De repente sintió un bufido a su espalda que lo dejó petrificado. Permaneció quieto, con los músculos colapsados por el vacío que el miedo le producía. Desaparecieron el pastor, el zurrón y el rebaño. Se los llevó la misma oscuridad en la que su mente se había disuelto. Tembló, su estómago dio los primeros signos de resurrección, notó algo duro empujándole el costado y, sin desearlo, miró. El perro le buscaba con el hocico. Traía entre los dientes la cuerda del salchichón. Respiró hondo, buscó un apoyo en el suelo y volvió a lo suyo.
El zurrón era de cuero grueso. Olía a cebolla seca y a sudor. Agarró con dos dedos la correa y tiró suavemente de ella. Notó el peso de la bolsa al comenzar su arrastre y eso le hizo olvidar definitivamente sus cautelas. Su mente se llenó de imágenes de comida y todo lo que le rodeaba fue reemplazado por lo que imaginaba que había dentro de aquella bolsa. Consiguió desplazar unos centímetros su botín en un silencio casi absoluto hasta que pegó un tirón codicioso y el respaldo acartonado del zurrón vibró sobre las chinas como la piel de un tambor.
—¿Adonde vas con eso?
La voz ronca al otro lado de la lumbre lo paralizó e iluminó la mueca en que se había convertido su cara. Un actor de cine mudo o un niño a quien la culpa sorprende por vez primera.
—Tengo hambre, señor.
—¿Es que no te han enseñado a pedir?
En aquel momento le hubiera gustado salir corriendo con la bolsa y dejar allí al hombre, hablando bajo su manta. Se preguntó si sería el perro menos amigable entonces. Aún no sabía nada de lealtades ni del tiempo que pasa entre los seres y los cose con pespuntes cada vez más apretados.
—Ayúdame a levantarme, chico.
El niño dejó caer la correa de cuero y se aproximó con pasos cortos. A un par de metros se detuvo y contempló el cuerpo medio arropado. Tenía la cara tapada por la manta pero las piernas le asomaban desde las rodillas. El hombre se movió débilmente bajo su colcha, quizá para atarse los pantalones o buscar su mechero, y para cuando asomó la cabeza, el niño ya estaba tras las chumberas. En el tiempo que permaneció escondido, una claridad mínima empezó a perfilar algunos rincones del campamento. Comprobó que, como había supuesto, los árboles eran chopos, y reconoció en sus copas las marcas de la sequía. Contó nueve cabras y un macho. Reparó en una construcción en la que no se había fijado antes: un chamizo piramidal levantado con ramas cortadas a los árboles del fondo. De sus paredes colgaban cinchas, cuerdas, cadenas, una lechera de hierro y una sartén ennegrecida. Más que un refugio, parecía una especie de tabernáculo. Entre la casucha y la chopera había un cercado de albardín trenzado, sostenido por cuatro palos clavados en el suelo.
Durante su vigilancia, el pastor sólo tuvo tiempo de sentarse sobre el suelo y de liar un cigarro. Tardó varios minutos en incorporarse porque la manta se le había enrollado y le trababa las piernas y los codos. Aunque no podía distinguir bien sus rasgos, por su forma de moverse supuso que sería un hombre de edad avanzada. Un viejo flaco que dormía vestido. Una chaqueta oscura con grandes solapas, el pelo cano revuelto y una especie de brochazo blanco cubriéndole la cara por debajo de la nariz.
El pastor vio salir al niño de detrás de las chumberas, pero no le dedicó atención porque estaba entretenido soplando la mecha de su encendedor. A dos metros del hombre, el chico se detuvo. A esa distancia pudo apreciar su pelo sucio de paja y los rotos en los codos de la chaqueta. Estaba sentado en el suelo con la manta tapándole las piernas y al niño le sorprendió que pudiera mantener la posición encorvada de la espalda. El viejo levantó la cara y se quedó mirando al muchacho. Sujetaba el cigarro en una oreja y con la palma de una mano tapaba la mecha naranja. Entonces el pastor hizo un gesto que el niño volvería a ver muchas otras veces. Formó una uve con el pulgar y el índice y se limpió de saliva las comisuras de los labios con las yemas de los dedos. Luego deslizó el índice por los mismos sitios, como si quisiera quitarse de la boca los pelos sueltos de un bigote desaliñado.
—Siéntate, que vas a comer.
El hombre apuntó con el dedo más allá de sus pies y el chico se sentó en el suelo allí donde el viejo había señalado. Durante un rato, el pastor siguió dándole vueltas a la rueda y soplando la cuerda sin conseguir encenderlo. El niño le estuvo observando en silencio con la boca medio abierta, asombrado por la impericia del viejo que no siempre acertaba a darle a la rueda en el lugar preciso y con la fuerza adecuada. Al chico se le movían las manos solas porque había usado muchas veces un artilugio como aquél.
Cuando el viejo consiguió por fin prender el cigarro y le dio las primeras caladas, apoyó la mano libre en el suelo y relajó la espalda como si, por fin, hubiera descuidado de un trabajo necesario. Silbó tensando los labios y el perro se levantó y corrió hacia la zona donde se desperezaba el rebaño. En un momento, el animal rodeó a un grupo de cabras pardas y las condujo hasta el pastor. Sin levantarse siquiera, el hombre enganchó a una de ellas por una de las pezuñas traseras usando una vara que tenía un garfio romo en el extremo y la arrastró hacia sí. Sujetando al animal con una mano, echó la manta a un lado y recogió las piernas. El niño asistió a la maniobra sorprendido ante la repentina pericia de un hombre que, un momento atrás, había tardado un tiempo interminable en encender un cigarrillo. Cuando el pastor tuvo el culo de la cabra delante de su cara, le colocó un cazo de latón debajo de las ubres. Los primeros chorros cayeron duros, haciendo canturrear el metal. Cuando hubo suficiente, azotó a la cabra y ésta brincó hacia donde se hallaban las otras. Luego, extendió la escudilla en dirección al niño y al ver que no se movía de donde estaba, la dejó en el suelo y siguió con su cigarro.
Royeron en silencio cuñas de queso sudoroso, tiras de carne seca y algo de pan duro. El pastor daba largos buches a su bota de vino y el niño se preguntaba cuándo le iba a preguntar quién era y qué hacía en aquel lugar. Tenía miedo de que la noticia de su desaparición hubiera llegado hasta allí porque sabía que, por penosa que le estuviera resultando su aventura, todavía no se había alejado demasiado de la aldea. En un momento pensó que la acogida podía ser una maniobra del viejo para retenerle mientras esperaba a que pasara por el lugar la partida de búsqueda, o incluso el mismo alguacil. En tal caso, ya sabía cuáles serían sus movimientos. Correría hacia las chumberas y se agazaparía entre ellas. Los caballos piafarían alrededor de los pinchos sin atreverse a entrar. Si querían llevarle de vuelta a su casa, tendrían que sacarlo de allí a rastras. Tendrían que destrozarse las camisas y sangrar o acribillarlo a tiros desde los caballos y por último matar al testigo.
Cuando el viejo dio por terminado el desayuno, metió la mano en la aguadera que le quedaba más cerca y de ella sacó una hoja de periódico arrugada. Envolvió algunos alimentos con el papel y le extendió el paquete al niño, que lo estuvo observando hasta que el pastor se cansó de sujetarlo y, como hiciera con la leche, lo dejó en el suelo. Guardó el resto de la comida en el zurrón y volvió a pedirle al chico que le ayudara a levantarse. El niño se acercó y entonces olió la mezcla de aromas de su cuerpo. El halo dulzón del vino alrededor de su cabeza y el sudor secado en capas sobre su tez de cuero. De pie no era mucho más alto que el muchacho. Llevaba los pantalones atados con una cuerda en la cintura y sus botas parecían de cartón. Después de ayudarle a incorporarse, el niño retrocedió un par de pasos y se quedó observando los movimientos del hombre que, a medida que pasaban los minutos, se iban haciendo más ágiles. Al muchacho le sorprendió de nuevo la facilidad con la que se movía y cómo se encorvaba para recoger la manta y doblarla. Con ella en un brazo, silbó de nuevo al perro y éste se levantó y se alejó corriendo hasta el lugar en el que pacían las últimas cabras.
El viejo se acercó al chamizo y metió la cabeza por la abertura de ramas que hacía de entrada. Salió con una banqueta de corcho y un cubo de lata. Descolgó la lechera de donde estaba y lo llevó todo junto al pequeño cercado cuadrangular. El perro había reunido al rebaño y lo traía a base de ladridos y amenazas de mordiscos. Cuando llegaron, el hombre abrió una de las esquinas del redil y fue obligando a las cabras a meterse. Con todas dentro, volvió a colocar la estaca en su esquina y unió los palos con un lazo de alambre grueso que colgaba de uno de ellos. Los animales, apretados, berreaban y se subían unos sobre otros como si fueran un guiso hirviente.
El pastor colocó el cubo junto a la esquina del cercado que había servido como puerta. El recipiente tenía la base tan ancha como la boca, y al chico le recordó al que usaban en su casa para vaciar la letrina. El viejo asentó el recipiente sobre el suelo polvoriento y lo estuvo girando por la boca hasta que comprobó que no bailaba. Del interior del cacharro sacó una azuela y tres varillas oxidadas. Limpió el cotillo de restos de barro y empezó a clavar en el piso, ceñidos al borde exterior del cubo, los rejones metálicos. Cuando terminó, comprobó que el recipiente, como una piedra engarzada, no se movía de su sitio. Puso la banqueta frente al ordeñadero y se sentó en ella. El niño, quieto en su sitio, había observado el trasiego como si asistiera al descenso de una Virgen. La boca entreabierta, los ojos caídos y tan sólo la cabeza moviéndose al compás de las maniobras del pastor.
Desde su asiento, el viejo levantó uno de los palos del cercado hasta abrir una salida estrecha. Metió la mano y enganchó a una cabra por una pata. La sacó y la colocó de culo al otro lado del cubo. Le agarró las ubres, las metió en el recipiente y comenzó a ordeñar. Mientras trajinaba, el hombre miró hacia el cielo y lo recorrió como si buscara los signos de la lluvia. El chico, como un pantógrafo, amplió en la distancia los movimientos del viejo y también recorrió el cielo con la mirada. La bóveda se aclaraba sobre sus cabezas extinguiendo los últimos luceros. El sol, inminente tras las lomas del este, saldría en poco tiempo. Ni rastro de nubes.
El niño volvió a mirar al pastor. Tenía la cabeza casi metida en el culo del animal y tiraba de las ubres con brusquedad. Al chico le pareció que el viejo estaba nervioso. La cabra, inquieta, coceó la lata y trató de salir corriendo, pero el pastor se lo impidió fijándole las patas a dos de las varillas. Cuando terminó el ordeño, liberó al animal y éste huyó en dirección a los chopos, donde se tranquilizó mordisqueando las puntas de las ramas más bajas.
Una por una, todas las cabras fueron pasando por el ordeñadero. El muchacho vio llenarse el cubo y se preguntó qué podría hacer el pastor con tanta leche en medio de aquel páramo. Cuando terminó la faena, el viejo se levantó y llevó el cubo hasta donde tenía la lechera. Vació el líquido en ella y le puso la tapa. Fue entonces cuando se volvió y le habló al muchacho.
—Me da igual si te has escapado o te has perdido.
Al niño el comentario le cogió desprevenido y se retrajo. El viejo hizo una pausa larga.
—Unos hombres están a punto de llegar para recoger la leche.
El niño pasó el resto de la mañana bajo la sombra rala de un almendro agostado. Un ejemplar solitario erguido sobre una linde vieja que los últimos arados habían levantado por uno y otro costado. Desde allí tenía una buena panorámica de los alrededores y, en caso de que la partida se acercara, podría esconderse fácilmente, o incluso escapar reptando a lo largo de la linde. A pocos metros de donde se encontraba sentado, el camino que lo había llevado hasta aquel lugar continuaba bajando en dirección norte. En el tiempo que estuvo allí, lo recorrió decenas de veces con la mirada. Primero, un olivar abandonado, a la derecha. Luego, una curva en bajada dentro de la cual se elevaba una loma con una palmera en lo alto y lo que le parecía una higuera un poco más lejos. Más allá, el camino asomaba y se escondía entre las olas del terreno hasta desaparecer por la última colina a tres o cuatro kilómetros hacia el norte.
Hizo memoria de su encuentro con el pastor. El perro oliéndole la mano y el hombre fumando encorvado, con la manta sobre las piernas. Al mediodía una gota de sudor le bajó por la frente hasta caerle sobre la tela del pantalón, donde desapareció en un instante. Se quitó la camisa, la extendió delante de él y sobre ella vertió el contenido de su bolsa de lona. Separó sus pertenencias de los víveres que le había dejado el pastor: tres tiras de carne de cabra, tensas como el afilador de un barbero, una corteza de queso para roer, un trozo de pan y una lata de cuarto de kilo vacía. «Te vendrá bien», le había dicho el viejo por la mañana, tirándosela a los pies.
«Te vendrá bien», se repetía bajo la sombra clara. ¿Por qué no le habría dado agua directamente? ¿Acaso abundaban los manantiales por las cercanías y había supuesto que hasta un niño como él los encontraría? ¿Era una invitación al reencuentro? ¿Tomaría leche en ella la próxima vez que se vieran?
Sed.
Con el sol en lo más alto volvió a meterlo todo en la bolsa, se puso la camisa y salió a la vereda. Caminó hasta la curva y antes de empezar a descenderla, se salió de las roderas y subió por la loma hasta alcanzar la palmera. Tenía el tronco agujereado y de lo alto colgaba una gran papada de ramas muertas. La sombra de la copa se proyectaba contra el suelo, dejando el tronco justo en el centro de la mancha. Se descolgó el morral y limpió de hojas y piedras un trozo de terreno. Como había hecho anteriormente, se quitó la camisa y la extendió como mantel en la parte limpia. Sacó los alimentos de la bolsa, los ordenó sobre la tela y se sentó a comer. Royó la corteza, intentando alejar de sí la idea de que no tenía agua. El queso, rancio y sudoroso, formó una película en su paladar que ya no le permitió descansar porque la sensación encurtida que le producía sólo podía ser lavada con agua. Rascándose el cielo de la boca con la punta de la lengua, se puso de pie. Cerca del árbol, inspeccionó las ruinas de una vieja construcción de adobe que el sol y el viento habían erosionado hasta convertir sus muros en un reguero de arcilla sobre el suelo. Reconoció la planta rectangular de una vivienda con una sola estancia, como era costumbre en la provincia, y recordó su casa a las afueras del pueblo.
Ahora, solo bajo el sol, contemplaba aquel perímetro de dos palmos de altura con los bordes romos, como un cráter con cuatro esquinas. Se subió a una de ellas y oteó los contornos en busca de señales que delataran la presencia de sus perseguidores o de cualquier otra persona. El territorio se ondulaba liviano en todas direcciones y, allá donde mirara, la visión rasa se deformaba por los efectos del calentamiento del suelo.