y que, con el tiempo, pasaría a formar parte de un ritual mayor: el del oficio y el tránsito.

El viejo agarró al burro por la cabezada y tiró de ella hasta que el asno se puso de pie. Sin destrabarlo, colocó sobre su lomo un albardón largo de lona armada. Encima dispuso un ropón de arpillera raída y luego una albarda de centeno cuyo ataharre el viejo pasó por debajo de la cola. Antes de cargar al animal, redistribuyó el relleno de paja, que con el trasiego se había acumulado en las partes bajas del aparejo. Lo aseguró todo con una cincha de esparto gruesa que apretó bajo la panza de la bestia. Encima de la albarda extendió el mandil, lo que hizo al chico recordar el momento de la misa en el que el cura volvía al altar después de haber dado la comunión. Con la ayuda del monaguillo, iba apilando sobre el cáliz el corporal, la patena, el purificador y la llave del sagrario.

Por último, el viejo cruzó sobre el mandil cuatro aguaderas de esparto unidas entre sí, acomodando dos en cada flanco. El burro, que hasta el momento se había mostrado tranquilo, hizo ademán de iniciar la marcha. El viejo le acarició la frente y le metió los dedos por el tupé que asomaba entre las orejas y el asno volvió a la calma.

El pastor repartió la carga entre las cuatro aguaderas y cuando todas sus pertenencias estuvieron dentro, contempló el conjunto y resopló. Recolocó algunos objetos pequeños, afianzó el trébede y la sartén y, entonces sí, le quitó al animal la traba de soga que le unía las manos.

El perro correteaba de un lado a otro apretujando las cabras contra el culo del asno que de vez en cuando coceaba para apartarlas. El viejo repasó con la mirada el campamento y luego contó sus animales señalándolos uno por uno con el dedo. Se acomodó el sombrero y extendió una mano hacia el chico.

—La manta.

El niño se levantó al instante, recogió la manta del suelo y estiró un brazo para acercársela. El viejo la recibió y con ella cubrió el contenido de los serones. Silbó al perro y, como la última vez que se vieron, el animal corrió hacia las cabras más apartadas y las atosigó para que se juntaran. El chico se preguntó si habría de repetirse para él un día como el anterior: desayuno al amanecer, camino e insolación. El viejo agarró el ronzal y le pegó un par de tirones. El asno comenzó a avanzar detrás del pastor bamboleando la carga y el resto de la comitiva les siguió. El niño se quedó donde estaba, viendo pasar el rebaño por delante de él y cómo se alejaba despacio con su algarabía de balidos y cencerros templados en todos los tonos posibles. El viejo y el burro por delante, el perro enloquecido y luego las cabras, dejando tras de sí una estela de cagadas como la cola de un cometa. Cuando habían recorrido veinte metros, el viejo se detuvo y se volvió hacia donde se había quedado el niño.

—No te voy a esperar toda la vida.

4

Caminaron un par de horas sobre baldíos, con el chico, tal y como le había ordenado el viejo, siempre pegado al burro. Se detuvieron en un campo abandonado donde todavía quedaban restos de la última siega. Las cabras se dispersaron y comenzaron a repasar los tallos ralos con las cabezas cerca del suelo. El niño, que se había cubierto la cabeza con la camisa, observó la escena a la sombra del burro. El viejo, de pie, giró sobre sí hasta barrer el inmenso espacio que los rodeaba. Con la palma de la mano haciéndole visera, se entretuvo un rato mirando hacia el sur. Luego, sacó del zurrón su tabaquera y se lió un cigarrillo. Cuando lo terminó, miró hacia el cielo limpio y lo repasó de lado a lado. Se quitó el sombrero para airearse la cabeza, silbó al perro y reemprendieron la marcha.

Se desplazaban sobre el suelo pedregoso a un ritmo tan lento que ni tan siquiera levantaban polvo. Allí por donde pasaban, los restos de surcos y eras les hablaban de desolación. Besanas lavadas sobre las que ondulaba una costra de barro cocido que sólo el asno cargado hundía. Huertas viejas como tablas de lavar y pedernales desprendidos de los trillos con sus bordes afilados y su aspecto ceroso. Llegó un momento en el que el sol estaba tan alto que el burro ya no protegía con su sombra al chico que, a cada rato, manipulaba su camisa para intentar que le cubriera al mismo tiempo la cabeza y la espalda. De vez en cuando miraba al anciano para hacerle entender su agobio, pero el hombre, inmune al calor, seguía trazando el rumbo como si anduvieran por la ribera de un lago de montaña. En una ocasión, el muchacho se retrasó para recolocarse el turbante. El perro se quedó junto a él, agitando el rabo y correteando a su alrededor como si el acompañante de su amo fuera su juguete nuevo. Para acomodarse la tela, el niño hacía ademanes exagerados y bufaba de fastidio como si así la camisa se pudiera estirar o el viejo fuera a encontrar, en medio de la nada, un bosque de hayas. Lo máximo que consiguió fue que el pastor se detuviera, pero no para esperarle, sino para fingir que vertía agua de una garrafa vacía. Entonces el niño, viendo en la distancia cómo el hombre se llevaba el cacillo a la boca, dejó de arreglar la tela que lo cubría y apretó el paso para alcanzarlo antes de que terminara con todo el líquido. Cuando llegó, con la camisa cayéndole desde la cabeza de cualquier manera, el viejo estaba poniéndole el corcho a la garrafa. Silbó y continuaron la marcha.

Finalmente, cuando el sol ya era insoportable, pararon. Dos alisos exhaustos agitaban hojitas lacias a unos metros de un carrizal, en la orilla de lo que debió de ser una charca. Por un lado, una hilera de fronda pálida crecida a lo largo de un surco se alejaba del mazo principal como una púa sobre el llano. Por el otro lado, sobre el lecho seco y quebrado de la laguna, se dibujaban líneas como isóbaras formadas por restos vegetales. Testigos de los últimos estertores de la charca. Rastros deshidratados de suciedad que las olas habían alineado y que la evaporación había terminado por posar sobre el fondo. La brisa caliente del mediodía hacía rozar los juncos entre sí, esparciendo por los alrededores ecos de frágiles cascabeles de madera. Ásperas melenas agitándose como banderas de oración, pero sin caballos briosos, ni joyas, ni mantras. Reclamos tendidos al cielo que, en lugar de esparcir bendiciones, parecían convocar al sol para inmolarse con la ayuda de un cristal o de un rayo.

El pastor llevó al burro hasta los alisos y allí comenzó a descargarlo. El niño lo observó ausente, como si aquello no fuera con él, enajenado por la sed o por encontrarse, de repente, en una parada con la que ya no contaba. Tenía las pústulas de la cara enrojecidas. El viejo se volvió hacia él con las manos quietas sobre el cintero. El muchacho, cargado de polvo, permanecía petrificado.

—Chico.

La voz del pastor lo sacó de la sima en que se hallaba y, de manera inconsciente, giró su cabeza hacia el hombre. Allí encontró al viejo detenido en su maniobra, mirándole a la cara por primera vez. Tenía los ojos retranqueados, protegidos de la luz por dos arcadas huesudas que ensombrecían sus córneas lechosas. La mirada del anciano lo penetró y, en ese instante, se recondujo la forma en la que se habían relacionado hasta el momento, del mismo modo que un cirujano reduce una fractura con una maniobra decidida y precisa.

—Chico.

A la segunda voz, el niño se activó y acudió en su ayuda. Fue cogiendo los trastos que el viejo le pasaba y los fue colocando bajo los árboles. Cuando terminaron de liberar al asno, el hombre agarró una de las garrafas y se adentró en el carrizal abriéndose paso con las manos. El chico lo vio desaparecer entre los juncos y las espadañas, y cómo las cabras se acercaban al camino abierto por el pastor. Descorchó la garrafa que había quedado en las aguaderas y la inclinó sobre la lata, pero de ella no salió ni una gota. El muchacho miró al lugar por el que se había marchado el cabrero y, apretando la lata entre las manos, lo maldijo.

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