—Estoy perfectamente sereno —replicó Philip tanteando en busca de los peldaños del pórtico.
—Alguien debe de haber movido la casa —dijo Désirée con sorna.
Y, en cierto sentido, era cierto. Al dar la vuelta a una esquina en busca de la puerta de entrada, se encontraron cara a cara con tres chicas asustadas con los camisones manchados de barro —Melanie, Carol y Deirdre—, que habían saltado de sus camas cuando la casa se deslizó trazando un gran arco. El afortunado Charles Boon estaba calentito y seco en su confortable estudio.
—Creímos que era el terremoto —dijeron las chicas—. Pensamos que venía el fin del mundo.
—Lo mejor será que vengáis todos a casa —dijo Désirée.
Fue, como ves, un acto puramente caritativo e iba a ser un arreglo muy provisional. Sólo para darnos un techo bajo el que resguardarnos hasta que pudiéramos volver al paseo de Pitágoras o buscar otro acomodo…
Carol y Deirdre se marcharon pronto. Melanie se instaló con Charles Boon en la zona sur del campus. Se habían entregado entusiastas a la causa del Jardín Popular y querían estar cerca del escenario donde se desarrollaba la acción. Finalmente, de los refugiados del corrimiento de tierra sólo Philip Swallow quedó en casa de los Zapp. Se hizo el remolón a la espera de que pusieran en condiciones habitables la casa del paseo de Pitágoras. Désirée le dijo que no se preocupara. Empezaron a buscar un apartamento, cada día con menos interés. Désirée le decía que no tuviera prisa. A él no le pareció que abusara de la hospitalidad de Désirée porque, como ella salía mucho por las noches, se ahorraba la molestia de buscar, canguros. Además, no era muy madrugadora, y se aprovechaba de la buena disposición de su huésped para preparar el desayuno de los gemelos y mandarlos a la escuela. De un modo imperceptible fueron estableciendo una rutina. Vivían casi como si estuvieran casados. Los domingos él llevaba a los gemelos al parque natural, al otro lado de las colinas de Plotino, y paseaban entre los pinares. Tenía la impresión de que volvía a una versión más cómoda, menos encorsetada, de su vida en Inglaterra. El paréntesis del paseo de Pitágoras le parecía un sueño de drogadicto a medida que se hundía en el pasado. Su estancia allí había tenido algo de antinatural y de malsano, después de todo, pues el papel que había representado era poco noble y bastante ridículo: un hombre de mediana edad parasitando la sociedad alternativa, merodeando alrededor de los jóvenes con una mirada perruna e implorante, ansioso por caer bien, ansioso por no ofender, ansioso porque le dejaran participar en un juego que nunca se hizo realidad, el juego cuyos prolegómenos había presenciado la tarde que pasó en el apartamento de las muchachas, en la planta baja, con el vaquero, el soldado confederado y el luchador negro. Al parecer, no volvieron a jugar, o lo hicieron cuando él no estaba. Nunca husmeó indicios de orgía alguna después de aquella tarde, aunque mantenía alerta sus cinco sentidos. Su relación con el folleteo en grupo se reducía a los anuncios por palabras que leía en
Tiempos
Eufóricos
. Quizá hubiera debido poner uno
: «Profesor británico, no precisamente guapo, aficionado a Jane Austen, "Los cuarenta principales" y el gin-tonic, busca orgía; aunque es neófito, está muy predispuesto.»
O un mensaje personal:
«Melanie, dame una segunda oportunidad. Te necesito, pero no encuentro las palabras. Estoy despierto en mi habitación, esperándote.»
Despierto y sudando en la oscuridad, escuchando los sonidos ahogados que emitían ella y Charles Boon haciendo el amor en la habitación vecina. Aquello le revolvía las tripas, realmente. El corrimiento de tierra había barrido una Sodoma y Gomorra de fantasías íntimas y de deseos insatisfechos. Se sentía como un hombre nuevo en el ambiente tranquilo, inicialmente asexuado, del lujoso nido de Désirée Zapp en lo alto de la avenida de Sócrates. Empezó a comer mejor, a beber mejor. Él y Désirée dejaron de fumar al mismo tiempo. «Si usted tira su pestilente pipa, yo dejo mis hediondos cigarrillos… ¿De acuerdo?» Fue el kárate lo que la indujo a dejar de fumar porque, según dijo, se sentía humillada al quedarse jadeante después de diez minutos de ejercicio. Philip encontró increíblemente fácil dejar de fumar y llegó a la conclusión de que en realidad nunca le había gustado. Estuvo contento de verse libre de toda la parafernalia que implica el fumar. Los días eran cálidos y llevaba ropa veraniega, pantalones ligeros y camisas finas que se ajustaban a su torso y ya no colgaban formando bolsas como quistes. Esto era consecuencia de que entonces bebía más; habitualmente, un par de gin-tonics antes de la cena, vino o cerveza para acompañarla y quizá un whisky después, mientras veían los tumultos del día en la televisión. Una noche, ante el televisor, Philip dijo:
—He encontrado un apartamento que parece estupendo, en la calle Pole.
—¿Por qué no se queda aquí? —preguntó Désirée sin apartar la vista de la pantalla—. Hay sitio de sobras.
—No quiero abusar de su hospitalidad.
—Puede pagarme alquiler, si eso le tranquiliza.
—De acuerdo —dijo Swallow—. ¿Cuánto?
—¿Qué le parece quince dólares por semana por la habitación, más veinte dólares a la semana por comida y bebidas, más tres dólares de calefacción y luz, que hacen treinta y ocho dólares a la semana, o ciento sesenta por mes natural?
—¡Diantre! —exclamó Swallow—. ¡Con qué rapidez calcula!
—Ya lo tenía pensado. Me parece un arreglo conveniente para mí. A propósito, ¿se quedará en casa mañana por la noche? Tengo un taller de concienciación.
Philip se detuvo ante un semáforo en rojo y bajó el cristal de la ventanilla. El zumbido de un helicóptero le advirtió de que se encontraba en la zona militarizada, aunque, por lo demás, nadie diría que pasara nada extraordinario en la universidad por aquella parte del campus. Enfiló el coche por la amplia entrada al recinto por el lado oeste, pasó ante amplios parterres cubiertos de césped y arbustos donde las gotas de agua de los aspersores formaban arcos iris a la luz del sol, y un solitario guardia de seguridad, apostado en una garita, levantó perezosamente la mano en un gesto de saludo. Pero a medida que se aproximaba al pabellón Dealer los indicios del conflicto se hacían más y más visibles: muchas ventanas tenían los cristales rotos y habían sido cerradas con tablones, y había octavillas y latas por los senderos; la policía y los guardias de seguridad del campus patrullaban por todas partes, vigilaban los edificios y se comunicaban entre sí en voz baja por medio de radios portátiles.
Encontró un espacio libre para aparcar en la parte posterior del edificio, junto al gran Thunderbird verde de Luke Hogan, que acababa de llegar.
—Tienes un coche precioso, Philip —dijo el director—. Morris Zapp tiene uno igual.
Philip desvió la conversación.
—Los desórdenes que afectan al campus no sólo tienen consecuencias negativas —comentó—; es más fácil encontrar aparcamiento.
Hogan hizo un gesto de asentimiento y de pesar a la vez. La crisis no era precisamente una diversión para él, que se encontraba atrapado, como en un bocadillo, entre sus colegas radicales y conservadores.
—Lamento mucho, Philip, que tu visita haya coincidido con momentos como éstos.
—Oh, me parece muy interesante, de veras. Tal vez más interesante de lo que debería ser.
—Tendrías que volver otro año.
—¿Y si pidiera un puesto aquí? —dijo medio en broma medio en serio, recordando su conversación con Désirée.
La respuesta de Hogan fue completamente seria. Su cara grande y parda, reseca y arrugada como un paisaje del Oeste, se ensombreció con una expresión de pesar.
—Mira, Phil, ojalá pudiera…
—Era una broma.
—Bueno, recibiste comentarios muy elogiosos por parte del
Boletín del Curso
. Y hoy día la enseñanza es importante, realmente importante…
—No tengo textos publicados que me respalden, ya lo sé.
—Tengo que reconocer, Phil… —Luke Hogan suspiró—. Para hacerte una oferta adecuada a tu edad y tu experiencia, necesitaríamos un libro o dos. Si fueras negro, la cosa cambiaría, claro. Y aún mejor si fueras indio. ¿Qué no daría por encontrar un piel roja doctorado en letras? —murmuró Hogan pensativamente, tan apesadumbrado como un náufrago refugiado en una isla desierta que soñara con un bistec con patatas fritas.
El compromiso al que se había llegado para poner fin a la huelga del trimestre anterior incluía que la universidad se comprometía a contratar más profesores del Tercer Mundo; pero como la mayor parte de las universidades del país perseguían el mismo objetivo, resultaba difícil cumplirlo.
—Y hay otro problema —observó Philip—: no tengo el doctorado.
Hogan lo sabía, pero evidentemente consideró de mal gusto que Philip se lo recordara, porque no respondió. Entraron en el edificio y esperaron el ascensor en silencio. Una nota garabateada a mano pegada en la pared decía: VIGILIA DEL DEPARTAMENTO EN LAS ESCALERAS DEL PABELLÓN DEALER A LAS ONCE DE LA MAÑANA. Cuando la puerta del ascensor se abrió y entraron, Karl Kroop penetró corriendo tras ellos. Era un hombre de baja estatura, con gafas y de pelo ralo. Llevaba todavía en la solapa la chapa ¡QUEREMOS QUE KROOP SE QUEDE!, como un veterano llevaría una medalla ganada en una batalla. O quizá la llevaba sólo para fastidiar a Hogan, que tras procurar su destitución había tenido que tragarse su rehabilitación.
—¡Hola, Luke, hola, Phil! —dijo, saludándoles alegremente—. ¿Nos veremos después en las escaleras?
Hogan contestó con una sonrisa triste.
—Me temo que estaré toda la mañana ocupado con un comité, Karl.
Salió del ascensor dando un salto en cuanto se detuvo y desapareció en su despacho.
—¡Liberal de mierda! —murmuró Kroop.
—Bueno, yo soy liberal —replicó Swallow.
—Entonces, ojalá —dijo Kroop dándole unas palmaditas en la espalda— hubiera más liberales como tú, dispuestos a luchar por sus principios, a ir a la cárcel por su liberalismo. ¿Nos veremos en la vigilia?
—Oh, sí, claro —dijo Philip ruborizándose.
Cuanto entró en la oficina del departamento para recoger su correspondencia, Mabel Lee le saludó.
—Oh, catedrático Swallow, el señor Boon ha dejado una nota en su buzón. —La muchacha sonrió—. He oído decir que va a participar en su programa esta noche. No me lo perderé.
—Bueno, no sé si valdrá la pena…
Swallow tomó un ejemplar del
Diario de la Eufórica
del montón que había encima del mostrador y echó una ojeada a los títulos: AMONESTACIÓN AL SHERIFF O'KEENE … OTROS CAMPUS PROMETEN APOYO … MÉDICOS Y HOMBRES DE CIENCIA INVESTIGAN EL SUPUESTO USO DE GAS VESICANTE … MUJERES Y NIÑOS HACEN UNA MARCHA DE PROTESTA HASTA EL JARDÍN. Se veía una fotografía del Jardín, que había vuelto a convertirse en un vasto solar polvoriento, con algunos juegos infantiles y arbustos marchitos en un rincón, cercado por la ya familiar alambrada. Dentro había algunos soldados en actitud estólida; fuera, una multitud de mujeres y niños, como si aquello fuera una surrealista inversión de un campo de concentración. ¿Le ofrecía aquella foto algo adecuado para el programa de Charles Boon? «¿Quiénes, no puede uno menos que preguntarse, son aquí los verdaderos presos? ¿Los que están dentro de la cerca o los que se encuentran fuera?» Etcétera, etcétera. Levantó la tapa de su buzón, y halló en su interior un pequeño paquete, de forma rara, con la dirección escrita por Hilary, que le causó cierto sobresalto; pero se le pasó en cuanto se dio cuenta de que el paquete había llegado por correo ordinario, al que había sido echado hacía varios meses. La correspondencia procedente de Inglaterra le inquietaba por aquel entonces, porque le recordaba sus vínculos y sus responsabilidades; el ombligo se le encogía especialmente cuando llegaba alguna carta de Hilary por correo aéreo; aquellos delgadísimos sobres de fino papel azul le desazonaban porque tenía la impresión de que el propio perfil de la Reina en el ángulo superior derecho manifestaba desaprobación por su conducta. Y no porque el texto de las últimas hubiera mostrado agravio ni sospecha. Le hablaba amigablemente de los chicos, de Mary Makepeace y de Morris Zapp, quien, al parecer, había alcanzado una influyente posición en los asuntos de la Universidad de Rummidge después de resolver a satisfacción de todos un estallido de agitación estudiantil… En realidad, Philip no había puesto mucha atención en las noticias, pues lo que buscaba en las líneas de la escritura limpia y redonda de Hilary, leídas rápidamente, era tranquilizarse al notar que no había llegado a Rummidge noticia alguna sobre su infidelidad que volviera hacia él con una protesta airada por la ofensa. No era un secreto para nadie en Plotino que vivía en casa de los Zapp, pero todo el mundo estaba demasiado preocupado por los disturbios a causa del Jardín para intentar saberla naturaleza exacta de sus relaciones. O bien era ésta la causa de esa falta de interés, o bien, como sostenía Désirée, que creían que era gay, porque había metido a Charles Boon en su casa, y que ella era lesbiana, a causa de su adhesión al Movimiento de Liberación de la Mujer; de manera que no podían imaginar que hubiera algo entre ellos. Y Howard Ringbaum, principal sospechoso del envío del anónimo sobre Melanie (el vaquero, que era uno de sus alumnos, pudo haber sido su fuente de información), se había marchado de Euforia a trabajar al Canadá, con gran alivio de Hogan.
Philip leyó la nota de Boon, que le hacía memoria del lugar y la hora de la entrevista. Recordó su encuentro en el avión, que le parecía lejano, como si hubiera ocurrido años atrás. «¡Oye, tienes que venir una noche!» Desde entonces habían cambiado muchas cosas, entre ellas su actitud ante Boon, que había pasado por una amplia gama de sentimientos: diversión, irritación, envidia, ira, furiosos celos sexuales y, ahora, disipada toda pasión, una especie de respeto a regañadientes. Se veía a Charles Boon por todas partes, en las calles y en la televisión, dondequiera que hubiera una marcha, una manifestación, haciendo ostentación de la blancura de su brazo escayolado, como si desafiara a la policía a que le rompiera el otro. Su desfachatez, su cara dura, su confianza en sí mismo, no tenían límites; se habían convertido en una especie de valentía. El apasionamiento de Melanie, que no tenía trazas de enfriarse, resultaba ahora algo más comprensible.
Hizo una bola entre sus dedos con el papel de la nota y la tiró a la papelera. El paquete llegado de Inglaterra lo abriría en la intimidad de su oficina. De paso se detuvo en los lavabos del cuarto piso, en los que había estallado una bomba el primer día que puso los pies allí. Los daños habían sido reparados y el local se había pintado de nuevo. Desde la ventana del urinario se tenía la mejor vista —según decían— de la bahía y el puente de Plata; sería la mejor vista, pero Philip miró hacia abajo. Decididamente, era una cuestión de perspectiva.