Swallow le arrebató la guía de las manos y leyó para sí.
—Dios mío… Hay que parar esto.
Con ayuda de Wily Smith, telefoneó al director del departamento.
—¿El catedrático Hogan? Siento molestarle tan pronto, pero…
—¡Señor Swallow! —La voz de Hogan retumbaba en el auricular—. ¡Encantado de su llegada! ¿Ha tenido buen viaje?
—Pues sí, muchas gracias. Yo…
—¡Espléndido! ¿Dónde se hospeda, señor Swallow?
—De momento, en el club de profesores, hasta que…
—Muy bien, muy bien, señor Swallow. Usted y yo tenemos que comer juntos uno de estos días.
—Me parece estupendo, pero quisiera…
—¡Excelente! Y a propósito, mientras encuentro el día adecuado, mi mujer y yo reunimos a algunos amigos para tomar unas copas el domingo, a eso de las cinco. ¿Puede usted acompañarnos?
—Bueno, sí, muchas gracias. En cuanto a mis cursos…
—¡Magnífico! El domingo nos vemos, pues. Y, a propósito, ¿se va usted acomodando?
—Sí, muy bien, muchas gracias —dijo Swallow maquinalmente—. Es decir, no, se trata…
Demasiado tarde. Con un «¡Magnífico!» que puso fin a la conversación, Hogan colgó el aparato.
—¿Qué, me matriculo en su curso? —preguntó Smith.
—Le recomiendo que no lo haga —dijo Philip—. ¿Por qué está tan interesado?
—Quiero escribir una novela. Sobre un niño negro que se cría en un gueto…
—¿No le va a resultar algo difícil? —dijo Philip—. Quiero decir, a menos que uno
sea
…
Philip titubeó. Charles Boon le había dicho que ya no era incorrecto usar la palabra
negro
, pero le resultaba difícil pronunciar un vocablo que en Rummidge iba asociado al más virulento prejuicio racial.
—A menos que uno haya pasado personalmente la experiencia —dijo, corrigiéndose.
—¡Claro que la he pasado! La novela es autobiográfica. Lo que me hace falta es técnica.
—¿Autobiográfica? —preguntó Swallow con asombro al tiempo que escrutaba al joven entornando los ojos y ladeando la cabeza; la tez de Wily Smith tenía el color de la suya una semana después de las vacaciones de verano, cuando el bronceado empieza a desvanecerse y la piel adopta un tono cetrino—. ¿Está seguro?
—¡Claro que estoy seguro! —respondió Smith, que parecía sentirse molesto, por no decir insultado.
Philip cambió apresuradamente de tema.
—Dígame, esa chapa que lleva usted… ¿Quién es Kroop?
Kroop resultó ser un profesor agregado del departamento de lengua y literatura inglesas al cual se había negado, hacía poco, la renovación del contrato.
—Pero existe un movimiento clandestino para que se le mantenga en su puesto —explicó Wily, porque es un profesor excelente y sus clases son muy populares. Los otros profesores le acusan de haber publicado poco, pero lo que ocurre es que se les come la envidia porque Kroop es muy elogiado en el
Boletín del Curso
.
¿Qué era eso? Al parecer, una guía para uso del alumnado que juzgaba a los profesores y su manera de enseñar y calificar, basada en cuestionarios que contestaban los estudiantes de cursos anteriores. Wily sacó el último número de uno de sus espaciosos bolsillos.
—No está usted aquí, catedrático Swallow, pero estará en el próximo número.
—¿De veras? —dijo Philip abriendo el boletín al azar.
Lengua y literatura inglesas 142. «Poesía pastoril inglesa de la época neoclásica.» Profesor agregado Howard Ringbaum. Alumnos principiantes y avanzados. Plazas limitadas
.
Según la mayoría de las opiniones, Ringbaum no hace nada para que el tema interese a los estudiantes. Uno de ellos dice: «Parece que conoce bien la materia, pero le molesta que le hagan preguntas y discutan sus opiniones, porque ello interrumpe el curso de su pensamiento.» Otro comentario: «Aburrido, aburrido, aburrido.» Ringbaum es muy estricto a la hora de calificar y, según uno de los informes, le gusta hacer «insidiosas preguntas capciosas».
—Bueno —dijo Philip sonriendo un tanto nervioso—. No se muerden la lengua, ¿verdad?
Continuó hojeando el boletín.
Lengua y literatura inglesas 213. «¿La muerte del libro? Comunicación y crisis en la cultura contemporánea.» Profesor agregado Karl Kroop. Plazas limitadas
.
Hay que levantarse temprano el día en que se abre la matrícula para no perderse este curso, justamente popular, que constituye una excitante aventura intelectual interdisciplinaria en el ámbito de los medios de comunicación de masas. «Supera a McLuhan», informa uno; y otro, entusiasmado: «Es el curso más interesante que he seguido en mi vida.» Señala muchas lecturas, pero es muy flexible a la hora de calificar. Kroop se interesa por sus alumnos y siempre está disponible.
—¿Quién compila los informes? —preguntó Philip.
—Yo —contestó Wily Smith—. ¿Qué, me matriculo en su curso?
—Lo pensaré —dijo Philip, que continuó hojeando el boletín.
Lengua y literatura inglesas 350. «Jane Austen y la teoría de la ficción.» Catedrático Morris J. Zapp. Seminario para graduados. Plazas limitadas
.
La mayoría de las opiniones sobre este curso son favorables. Zapp es calificado de engreído, sarcástico y mezquino cuando llega el momento de poner notas, pero brillante y estimulante. «Hace que Jane Austen parezca moderna y sofisticada», dice uno de los comentarios. Sólo pueden aspirar a matricularse estudiantes que hayan obtenido sobresalientes.
La señorita Slade iba a llamar a la puerta de Morris J. Zapp para decirle que no había nada en el archivador sobre el programa de su curso, cuando oyó el ruido de las ciento cincuenta y siete latas de tabaco que caían del armario. Morris oyó el ruido de sus altos tacones corriendo por el pasillo. La muchacha no volvió. Y nadie más violó la intimidad de Morris J. Zapp.
Iba a la universidad casi todos los días para trabajar en su comentario sobre
Juicio y sentimiento
y al principio agradeció la paz y la quietud, pero pasados unos días empezó a pensar que estas ventajas eran opresivamente monótonas. En Euforia le perseguían constantemente estudiantes, colegas, secretarias y personal administrativo. No esperaba estar tan ocupado en Rummidge, al menos en los primeros tiempos, pero sí había supuesto, vagamente, que sus colegas se presentarían, se dejarían ver, ofrecerían la hospitalidad y el consejo que es habitual ofrecer a un recién llegado. Sin la menor vanidad, Morris creía que era el pez más gordo que había nadado nunca en las inmóviles aguas de aquel estanque universitario, y esperaba que lo recibieran con casi exagerados (de ser posible tal cosa tratándose de él) interés y entusiasmo. Cuando vio que nadie se presentaba, no supo qué hacer. Había perdido el arte, cultivado en su juventud, de hacer que la gente se diera cuenta de su existencia. Hacía tiempo que se había acostumbrado a dejar que la acción llegara hasta él; pero allí no había acción.
A medida que se aproximaba la reanudación de las clases, los pasillos fueron perdiendo su silencio sepulcral y su aire desértico. Los profesores iban ocupando sus puestos. Desde su escritorio oía sus pasos en el corredor, cómo se saludaban unos a otros, cómo se reían y cómo abrían y cerraban las puertas. Pero cuando se aventuraba a salir al pasillo notaba que le evitaban metiéndose en sus despachos en cuanto ponía un pie fuera del suyo, o le miraban sin inmutarse, con la misma indiferencia con que habrían mirado al encargado de la calefacción central. Justamente cuando ya había decidido que tendría que tomar la iniciativa y emboscarse junto a la puerta para sorprender a sus colegas británicos frente a ella a la hora del café y arrastrarlos a su despacho, empezaron a demostrar que se daban cuenta de su presencia de una manera que sugería una larga pero no profunda familiaridad: le lanzaban una sonrisa vaga al cruzarse con él o le hacían una inclinación de cabeza, sin perder un paso ni interrumpir sus conversaciones. Esa nueva conducta implicaba que sabían perfectamente quién era, lo cual hacía superfluo cualquier intento de presentarse, mientras, por otra parte, no daba pie a estrechar las relaciones. Morris empezó a pensar que terminaría su estancia en el departamento de lengua y literatura inglesas de Rummidge sin que nadie le hubiera hablado. Le mantendrían a distancia con sus sonrisas y sus inclinaciones de cabeza, y al final las aguas se cerrarían sobre él y todo quedaría igual que si nunca hubiera alterado la placidez de su superficie.
Morris se sentía muy incómodo a causa de esta actitud. Sus órganos vocales empezaron a deteriorarse por falta de uso; en las raras ocasiones en que hablaba, su voz sonaba rara y ronca a sus propios oídos. Se paseaba por su despacho como un preso en su celda y se preguntaba qué había hecho para merecer aquella actitud. ¿Le cantaba el aliento? ¿Temían que trabajara para la CIA?
A causa de su soledad y su aislamiento, Morris buscó solaz, instintivamente, en los medios de comunicación audiovisuales. Siempre había sido aficionado a la radio y la televisión: en su despacho, en la Eufórica, tenía su receptor sintonizado permanentemente en su estación favorita de frecuencia modulada, especializada en baladas de rocksoul, y en casa tenía un televisor en color en su estudio y otro en la sala, porque le resultaba más fácil trabajar si al mismo tiempo miraba un programa deportivo. (El béisbol era el que mejor le predisponía para que las palabras fluyeran con fluidez, pero también servían el fútbol americano, el hockey y el baloncesto.) Alquiló un receptor de televisión en color en cuanto se instaló en su apartamento en Rummidge, pero los programas le decepcionaron porque, en general, eran adaptaciones de libros que ya conocía o series estadounidenses que ya había visto. No había, naturalmente, fútbol americano, béisbol, hockey ni baloncesto. Había fútbol, como era de esperar, y pensó que, con el tiempo, podría llegar a gustarle, pues intuyó que poseía la mezcla de furia y habilidad, de aspereza y de gracia, que caracterizan al verdadero deporte espectáculo, pero el espacio dedicado al fútbol era escaso. Había un programa de cuatro horas los sábados por la tarde dedicado a los deportes, y se dispuso a verlo con expectación, pero al parecer había una especie de conspiración para atraer a la gente a los campos de fútbol, los supermercados o a donde fuera, ya que cualquier cosa era más interesante que ver aquella rapidísima sucesión de reportajes acerca de pruebas femeninas de tiro con arco, campeonatos de natación en diversos condados, competiciones de pesca o torneos de tenis de mesa. Puso el otro canal, y le pareció, a juzgar por lo que veía a través de una cortina de granizo, que retransmitían un
cross-country
para inválidos en silla de ruedas.
Tuvo una breve luna de miel con Radio Uno que acabó convirtiéndose en un matrimonio sadomasoquista. Cuando despertó temprano en el hotel de Rummidge, la mañana en que se dio cuenta de que se le condensaba el aliento al salirle de la boca, puso el transistor y escuchó lo que, de momento, le pareció una rara parodia de la peor clase de radio estadounidense de onda media de Estados Unidos, basada en la fórmula sencilla, pero eficaz, de transmitir anuncios no comerciales. En lugar de anunciar productos, el locutor hacía publicidad de
sí
mismo
con un torrente verbal destinado a convencer a los oyentes de que era un tipo muy alegre, divertido e interesante, y la hacía también de sus oyentes, cuyos nombres y direcciones estaba resuelto a pregonar a los cuatro vientos, así como, en algunas ocasiones, la fecha de su cumpleaños o el número de matrícula de su coche. De vez en cuando hacía un anuncio cantado en alabanza de sí mismo o relataba, sin perder nunca su tono jovial, un accidente múltiple en alguna autopista. Casi no había tiempo para poner discos. Era un delirio. Morris pensaba que era demasiado temprano para la sátira, aunque escuchó con interés. Cuando terminó el programa y comenzó otro que era exactamente igual, empezó a impacientarse. Pensó que los británicos debían de ser unos apasionados de la sátira y del humorismo; incluso los pronósticos del tiempo parecían cosa de broma: se previeron todas las combinaciones posibles para las siguientes veinticuatro horas sin que se dijera nada en concreto, ni siquiera la temperatura que hacía en aquellos momentos. Hasta después de escuchar cuatro programas sucesivos de casi la misma fórmula —la charlatanería narcisista del locutor, listas de nombres y direcciones y musiquita sin sentido— no se dio cuenta de la terrible verdad:
Radio Uno era así todo el día
.
El único contacto humano que tuvo Morris en aquellos días de soledad fue con el doctor O'Shea, que acudía para ver la televisión en color y beber su whisky, y tal vez también para escapar a las alegrías de la vida de familia durante cosa de una hora, porque llamaba quedamente a la puerta y entraba de puntillas en el apartamento, guiñándole un ojo y poniendo un dedo sobre los labios para imponer silencio a Morris hasta que la puerta se cerraba y apagaba los gritos de la señora O'Shea y sus hijos, que subían por la escalera. O'Shea desconcertaba a Morris. No parecía médico, o al menos no era como los que conocía él, tipos elegantes de aspecto próspero que conducían los más lujosos automóviles y habitaban en las casas más confortables de los barrios en que él había vivido. El traje de O'Shea era viejo y lo llevaba sucio y sin planchar, sus camisas tenían el cuello raído, el utilitario que conducía había conocido tiempos mejores, y era evidente que aquel hombre estaba falto de sueño, de dinero, de diversiones y de todo, excepto preocupaciones. Y lo que tenía Morris, con ser poco, provocaba en el galeno una gran envidia, como si sus ojos nunca hubieran visto tanta opulencia. Examinaba el casete japonés de Morris con la misma curiosidad, mezcla de temor y envidia, de un salvaje del siglo pasado al tocar el encendedor de yesca de un misionero; parecía asombrado de que un hombre pudiera tener tantas camisas como para enviar de una vez media docena a la lavandería; y cuando Morris le invitó a servirse una copa, pareció casi incapaz (aunque se decidió enseguida) de escoger entre tres variedades de whisky, y mientras manoseaba las botellas y leía las etiquetas suspiraba y murmuraba:
—¡Virgen santa, qué es lo que tenemos aquí! ¡Auténtico bourbon de Kentucky Viejo Abuelito, y este tipo me invita a tomarme una copa, como si tal cosa…! ¡Hay que ver!
La instalación del televisor en color puso a O'Shea casi enfermo de excitación. Siguió a los hombres que llevaron el aparato escaleras arriba y estuvo dando vueltas a su alrededor, estorbándoles, mientras lo instalaban. Después que se fueron se quedó contemplando la carta de ajuste, como hipnotizado, durante horas. De vez en cuando se levantaba y ponía la mano con reverencia sobre él, como si esperara recibir alguna gracia especial de su simple contacto.