Encontró a Mary Makepeace preparando el desayuno para los tres niños. Se había puesto uno de los monos de Hilary el cual tenía una hilera de botones que apenas podía abrocharse sobre el vientre.
—¿Qué le hizo a Hilary anoche? —le preguntó Mary a guisa de saludo.
—¿Qué quiere decir?
—No da señales de vida esta mañana. ¿La atiborró de alcohol?
—Sólo tomó un par de martinis.
—¿Huevos con beicon?
—Ajá, dos revueltos.
—¿Qué se ha creído que es esto, un restaurante?
—Sí; una ración de patatas fritas, por favor.
Zapp guiñó un ojo a Matthew, que escuchaba boquiabierto, inclinado sobre su bol de cereales. Los jóvenes Swallow no estaban acostumbrados a las pullas de los adultos por encima de la mesa del desayuno.
—Morris, ¿podría dejarme en la estación del ferrocarril esta mañana, camino de su trabajo?
—Naturalmente. ¿Se va de viaje?
—¿Recuerda que le dije que deseaba visitar la tumba de mi familia, en el condado de Durham?
—¿No está muy lejos de aquí?
—Pasaré la noche en Durham. Mañana estaré de vuelta.
Morris dio un suspiro.
—Ya no estaré aquí. O'Shea ha arreglado el techo, así que voy a volver a mi apartamento. Añoraré la comida que sirven aquí.
—¿No le da miedo volver?
—Ah, bien, ya sabe el dicho: un bloque de orina helada no cae dos veces en el mismo lugar.
—¡Venga, chicos, daos prisa, que vais a llegar tarde a la escuela!
Mary puso un plato de huevos revueltos con beicon frente a Morris y éste empezó a zampárselos con cara de regodeo.
—Ha de saber, Mary —dijo Zapp después que los niños se marcharon—, que sus talentos no van a aprovechar a nadie si es madre soltera. ¿Por qué no convence a su cura para que se haga protestante? Así podría hacer de él un hombre decente.
—Es curioso que diga usted eso —respondió Mary sacando del bolsillo un sobre de correo aéreo y agitándolo—. Me ha escrito para decirme que ha colgado la sotana.
—¡Estupendo! ¿Quiere casarse con usted?
—Por lo menos, quiere vivir conmigo.
—¿Qué va a hacer?
—Lo estoy pensando. No sé qué le pasa a Hilary. Tengo que decirle varias cosas antes de irme.
Amanda apareció en la puerta, vestida con su uniforme escolar: chaqueta marrón oscuro, camisa blanca y corbata y falda grises. Las chicas de la escuela secundaria de Rummidge llevaban la falda muy corta, pero que muy corta, por lo que parecían unas míticas criaturas biformes, igual que los centauros o las sirenas: de cintura para arriba todo era mojigata austeridad, pero de cintura para abajo todo era carnal desnudez. A aquella hora de la mañana las paradas de autobús vecinas eran un paraíso para los adoradores de las ninfas. Amanda se ruborizó al darse cuenta de la mirada nada paternal de Morris.
—Antes de marcharte, Mandy, corre arriba y pregúntale a tu madre si desea una taza de té o algo, ¿quieres?
—Mamá no está arriba. Está en el estudio de papá.
—¿De veras? Tengo que decirle qué hay para cenar —dijo Mary, y salió disparada de la cocina.
—Los Bee Gees dan un concierto dentro de dos semanas —le dijo Morris a Amanda—. ¿Saco entradas?
Los ojos de la chica chispearon.
—¡Oh, sí, por favor!
—Quizá Mary venga con nosotros. E incluso tu mamá. ¿Le gustan los Bee Gees? —le preguntó a Mary, que ya había vuelto.
—No puedo soportarlos. Amanda, será mejor que te vayas. Tu madre está pegada al teléfono.
Hilary todavía hablaba por teléfono cuando llegó la hora de que Mary se marchara. La chica garabateó una nota para ella mientras Morris sacaba a la calle su Lotus, cuyo tubo de escape rugió estrepitosamente e hizo temblar en sus marcos los cristales de las ventanas de la casa.
—¿A qué hora sale su tren? —le preguntó Zapp a Mary, que se sujetaba el vientre con cuidado mientras se contorsionaba inclinada para meterse en el asiento.
—A las ocho cincuenta. ¿Llegaremos a tiempo?
—Sí.
—Este coche no fue diseñado para embarazadas, ¿verdad?
—El asiento se reclina. ¿Qué tal?
—Magnífico… ¿Le molesta que practique mis ejercicios de relajamiento?
—Adelante.
Casi inmediatamente se encontraron, en la calle Midland, con un embotellamiento de tránsito: era la hora punta. Una cola de personas que esperaban en la parada del autobús miró con curiosidad a Mary Makepeace, que hacía sus ejercicios en el asiento anatómico del coche.
—¿Qué es eso? —preguntó Morris.
—Psicoprofilaxis. Entre nosotros, parto sin dolor. Hilary me ha enseñado los ejercicios.
—¿Cree que es útil?
—Claro… Los soviéticos usan esta técnica desde hace tiempo.
—Me juego lo que quiera a que lo hacen porque no fabrican suficientes anestésicos.
—¿Quién quiere un anestésico en el momento más importante de la vida de una mujer?
—A Désirée le hubiera gustado que la anestesiaran durante los nueve jodidos meses.
—Le habían lavado el cerebro, y perdone la expresión. La profesión médica ha conseguido convencer a las mujeres de que el embarazo es una especie de enfermedad que sólo los médicos saben curar.
—¿Qué piensa O'Shea de ello?
—Es un anticuado. Cree en el parto
con
dolor.
—Muy propio de él. No comprendo, Mary, cómo ha podido ponerse en manos de ese tipo. Parece un médico de los que les sacaban las balas a los gángsteres en las viejas películas de serie B.
—Es el sistema que hay aquí. Tienes que ser paciente de un médico de la localidad, que es el que te manda al hospital. O'Shea es el único médico que conozco aquí.
—Me repugna pensar que la examine… Quiero decir que lleva siempre las uñas sucias.
—No tiene que preocuparse, porque eso lo deja para el hospital. Aunque me ha visitado varias veces, sólo en una me hizo un examen prenatal, y parecía azoradísimo. No apartaba los ojos de una horrible imagen del Sagrado Corazón que tiene en la pared y murmuraba en voz baja, como si rezara.
Morris se echó a reír.
—¡Vaya con O'Shea!
—Resultó francamente desagradable. Y aquella enfermera…
—¿Una enfermera?
—Una muchacha de pelo negro, desdentada…
—No es enfermera. Ésa es Bernadette, su sierva irlandesa.
—Llevaba uniforme de enfermera.
—Es una engañifa. Así O'Shea ahorra dinero.
—Bueno, el caso es que se pasó todo el rato en un rincón del consultorio mirándome como un animal salvaje. No sé, tal vez me sonreía, pero a mí me pareció una mueca de odio.
—No le sonreía, Mary. En su lugar, me mantendría lo más lejos posible de Bernadette. Está celosa.
—¿Celosa de mí?
—Cree que fui yo quien la dejó embarazada.
—¡Dios mío!
—¿A qué viene tanta sorpresa? Sería muy capaz de hacerlo. ¿Cuándo me dijo que salía su tren? ¿A las ocho cincuenta?
—Exacto.
—Tendremos que saltarnos el código de circulación.
—Calma, Morris. Si no cojo ese tren, cogeré otro.
El tráfico parecía bloqueado a lo largo de casi un kilómetro y medio, hasta la intersección con el cinturón interior. Morris aceleró y se metió en el carril contrario de la calle con gran indignación de los demás automovilistas, que protestaron haciendo sonar sus bocinas. Un poco antes de llegar al cinturón interior, uno de esos triciclos a los que llaman cochecitos de inválido (Morris, para sí, prefería llamarlos eutanasia sobre ruedas, porque un pinchazo en la rueda delantera de uno de esos vehículos de absurdo diseño podía mandar a su ocupante directamente al otro barrio) se caló muy oportunamente y dejó un hueco que Morris aprovechó para meter de nuevo el Lotus en la hilera de coches.
—¿Qué le parece? —exclamó entusiasmado.
Desgraciadamente, un guardia se había dado cuenta de la irregularidad de la llegada de Zapp. Atravesó la calzada mientras se desabrochaba el bolsillo de la guerrera.
—¡Dios mío! —dijo Mary Makepeace—. Ahora le van a poner una multa.
—¿Le molestaría echarse para atrás y volver a hacer los ejercicios de respiración?
El agente tuvo que agacharse para observar el interior del coche. Morris hizo un gesto con el pulgar señalando a Mary, que jadeaba con todas sus fuerzas con los ojos cerrados, sacaba un palmo de lengua, como un perro, y se sostenía el vientre con las manos.
—Es una urgencia, agente. Esta señora va a tener un niño.
—¡Oh! —dijo el agente—. Está bien, pero conduzca con más cuidado; si no, van a terminar los dos en el hospital.
Sonriendo su propio chiste, empezó a hacer las señales adecuadas para que Morris continuara a pesar de las indicaciones en contra de los semáforos. Morris le dio las gracias con un gesto y dejó a Mary en la estación cinco minutos antes de la salida del tren.
Al volver, camino de la universidad, Morris tomó por la nueva sección del cinturón interior, recientemente abierta; una combinación de túneles y de pasos elevados que era parte del circuito propuesto para el Grand Prix. Se echó atrás en el asiento anatómico y condujo con los brazos estirados, con el estilo de los corredores profesionales de carreras. En el túnel más largo, libre de las miradas de la policía, aceleró y oyó con satisfacción el ruido ensordecedor del escape del Lotus, que reverberaba contra los muros. Salió del túnel como una bala y tomó una larga curva elevada sobre el nivel de los tejados. Desde allí se divisaba un vasto panorama de la ciudad. El sol apareció en aquel momento e iluminó como los focos de un escenario las pálidas fachadas de cemento de las nuevas construcciones, altos bloques de pisos, y las vías rápidas, haciendo que se destacaran de la masa sombría de degradados edificios del siglo pasado y sucias fábricas. Desde aquel punto de vista ventajoso, se diría que las semillas de toda una ciudad del siglo XX, plantadas mucho tiempo atrás, empezaban a brotar haciendo estallar la cáscara exhausta de la arquitectura victoriana. Morris encontró aquella vista insólitamente excitante, porque la ciudad que nacía tenía un estilo inequívocamente americano —de hecho, ésa era la queja permanente de los tradicionalistas de Rummidge—, y tuvo la extraña sensación de haberse tropezado con una nueva frontera americana en el lugar más inesperado.
Pero de una cosa estaba seguro: en lo que a la música que ofrecía la radio se refería, los británicos aún no les llegaban a la suela del zapato. El reloj del campanil daba las nueve y un disc-jockey infumable cedía el puesto a otro no menos impresentable en Radio Uno al tiempo que Morris entraba por las puertas de la universidad. El guardia le saludó con deferencia; desde que había resuelto con éxito la ocupación de la universidad, Morris se había convertido en un personaje conocido y respetado en ella, y el Lotus color naranja le hacía fácilmente identificable. Como era lógico, dado lo temprano de la hora, no tuvo la menor dificultad para encontrar sitio donde aparcar. Los profesores de Rummidge solían quejarse de las aglomeraciones a la hora de empezar las clases, pero el verdadero problema residía en su resistencia a dar lecciones antes de las diez de la mañana, después de las cuatro de la tarde, durante las horas de la comida, los miércoles por la tarde o a cualquier hora del fin de semana. Esto les dejaba poco tiempo para abrir su correspondencia y menos aún para enseñar. Ignorante de tan aristocráticas tradiciones, Morris impartía una de sus tutorías a las nueve de la mañana, con gran disgusto de los estudiantes afectados; sin apresurarse, porque invariablemente se presentaban tarde, se dirigió a su despacho para reunirse con ellos.
El departamento de lengua y literatura inglesas había cambiado de ubicación desde la llegada de Zapp a Rummidge. Ahora estaba situado en el octavo piso de un nuevo edificio hexagonal, uno de los que había visto Morris desde el cinturón interior. El cambio se había hecho durante las vacaciones de Pascua, con mucho gemir y crujir de dientes. El Éxodo fue cosa de niños en comparación con aquella mudanza. Las autoridades universitarias, dando pruebas una vez más de su característica y demencial —aunque no carente de cierta entrañable ternura— predisposición a poner la libertad individual por encima de las exigencias de la lógica y la eficiencia, permitieron que cada uno de los miembros del profesorado decidiera qué piezas de su mobiliario habían de ser trasladadas del local viejo al nuevo y cuáles quería que fueran reemplazadas. Las permutas resultantes fueron confusas para los hombres que hicieron el traslado, y se cometieron muchos errores. Durante largos días dos caravanas de trabajadores fueron de un local al otro, sacando tantas mesas, sillas y archivadores del edificio nuevo como habían entrado. Para ser tan nuevo, el Hexágono había adquirido ya toda una mitología. Construido con materiales prefabricados, la confianza en la solidez de su estructura se cuarteó profundamente a causa de las restricciones, comunicadas aprisa y corriendo, respecto del peso de los libros que cada profesor estaba autorizado a colocar en sus estantes. En las primeras semanas se vio a los miembros más conscientes del profesorado pesando a regañadientes sus libros en balanzas de cocina o de baño y sumando columnas de números en hojas de papel. También había restricciones en cuanto al número de personas permitidas en cada despacho y en cada aula, y se rumoreaba que las ventanas que daban al oeste habían sido precintadas porque si todos los ocupantes de las habitaciones correspondientes se asomaban a ellas a la vez, el edificio se escoraría. Las paredes exteriores fueron cubiertas con azulejos cuyos fabricantes garantizaron que resistirían quinientos años la contaminación ambiental de Rummidge, pero fueron adheridos a ellas con material de mala calidad y se desprendían constantemente. Varios rótulos con las palabras ¡CUIDADO!: DESPRENDIMIENTO DE AZULEJOS decoraban los accesos al nuevo edificio. La advertencia no era superflua: en el momento en que Morris Zapp subía la escalinata de entrada, cayó a sus pies un azulejo que se hizo añicos.
Bien mirado, no era sorprendente que la mudanza fuera la causa de amargas quejas entre los miembros del departamento de lengua y literatura inglesas; pero había una cosa del nuevo edificio que le redimía en todos los defectos posibles, por lo menos a los ojos de Morris: el ascensor. Era de una clase que antes nunca había visto: un ascensor sin fin. Consistía en una serie de camarines abiertos que se movían continuamente, de un modo parecido al de una noria, por dos cajas paralelas, de tal modo que en cada rellano siempre había dos camarines, uno que subía y otro que bajaba. Su movimiento era más lento, claro, que el de un ascensor corriente, dado que la cadena funcionaba continuamente y, como los camarines no se detenían, había que saltar para entrar y salir de ellos, aunque este sistema evitaba las molestas esperas. Por otra parte, el aparato daba al acto cotidiano y ordinario de tomar el ascensor ciertos ribetes de drama existencial, porque había que calcular el salto, tanto para entrar como para salir, con precisión y poniendo los cinco sentidos. Desde luego, para los viejos y los enfermos el ascensor sin fin constituía un reto formidable, y la mayoría de ellos preferían subir y bajar laboriosamente las escaleras. Hay que reconocer que el aviso pintado en letras rojas en cada piso no contribuía a inspirar confianza: EN CASO DE EMERGENCIA, TIREN HACIA ABAJO DE LA PALANCA ROJA. EN NINGÚN CASO TRATEN DE SACAR A PERSONAS QUE HAYAN QUEDADO ATRAPADAS EN EL ASCENSOR O EN SU MAQUINARIA. EL PERSONAL DE MANTENIMIENTO REPARARÁ CUALQUIER DEFECTO EN EL FUNCIONAMIENTO DEL APARATO CON LA MAYOR PRONTITUD POSIBLE. Estaba en proceso de instalación un ascensor corriente, que, claro está, todavía no funcionaba. Morris no lo lamentaba, porque le gustaba el ascensor sin fin. Tal vez fuera una regresión a su entusiasmo infantil por los tiovivos de las ferias y otras diversiones por el estilo, pero le parecía también una máquina profundamente poética, sobre todo cuando se daba en ella una vuelta completa y uno desaparecía en la oscuridad de la cumbre o la sima para volver a la luz bajando o subiendo en un movimiento perpetuo que para él simbolizó inmediatamente todos los sistemas y todas las cosmologías que se basan en el principio del eterno retorno, los mitos de la vegetación, los arquetipos de muerte y reencarnación, las teorías cíclicas de la historia, la metempsicosis y la teoría de Northrop Frye
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sobre la repetición de los arquetipos simbólicos en las formas literarias.