A pesar de sus recelos, Swallow no está del todo disgustado por ir en el mismo avión que Charles Boon. Espera el regreso del estudiante con cierta impaciencia. Esto se debe, se explica a sí mismo, a que uno se aburre del viaje y se alegra de tener por fin compañía en las largas horas de este vuelo tan prolongado; pero la verdad es que desea alardear de su suerte. La gloria de su aventura requería, después de todo, que se reflejara en alguien, en alguna persona capaz de dar fe de la transformación del oscuro profesor adjunto de Rummidge en el catedrático visitante Philip Swallow, miembro de la jet-set universitaria, siempre dispuesto a llevar la cultura inglesa a los más lejanos lugares del mundo con tal que le dieran un pasaje de avión. Y, por una vez, tendría alguna ventaja sobre Boon, gracias a su anterior experiencia en los Estados Unidos. Boon le estaría agradecido si le daba consejos e información: por ejemplo, que había que mirar a la izquierda antes de atravesar una calle; que en los Estados Unidos «escuela pública» significa exactamente lo contrario que en Inglaterra, y que hay expresiones que, con las mismas palabras, indican algo muy diferente. Y asustaría un poco a Boon hablándole del rigor de los planes de estudios para becarios en los Estados Unidos. Sí, tenía muchas cosas que explicarle a Charles Boon.
—Ahora —dice Boon sentándose con desenvoltura junto a Philip— voy a ponerle al corriente de la situación en Euforia.
Philip se queda boquiabierto.
—¿Quiere decir que ya ha estado allí?
Boon parece sorprendido.
—Claro, éste es mi segundo año. Fui a casa a pasar las vacaciones de Navidad.
—¡Oh! —dice Philip.
—Supongo que ha visitado usted muchas veces Inglaterra, profesor Zapp —dice la rubia, que se llama Mary Makepeace.
—Nunca.
—¿De veras? Debe de estar muy entusiasmado, entonces. Después de tantos años de enseñar literatura inglesa, finalmente verá los lugares donde ocurrió todo…
—Eso es precisamente lo que no me gusta —dice Morris Zapp.
—Si tengo tiempo, iré a visitar la tumba de mi bisabuela. Está en el cementerio de un pueblo del condado de Durham. Parece muy idílico, ¿no?
—¿Va a enterrar su feto allí?
Mary Makepeace vuelve la cabeza y mira por la ventanilla. La palabra «perdón» sube a los labios de Zapp, pero se la traga.
—No quiere afrontar los hechos, ¿verdad? Pretende que esto sea como una visita al dentista para que le saque un diente.
—
Nunca
me han sacado un diente —dice ella, y Zapp la cree.
Mary continúa mirando por la ventanilla, aunque nada hay que ver excepto las nubes, que se extienden hasta el horizonte igual que una interminable capa de relleno aislante para techos.
—Lo siento —dice Zapp, con gran sorpresa para sí mismo.
Mary Makepeace le mira.
—¿Qué le atormenta, profesor Zapp? ¿No le gusta ir a Inglaterra?
—Acertó usted.
—¿Por qué? ¿Adónde va?
—A un estercolero que se llama Rummidge. No es necesario que finja que ha oído hablar de él.
—Entonces, ¿por qué va?
—Es una larga historia.
Realmente, lo era, y la misma pregunta que se hizo Mary Makepeace corrió como un reguero por los corrillos de chismosos de la facultad cuando se anunció que Morris Zapp había sido nombrado para el plan de intercambio Euforia-Rummidge de aquel año. ¿Por qué Morris Zapp, que presumía siempre de haber llegado a ser una autoridad en literatura inglesa no sólo a pesar de que no había estado nunca en Inglaterra, sino precisamente por eso, se incorporaba a la migración anual a Europa? Y, lo que despertaba aún mayor curiosidad, ¿por qué un hombre que podía haber obtenido una beca Guggenheim con sólo hacer una señal moviendo su dedo meñique, y pasar un año agradable investigando en Oxford, o en Londres, o en la Costa Azul, si así lo hubiera querido, se condenaba a seis meses de duro trabajo en Rummidge? ¡Rummidge! ¿Dónde estaba eso? ¿Qué era eso? Los que lo sabían se estremecían y hacían muecas. Los que no lo sabían, al llegar a casa consultaban enciclopedias y atlas, y, cuando volvían a ver a sus colegas, los miraban asombrados. Si era un plan de Morris para medrar profesionalmente, nadie podía dar una respuesta satisfactoria acerca de los beneficios que podría reportarle una estancia en Rummidge. La respuesta que parecía más verosímil era que debía de estar cansado de la Revolución Estudiantil, sus huelgas, protestas, manifestaciones e inaceptables exigencias, y que deseaba irse a otra parte, aunque fuera a Rummidge, en busca de un poco de paz y de quietud. Nadie se atrevía a comprobar esta suposición preguntándoselo al interesado, porque su resistencia a las intimidaciones de los estudiantes era tan legendaria como un sarcasmo. Al fin circuló el rumor de que Zapp se marchaba solo, y todo se aclaró: los Zapp se separaban. Las murmuraciones disminuyeron: aquello no tenía nada de raro. Sólo era un divorcio más.
En realidad, el caso era más complicado de lo que parecía. Désirée, la segunda esposa de Morris, quería el divorcio, pero Morris no. No era de Désirée de quien no deseaba separarse, sino de sus hijos, una niña y un niño, Elizabeth y Darcy, las niñas de los ojos de Morris Zapp, que, por lo demás, era muy poco sentimental. Désirée estaba segura de conseguir la custodia de los niños —ningún juez, por imparcial que fuera, sería capaz de separar a unos gemelos—, y Morris tendría que resignarse a ver a sus hijos una vez al mes para llevarlos al parque o al cine. Había pasado ya por esta experiencia con la hija que tenía de su primera esposa, y, como consecuencia, la niña había crecido sintiendo el mismo respeto hacia su padre que el que hubiera sentido por un agente de seguros al que viera aparecer en su vida a intervalos regulares con una sonrisa tímida y anhelante y los bolsillos llenos de caramelos; y esta vez cada visita le costaría trescientos dólares sólo de billetes de avión, porque Désirée se proponía vivir en Nueva York. Morris había nacido y se había criado allí, pero no tenía la menor intención de volver. En realidad, pensaba que no sentiría la menor pena aunque no volviera a poner los pies en Nueva York en su vida. En su última visita llegó a la conclusión de que sólo era cuestión de tiempo que la basura de las calles llegara al nivel de los áticos y toda la población muriera asfixiada.
No, no quería pasar otra vez por los trámites enojosos de un divorcio. Le pidió a Désirée que diera otra oportunidad a su matrimonio, en atención a los niños. Pero se mostró inconmovible. Le dijo que ejercía una influencia perniciosa sobre los niños y, en cuanto a ella, sabía que no sería una persona plenamente realizada y satisfecha mientras estuviera casada con él.
—¿Qué he hecho? —dijo Zapp levantando los brazos, aunque sabía muy bien que era una pregunta ociosa.
—Me comes.
—¡Creía que te gustaba!
—¡Siempre piensas en lo mismo! No me refería a eso. Psicológicamente, quiero decir. Estar casada contigo es como ser tragada lentamente por una pitón. No soy más que un bulto a medio digerir engullido por tu personalidad. Quiero salir. Quiero ser libre. Necesito volver a ser yo misma.
—Mira —dijo Zapp—, dejémonos de palabrería progre y vayamos al grano. Es por aquella estudiante con la que me pillaste in fraganti el verano pasado, ¿verdad?
—No, pero me servirá para el divorcio. Me dejaste en la recepción del decano para irte a casa y tirarte a la canguro; eso producirá una gran impresión en el juez.
—Ya te dije que la chica se volvió al Este y ni siquiera sé su dirección.
—Me da igual. ¿Es que no te cabe en la cabeza que no me importa dónde metes tu gran pene circunciso? Por mí, puedes tirarte cada noche a todo el equipo femenino de hockey. Eso ya no me afecta en lo más mínimo.
—Oye, hablemos sobre esto como dos personas razonables —dijo Zapp haciendo un gesto de seria inquietud y apagando el televisor, en el que, mientras hablaban, había estado mirando de reojo un partido de fútbol americano.
Después de una hora de discusión exhaustiva. Désirée aceptó un compromiso: aplazaría la demanda de divorcio seis meses a condición de que él dejara la casa.
—¿Y adónde iré? —refunfuñó Morris.
—Alquila una habitación. O líate con alguna de tus estudiantes. Estoy segura de que no faltarán candidatas.
Morris Zapp frunció el entrecejo al pensar en la ignominiosa imagen que ofrecería en la universidad y entre sus relaciones un hombre arrojado de su casa, que lavara su ropa en la lavandería del campus y comiera solo en el club de profesores.
—Me iré —dijo—. Pediré un permiso de seis meses al final del trimestre. Dame tiempo hasta Navidad.
—¿Adónde irás?
—A algún lugar. —Tuvo una inspiración y agregó—: Tal vez a Europa.
—¿A Europa? ¿Tú?
Morris miró a su esposa con el rabillo del ojo. Durante años Désirée no había dejado de atosigarle para que la llevara a Europa, a lo cual siempre se había negado. Porque Morris Zapp era un caso raro entre los profesores americanos de humanidades: no sentía el menor deseo de viajar al extranjero. Le gustaban los Estados Unidos y, dentro de éstos, de una manera particular, Euforia. Sus necesidades eran sencillas: un clima templado, una buena biblioteca, muchas invitaciones y dinero suficiente para tabaco, bebida y mantener una casa moderna y confortable y dos coches. Las tres primeras cosas son, por así decirlo, recursos naturales de Euforia; y la cuarta, el dinero, la había conseguido tras unos años de duros esfuerzos. No veía en qué podía contribuir viajar a mejorar su situación, y mucho menos viajar a Europa con Désirée y los niños. «Viajar hace que te vuelvas estrecho de miras» era uno de los proverbios de Zapp. Pero, si era necesario, estaba dispuesto a sacrificarlos principios en aras de la armonía familiar.
—¿Por qué no vamos todos? —preguntó.
Observó en la cara de Désirée la lucha entre dos sentimientos contradictorios: el anhelo de ir a Europa y la repugnancia que sentía hacia él. Ganó la repugnancia por K.O.
—¡Vete a tomar por el culo! —exclamó su mujer, y salió de la habitación.
Morris se sirvió una copa, puso un elepé de Aretha Franklin en el tocadiscos y se sentó para pensar. Estaba en un apuro. Tenía que marcharse a Europa para salvar las apariencias. Pero iba a ser difícil organizar las cosas con tan poco tiempo. No podía permitirse el lujo de viajar a sus expensas: aunque su sueldo era considerable, también lo eran el coste del mantenimiento de la casa y del tren de vida al que estaba acostumbrada Désirée; y tampoco era moco de pavo la pensión que le pasaba a Martha. No podía solicitar una excedencia pagada para ampliar estudios en aquel momento porque acababa de disfrutar de una de seis meses. Era demasiado tarde para pedir una beca Guggenheim o Fulbright, y tenía entendido que las universidades europeas no contratan catedráticos visitantes tan alegremente como las de los Estados Unidos.
A la mañana siguiente llamó al decano de la facultad.
—¿Bill? Mira, quiero ir a Europa durante seis meses, lo más pronto posible, después de Navidad. Necesito algo adecuado para mí. ¿Qué tienes por ahí?
—¿A qué lugar de Europa, Morris?
—A cualquiera, Bill.
—¿A Inglaterra?
—Aunque sea a Inglaterra.
—Verás, Morris, ojalá me lo hubieras pedido antes. Había una buena oportunidad en la UNESCO, en París, y hace una semana se la di a Ed Waring, de sociología.
—Dejemos lo que se me escapó y dime qué tienes.
Se oyó ruido de papeles.
—Bueno, tenemos el intercambio con Rummidge, pero eso no es para ti, Morris.
—Dame detalles.
Bill se los dio, y concluyó:
—Como ves, no es para un hombre de tu categoría.
—Lo tomo.
Bill trató de disuadirle durante unos momentos y, al fin, le confesó que el puesto de Rummidge había sido ya otorgado a un joven profesor adjunto de metalurgia.
—Dile que no puede ser, Bill, que te equivocaste.
—No puedo hacer eso, Morris. Sé razonable.
—Asciéndele a profesor agregado. No discutirá.
—Bueno… —Bill titubeó; después suspiró—. Veré lo que puedo hacer, Morris.
—Magnífico, Bill, nunca lo olvidaré.
Bill bajó la voz y adoptó un tono confidencial.
—¿Por qué ese súbito anhelo de ir a Europa, Morris? ¿No puedes con los estudiantes?
—¿Bromeas, Bill? No, creo que necesito un cambio. Una nueva perspectiva. Enfrentarme a una cultura diferente.
Bill Moser soltó una sonora carcajada.
Morris Zapp no se sorprendió de la incredulidad de Bill Moser. Sin embargo, había algo de verdad en su respuesta, aunque no se le habría ocurrido nunca reconocerlo excepto disfrazándolo con una mentira, por más evidente que ésta fuera.
Durante años, Morris Zapp, dotado de una salud excepcionalmente buena, había dado por supuesta su confianza en sí mismo y consideraba las frecuentes crisis de identidad de sus colegas como síntomas de hipocondría psíquica. Pero últimamente le había dado por meditar, con gran sorpresa suya, nada más y nada menos que sobre el sentido de su vida. Esto era en parte consecuencia de su éxito. Era catedrático en una de las universidades más prestigiosas y mejor ubicadas de los Estados Unidos, y había ejercido las funciones de director de su departamento durante tres años en virtud del sistema de rotación de la Eufórica; era un erudito de gran reputación, muy respetado y con una extensa e impresionante lista de obras publicadas. Sólo podía mejorar su sueldo de manera considerable si iba a uno de esos horrendos lugares de Texas o del Medio Oeste adonde nadie en sus cabales iría ni por mil dólares diarios o se dedicaba a tareas administrativas y buscaba un puesto de rector de universidad en alguna parte, cosa que, en el estado actual de los campus del país, era como buscarse una muerte temprana. Dicho en pocas palabras: a los cuarenta años Morris Zapp había conseguido todo lo que podía conseguir, y eso le deprimía.
Le quedaban sus investigaciones, claro, pero habían perdido algo de su atractivo desde que dejaron de ser un medio para convertirse en un fin. No podía mejorar su reputación, sino más bien perjudicarla, añadiendo nuevos títulos a su bibliografía, y eso le frenaba, le hacía actuar con cautela. Años atrás se había lanzado con gran entusiasmo a un ambicioso proyecto crítico: una serie de comentarios sobre Jane Austen que comprenderían toda su obra y en los que analizaría sus novelas una a una, diciendo absolutamente todo lo que fuera posible decir de ellas. Pensaba llevar a cabo una obra exhaustiva, examinando los libros desde cualquier punto de vista concebible: histórico, biográfico, retórico, mítico, freudiano, jungiano, existencialista, marxista, estructuralista, cristiano-alegórico, ético, exponencial, lingüístico, fenomenológico, arquetípico y todo lo que quepa imaginar; de manera que, después de la publicación de cada ensayo, sencillamente, no quedaría nada por decir sobre la novela en cuestión. El objeto de este ejercicio, como se veía obligado a explicar a menudo con toda la paciencia de que era capaz, no era proporcionar al resto de los mortales una mejor comprensión de las obras de Jane Austen que aumentara el goce de su lectura, y menos aún honrar la memoria de la novelista, sino acabar definitivamente con la producción de más basura acerca de este tema. Los comentarios no estarían destinados al público en general, sino a los especialistas, los cuales, al leerlos, descubrirían que Morris Zapp se había anticipado al libro, el artículo o la tesis que habían proyectado escribir y, muy probablemente, lo habría superado. Después de Zapp, sólo cabría el silencio. Esta idea le causaba una gran satisfacción. Había momentos —en los que habría estado dispuesto a venderle su alma al Diablo, como Fausto, por conseguirlo— en los que soñaba con continuar: después de fijar el canon de Jane Austen, haría lo mismo con los demás grandes novelistas ingleses, y luego con los poetas y con los autores teatrales, quizá usando ordenadores y equipos de licenciados debidamente instruidos. De este modo reduciría cada vez más el campo de la literatura inglesa que quedaría disponible para el comentario libre, sembraría el desaliento entre los profesionales de estos estudios y haría superflua la existencia de docenas de colegas suyos; las revistas enmudecerían y famosos departamentos de literatura inglesa quedarían desiertos como ciudades fantasmas…