Intercambio (8 page)

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Authors: David Lodge

Tags: #Humor, Relato

BOOK: Intercambio
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—Bueno, Phil, creo que tengo que irme a mi asiento —dice Boon.

—Sí, bueno, me alegro de haberle visto.

—Si puedo hacer algo por ti, si puedo ayudarte, llámame. Mi número de teléfono está en la guía.

—Bueno…, ya he vivido en los Estados Unidos. Pero muchas gracias por su ofrecimiento.

Boon hace un gesto con la mano, como dando a entender que no tiene importancia.

—En cualquier momento, de día o de noche. Tengo contestador automático.

Con gran asombro de Philip, Charles Boon se levanta, avanza por el pasillo, pasa junto a una azafata, que está allí por si la necesitan, y desaparece tras las cortinas del compartimiento de primera clase.

—Creo que ya estamos sobre Inglaterra —dice Mary Makepeace, que mira por la ventanilla.

—¿Llueve? —pregunta Zapp.

—No, hace un día muy claro. Se ven muchos campos pequeños. Parece un centón o una de esas colchas hechas de retales de diversos colores.

—Si no llueve, no puede ser Inglaterra. Seguro que nos hemos desviado de la ruta.

—Se ve una gran mancha oscura, allá lejos. Debe de ser una gran ciudad.

—Probablemente, es Rummidge. Una mancha turbia Y Rummidge deben de ser casi lo mismo.

Y en los dos Boeing se hace ese silencio especial que precede al aterrizaje de un avión comercial. Los motores reducen la marcha y las conversaciones entre los pasajeros se convierten simultáneamente, por mimetismo, en murmullos. Los aviones pierden altura, se diría que torpemente, con una serie de sacudidas y de caídas vacilantes, como si bajaran por unas enormes escaleras. Los pasajeros tragan saliva para aliviar la presión en sus tímpanos, cierran los ojos, tantean sus pasaportes y sus bolsas para los vómitos. El tiempo pasa lentamente. Cada persona está a solas, de momento, con sus propios pensamientos. Pero resulta difícil pensar de manera coherente avanzando de lado y a sacudidas entre el cielo y la tierra. Philip piensa en Hilary, que le sonreía con aire animoso, y en los niños, que le decían adiós tristemente con la mano, en la estación de Rummidge cuando el tren se ponía en marcha; en un trabajo que olvidó devolver a un alumno; en cuánto le costará el taxi desde el aeropuerto hasta Plotino. El futuro le parece aterradoramente incierto y tiene un súbito espasmo de nostalgia; luego se pregunta si se estrellará el avión y piensa en lo que debe de sentirse al morir, en si hay o no Dios y en dónde ha puesto los resguardos del equipaje. Morris Zapp titubea entre quedarse unos días en Londres o ir directamente a Rummidge y pasar el mal trago cuanto antes. Piensa también en los gemelos, que jugaban a escondidas en un rincón del jardín e interrumpieron de mala gana sus juegos para despedirse de él, y en Désirée, que se negó a hacer el amor con él la noche anterior a su partida. Habría sido la primera vez en muchos meses. Recuerda la primera chica con la que hizo el amor, Rose Finkelpearl, la hija de la pescadera de la manzana de al lado, y en lo desconcertado que se sintió al advertir que la siguiente chica con la que lo hizo también olía levemente a pescado, y se pregunta cuánta gente en el aeropuerto sabrá qué van a hacer en Inglaterra las pasajeras de ese vuelo chárter.

Los aviones se deslizan inclinándose hacia un lado. Tras la cabeza de Mary Makepeace aparece de pronto una línea de casas suburbanas que desaparecen enseguida. La lluvia cae sobre el avión de Philip Swallow y el agua choca contra los cristales. De repente surgen, a escala reconocible, casas, colinas, árboles, hangares y camiones, como viejos amigos que uno viera tras una larga separación.

¡Zas!

¡Zas!

Exactamente en el mismo momento, pero a diez mil kilómetros de distancia el uno del otro, los dos aviones tocan tierra.

2. INSTALACIÓN

Philip Swallow alquiló un apartamento en el piso superior de una casa de dos plantas, en la parte alta del paseo de Pitágoras, una de las muchas vías residenciales de nombre clásico y ambiente romántico que serpenteaban subiendo y subiendo por las laderas de las verdes colinas de Plotino, Euforia. El alquiler era barato para lo que se estilaba en Euforia, ya que la casa estaba situada en lo que allí se conocía como una
zona deslizante
. Y lo cierto es que ya se había deslizado unos cuatro metros hacia la bahía de Eseyefe desde su situación original, circunstancia que hizo que su propietario la desalojara precipitadamente y la alquilara a personas de escasos medios económicos o que no le tenían miedo a la muerte. Philip no entraba en ninguna de estas categorías, pero no se enteró de la historia de la casa del 1037 del paseo de Pitágoras hasta después de haber firmado el contrato de alquiler por seis meses. Se la explicó, la primera noche, Melanie Byrd, la más bonita, y la de aspecto más normal, de las tres muchachas que ocupaban la planta baja, mientras le ponía al corriente, amablemente, del funcionamiento de la lavadora común a todos los vecinos, instalada en el sótano. Primero se sintió explotado, pero al cabo se conformó con la situación. Si bien el alquiler no era sorprendentemente bajo, era razonable, y, como le recordó Melanie Byrd, en Euforia, cuyo paisaje único y pintoresco era producto de una enorme falla geológica que se extendía por todo el estado, no había lugar alguno en el que vivir con absoluta seguridad. En el siglo XIX hubo un gran terremoto, y los sismólogos y las sectas milenaristas del lugar habían pronosticado una repetición del desastre antes de que terminara el siglo XX: un insólito e impresionante caso de coincidencia entre la ciencia y la superstición.

Cada mañana, cuando descorría las cortinas de su sala de estar, el panorama llenaba la amplia ventana igual que un
tour de force
visual al comienzo de una película en cinerama. En primer término, a su derecha y a su izquierda, las casas y los jardines de los miembros más pudientes del claustro de la Eufórica colgaban pintorescamente de las laderas de las colinas de Plotino. Abajo, donde las laderas de las colinas se allanan para unirse a la costa de la bahía, estaba el campus, con sus edificios blancos y sus senderos sombreados por árboles, su campanil y su plaza, sus salas de conferencias, estadios y laboratorios, bordeados por las calles rectilíneas del centro de Plotino. La bahía ocupaba el segundo término del panorama, y se extendía por ambos lados, hasta donde alcanzaba la vista, y los ojos del observador recorrían sin esfuerzo un amplio arco de espléndidos panoramas: tras seguir la siempre concurrida autopista de la costa, cruzaban la bahía por el largo puente de Eseyefe (más de quince kilómetros de peaje a peaje) para posarse en el espectacular perfil urbano de la ciudad, en el que los oscuros rascacielos del centro se recortaban contra las blancas colinas residenciales, y desde allí, dando un salto por encima de las frágiles curvas del puente de Plata, la puerta del Pacífico, se posaban en las verdes laderas del condado de Miranda, celebrado por sus bosques de secuoyas y su costa espectacular.

En este vasto panorama bullían, incluso a primera hora de la mañana, todas las formas conocidas de transporte —barcos, yates, camiones, trenes, aviones, helicópteros y aerodeslizadores—, todos simultáneamente en movimiento, lo cual recordaba a Philip la sobrecubierta brillantemente ilustrada del
Libro de las maravillas del transporte moderno
, que le regalaron al cumplir los diez años. Aquel panorama era, pensó, una combinación perfecta de naturaleza y civilización, en la que uno podía contemplar con una sola mirada la culminación de la capacidad técnica del hombre y el más subyugante esplendor del mundo natural. Pero la armonía que percibía en lo que veía era ilusoria, lo sabía. A la izquierda de su campo visual se levantaba una enorme columna de humo del gran puerto militar y activo centro industrial de Ashland, y a la derecha las refinerías de petróleo de San Gabriel polucionaban la limpidez del aire. La bahía, que brillaba de un modo tan hermoso bajo la luz del sol matutino, estaba, según Charles Boon y lo que había leído, envenenada por los residuos industriales y de todas clases que afluían a ella sin ser tratados, y, además, se iba empequeñeciendo gradualmente debido a los escombros que se vertían en ella sin el menor escrúpulo.

A pesar de todo, pensó Philip, no sin cierto sentimiento de culpabilidad, aquel panorama enmarcado por la ventana de su sala, visto desde cierta distancia, era todavía, verdaderamente, muy bello.

Morris Zapp estaba menos encantado de su vista —un panorama de jardines traseros húmedos, cobertizos destartalados y ropa tendida chorreando, inmensos árboles, techos sombríos, chimeneas de fábricas y agujas de iglesias—, pero había descartado guiarse por consideraciones panorámicas nada más dar los primeros pasos para encontrar un alojamiento amueblado en Rummidge. Descubrió que podía considerarse muy feliz si encontraba un lugar que pudiera mantenerse a una temperatura apropiada para el organismo humano, equipado con las más rudimentarias comodidades de la vida civilizada y decorado con una combinación de colores y motivos que no hicieran vomitar a simple vista. Consideró la posibilidad de vivir en un hotel, pero los situados en las proximidades del campus eran aún peores que las casas particulares. Al fin alquiló un apartamento en el último piso de una casa, vieja y muy grande, propiedad de un médico irlandés, que la ocupaba con su numerosa familia. El doctor O'Shea había arreglado el ático personalmente para el uso de su anciana madre, y debido a la reciente muerte de ésta, le dijo, tenía la inmensa suerte de encontrar libre un apartamento tan envidiable. Morris no consideró que esto fuera un argumento comercial irrebatible, pero O'Shea pensaba, al parecer, que las asociaciones sentimentales del apartamento le permitían clavarle cinco dólares más por semana por encima del alquiler habitual a un americano arrancado del seno de su familia. Le indicó el sillón en que su madre había sufrido su ataque final y, dando pequeños botes sentado sobre el colchón para demostrar su elasticidad, dijo, con un profundo y apenado suspiro, que apenas hacia un mes que su querida progenitora había pasado a mejor vida en aquella misma cama.

Morris se quedó con el apartamento porque tenía calefacción central: era el primero que veía con esa bendición. Pero el sistema de calefacción resultó consistir en radiadores eléctricos perversa e inalterablemente programados para funcionar a toda potencia durante la noche y reducirla a partir de las primeras horas de la mañana. Desde entonces hasta que volvía a ser hora de acostarse sólo enviaban a la gélida atmósfera una débil corriente de aire tibio. Aquel sistema, le explicó el doctor O'Shea, era extremadamente económico, porque por la noche la electricidad salía a mitad de precio, pero a Morris le pareció una manera muy cara de sudar en la cama. Afortunadamente, el apartamento estaba bien provisto de anticuados mecheros de gas, y, manteniéndolos a toda potencia durante el día, conseguía gozar de una temperatura tolerable, que, evidentemente, O'Shea consideraba excesiva, pues entraba en el apartamento con el brazo levantado protegiéndose la cara, como si entrara en una casa ardiendo.

Durante sus primeros días en Rummidge, la principal preocupación de Morris Zapp fue estar caliente. Al despertarse, la primera mañana de su vida inglesa, en la habitación, fría como una tumba, del hotel en que se había alojado al llegar directamente del aeropuerto de Londres, se dio cuenta de que su aliento se condensaba al salir de su boca. Nunca le había ocurrido una cosa así dentro de un edificio, y su primera idea fue que estaba ardiendo. Cuando llevó su equipaje a la casa del doctor O'Shea, llenó la minúscula nevera de comida preparada, cerró la puerta, encendió todos los mecheros y pasó un par de días deshelándose. Sólo después de haberlo conseguido se sintió con ánimos para investigar el campus de Rummidge y presentarse en el departamento de lengua y literatura inglesas.

Philip Swallow sintió más impaciencia por inspeccionar su lugar de trabajo. Ya en su primera mañana, después de un delicioso desayuno a base de zumo de naranja, beicon, pasteles calientes y jarabe de arce (¡jarabe de arce!, ¡qué delicioso era volver a sentir aquellas sensaciones largo tiempo olvidadas!), fue en busca del pabellón Dealer, donde estaba el departamento de lengua y literatura inglesas. Llovía, igual que el día anterior. Esto había desilusionado a Philip, porque, en su recuerdo, Euforia estaba perpetuamente bañada por el sol; había olvidado, o tal vez nunca lo supo, que hay una temporada de lluvias en los meses de invierno. Pero se trataba de una lluvia fina, ligera, y el aire era tibio y sedante. La hierba era verde y los árboles y arbustos estaban llenos de hojas y, en algunos casos, de flores y frutos. En Euforia no hay verdadero invierno: el otoño, la primavera y el verano se cogen de la mano y bailan una alegre danza que dura todo el año, la cual provoca una no menos alegre confusión en el mundo vegetal. Philip notó que su pulso latía al compás del jubiloso ritmo de aquella danza.

No tuvo la menor dificultad para encontrar el pabellón Dealer, un gran edificio cuadrado de estilo neoclásico. Pero le impidió la entrada un cordón de guardias de seguridad. Gran número de estudiantes y profesores se habían congregado allí, y un joven de pelo largo con una chapa que decía ¡QUEREMOS QUE KROOP SE QUEDE! en la solapa de su cazadora de ante informó a Philip de que estaban registrando el edificio en busca de una bomba, al parecer colocada durante la, noche. La búsqueda, según él, podía durar varias horas; pero cuando Philip se disponía a volverse por donde había venido, todo terminó bruscamente con una sorda explosión en lo alto del edificio y gran ruido de vidrios rotos.

Aunque Morris Zapp no lo supo hasta mucho después, la primera vez que pisó el departamento de lengua y literatura inglesas de Rummidge causó muy mala impresión. La secretaria, la joven Alice Slade, que volvía de tomar un café con su amiga la señorita Mackintosh, de egiptología, le vio inclinado ante el tablero de avisos, tosiendo y resollando y esparciendo por el suelo la ceniza de su cigarro. La señorita Slade pensó que era un estudiante maduro que sufría un ataque y le pidió a la señorita Mackintosh que fuera a buscar al conserje; pero su amiga le dijo que le parecía que, simplemente, estaba riéndose, y así era, en efecto. El tablero de anuncios le recordó vagamente a Morris los primeros trabajos de Robert Rauschenberg: era un
assemblage
realizado con los más variados fragmentos de papel —papel de cartas con membrete, hojas de bloc de notas, tarjetas de visita, sobres y facturas vueltos del revés, páginas toscamente arrancadas de cuadernos escolares y pedazos de papel de embalaje que conservaban pegados trozos de cinta adhesiva— clavados con chinchetas, los cuales contenían crípticos mensajes de los profesores a los alumnos acerca de cursos, encuentros, tareas y libros, todo ello garabateado con gran variedad de caligrafías apenas descifrables mediante lápices, estilográficas y bolígrafos de diversos colores. Evidentemente, allí no se debatía el fin de la era de Gutenberg, porque aún no habían salido de la etapa de la cultura manuscrita. En aquel momento, Morris creyó comprender mejor lo que quería sugerir McLuhan: aquel tablero de anuncios tenía un atractivo táctil que hacía que te vinieran ganas de estirar la mano para tocar su superficie áspera e irregular. Pero como medio de transmitir información era la cosa más ridícula que había visto en muchos años.

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