—Bueno, Bob —dijo Morris—, tengo una cita con el vicerrector.
—Sí, yo también tengo qué hacer. —Se fue corriendo en dirección a la sala de reuniones de los profesores—. ¡Ve a la reunión, si puedes! —gritó por encima del hombro.
Morris tenía intención de no ir, si podía evitarlo. Las reuniones del profesorado de Rummidge habían sido ya bastante desagradables bajo el régimen extravagantemente despótico de Masters, y desde que se marchó se habían convertido en una olla de grillos.
Se metió en el ascensor sin fin con un movimiento ágil y bien calculado, y llegó sin contratiempo a la planta baja. En cuanto saltó al aire libre (había otro momento de sol), el reloj del campanil dio la media y Morris aceleró el paso. Fue una suerte para él, porque cayó otro azulejo que se estrelló a sus espaldas con el ruido de una bala que rebota. Aquello pasaba ya de castaño oscuro, pensó mientras miraba hacia arriba. La fachada empezaba a parecer un gigantesco crucigrama. No pasaría mucho tiempo antes de que alguien fuera alcanzado por uno de aquellos azulejos y exigiera a la universidad un millón de dólares de indemnización. Tomó nota mentalmente de que debería hablarle del asunto al vicerrector.
—¡Ah, Zapp! Me alegro mucho de que se haya dejado caer por aquí —dijo el vicerrector, levantándose a medias de su asiento, cuando entró en su despacho.
Morris avanzó, pisando la gruesa y mullida alfombra, y estrechó la blanda mano que le alargaba el vicerrector. Stewart Stroud era un hombre alto y robusto que adoptaba una permanente pose de extrema languidez y debilidad. Raramente levantaba la voz más allá de un murmullo, y se movía con las precauciones de un viejo inválido. Se dejó caer pesadamente en su asiento, como si el esfuerzo de levantarse y estrechar una mano le hubiera dejado exhausto.
—Coja una silla —dijo Stroud—. ¿Un cigarrillo?
Hizo un débil intento de empujar hacia Morris una tabaquera de madera.
—Fumaré un cigarro, si no le molesta —dijo Zapp—. ¿Quiere uno?
—No, no, no —respondió Stroud moviendo la cabeza casi con repugnancia—. Quería consultarle un par de pequeños problemas.
Apoyó los codos en los brazos de su sillón y, entrelazando los dedos de las manos, formó un apoyo en el cual colocó la barbilla.
—¿Promociones y Nombramientos? —preguntó Morris.
El apoyo se vino abajo y la mandíbula del vicerrector quedó colgando por un momento.
—¿Cómo lo sabe?
—Supuse que los estudiantes protestarían por haber sido excluidos del comité.
La cara de Stroud se iluminó.
—¡Oh, no, esto no tiene nada que ver con los estudiantes, querido colega! —Se permitió un gesto casi vigoroso para descartar aquella idea—. Todos esos desagradables problemas se terminaron gracias a usted. No, se trata de un problema que concierne exclusivamente al personal docente, y es absolutamente confidencial. Lo que tengo aquí —señaló una carpeta que había sobre el escritorio, por lo demás completamente vacío— es una lista de los candidatos a profesor agregado que proponen las diversas facultades, y tengo que presentarla esta tarde al Comité de Promociones y Nombramientos. Hay dos propuestas para el departamento de lengua y literatura inglesas: Robin Dempsey, a quien probablemente ya conoce, y el que ha hecho el intercambio con usted, que ahora está en Euforia.
—¿Philip Swallow?
—Precisamente. El problema está en que tenemos menos plazas de profesor agregado de lo que pensábamos, y uno de esos dos hombres ha de quedar descartado. La cuestión es: ¿cuál? ¿Quién es el menos merecedor del puesto? Me gustaría sobremanera que me diera su opinión, Zapp. Para mí contaría mucho su parecer en una cuestión tan delicada como ésta. —Stroud se echó para atrás en su asiento y cerró los ojos, fatigado después del tan largo discurso, insólito en él—. Eche un vistazo a los expedientes por si puede ayudarle —murmuró.
Los expedientes confirmaban lo que Morris sabía: que Dempsey era el candidato más bien situado en cuanto a investigaciones y publicaciones, mientras que las pretensiones de Swallow se basaban en una mayor antigüedad y en sus servicios generales a la universidad. Como docentes, no había pruebas que permitieran suponer que uno fuera mejor que el otro. Normalmente, Morris no hubiera titubeado en recomendar a Dempsey. El servicio, después de todo, significaba bien poco. Las leyes de la
Realpolitik
universitaria indicaban que si Dempsey no conseguía pronto una promoción, intentaría marcharse, mientras que Swallow continuaría realizando concienzudamente su trabajo, de la misma manera gris y minuciosa, tanto si lo promocionaban como si no. Por otra parte, si bien Zapp no sentía gran simpatía personal hacia Dempsey, tenía varias razones de peso para estar positivamente disgustado con Philip Swallow: se había follado a su hija, se había cargado su ensayo en el
Times Literary Supplement
y había llenado un armario de botes de tabaco que le habían caído sobre la cabeza. Una extraña combinación de circunstancias, que hubiera debido llenarle de satisfacción, ponía en sus manos el destino de aquel hombre. Sin embargo, Morris, mientras pasaba mentalmente la yema de un dedo por el filo del hacha del verdugo y estudiaba el cuello desnudo de Swallow, colocado en el tajo ante él, titubeó. Después de todo, no eran sólo la felicidad y la prosperidad de Swallow lo que se hallaba en juego. Estaba implicada también la suerte de Hilary y de los niños, por cuyo bienestar sentía un cálido interés. Un aumento en los ingresos de Swallow significaba más pan para toda la familia. Y no pudo evitar pensar que, fuese lo que fuera lo que Hilary había intentado darle a entender con su invitación a permanecer una noche extra en su casa, la acogida que le brindase sería más cálida si le daba la noticia del ascenso de Philip, conseguido, en parte, gracias a su influencia. ¿Cierto o no? Cierto.
—Yo diría que hay que ascender a Swallow —dijo Morris devolviendo la carpeta.
—¿De veras? —dijo Stroud lentamente—. Pensaba que se inclinaría por el otro. Ha escrito muchísimos más trabajos.
—Las publicaciones de Dempsey son correctas, pero tienen más apariencia que sustancia. No creo que llegue a ser nunca un lingüista de prestigio. Francamente, cualquier alumno de los últimos cursos del Instituto de Tecnología de Massachussets le pasaría la mano por la cara.
—¿De veras?
—Además, no es popular en el departamento. Si es ascendido, pasando por encima de tanta gente mayor que él, habrá muchas protestas. El departamento ya va camino de la paranoia colectiva. Es mejor no empeorar las cosas.
—De eso no me cabe duda —murmuró Stroud, e hizo una breve y fatídica señal en la lista de nombres con su estilográfica de oro—. Le estoy muy agradecido, querido colega.
—No hay de qué —dijo Morris poniéndose de pie.
—No se vaya todavía. He de hablarle aún de otra cosa, y… —El vicerrector se interrumpió y miró con indignación hacia la puerta que daba al despacho de su secretaria, que se había abierto de repente. La secretaria dudaba tímidamente—. ¿Sí? ¿Qué pasa, Helen? Le dije que no quería que me molestaran.
La irritación incluso le hacía parecer activo.
—Lo siento, señor vicerrector, pero están aquí dos caballeros… y el señor Biggs, de seguridad. Es muy importante, dicen.
—Dígales, por favor, que esperen a que acabe mi conversación con el catedrático Zapp.
—Es al catedrático Zapp a quien quieren ver. Dicen que es una cuestión de vida o muerte.
Stroud levantó una ceja mirando a Zapp. Morris se encogió de hombros para manifestar su ignorancia, pero sintió algo de inquietud. ¿Habría dado a luz Mary Makepeace en el tren de las ocho y cincuenta a Durham?
—Muy bien, hágalos pasar —dijo el vicerrector.
Entraron tres hombres en la habitación. Uno era el jefe de seguridad del campus. Los otros dos se presentaron como un médico y un enfermero de una clínica psiquiátrica particular de los alrededores. Fueron directamente al grano. El catedrático Masters se había escapado de sus cuidados la noche anterior y se suponía que iría a la universidad. Por desgracia, tenían razones para creer que podía emprender acciones violentas contra ciertas personas, en particular contra el catedrático Zapp.
—¿Contra mí? —exclamó Morris—. ¿Por qué contra mí? ¿Qué le he hecho al viejo?
—Parece, según notas tomadas por nuestro personal —dijo el médico mirándole de un modo raro—, que le relaciona con los recientes disturbios en la universidad. Cree que usted conspiró con los estudiantes para debilitar la autoridad de los órganos de gobierno.
—Según él, es usted un Quisling, señor —dijo el enfermero sonriendo amistosamente—. Dice que conspiró para que lo echaran.
—¡Eso es ridículo! ¡Dimitió por su propia y libre voluntad! —exclamó Morris, mirando en busca de confirmación a Stroud, que tosió y bajó la mirada.
—Bueno, tuvimos que usar un poco de persuasión —murmuró.
—El catedrático Masters es, desde luego, un hombre enfermo —dijo el médico—, y tiene ideas obsesivas, pero hemos observado, catedrático Zapp, porque fuimos a buscarle al departamento de lengua y literatura inglesas, que ocupa usted el antiguo despacho del catedrático Masters…
—¡Es pura casualidad!
—No lo dudo, pero es algo que confirmaría las ideas obsesivas del catedrático Masters, si lo descubriera.
—Me trasladaré enseguida a mi despacho.
—Creo, catedrático Zapp, que, en interés de su propia seguridad, debería mantenerse alejado de la universidad hasta que hayamos encontrado al catedrático Masters y lo hayamos devuelto a la clínica. Tememos que se haya procurado un arma, ¿sabe?
—¡Oh, vamos, doctor! —dijo el vicerrector—. ¡No sea usted alarmista!
—Bueno, es que la situación es alarmante —dijo el jefe de seguridad, que hasta entonces no había hablado—. Después de todo, el catedrático Masters es un viejo soldado, un deportista. Y un excelente tirador, según tengo entendido.
—¡Dios mío! —exclamó Morris, temblando a causa del miedo que no había sentido antes, pero que ahora se había apoderado de él al recordarlo—. Los azulejos…
—¿Qué azulejos? —preguntó el vicerrector.
—¡Hoy me han disparado dos veces, y yo en la inopia! Pensé que eran los azulejos del edificio nuevo. Como se caen tan a menudo… ¡Diablos, pudo matarme! El viejo loco tiraba contra mí, ¿comprende? Me juego lo que quieran a que estaba apostado en el campanil observándome con una mira telescópica. ¡Y se supone que éste es un país pacífico! He vivido cuarenta años en los Estados Unidos y nunca me han disparado. ¡Y llego aquí, y ya ven lo que me pasa!
Morris se dio cuenta de que estaba gritando.
—Tranquilícese, Zapp —murmuró el vicerrector.
—Perdone —murmuró Morris—, es la impresión de descubrir que uno ha estado tan cerca de la muerte sin saberlo.
—Es muy natural —dijo Stroud—. ¿Por qué no se va a casa y se encierra allí hasta que hayamos resuelto este pequeño problema?
—Me parece que es lo más prudente y sensato que podría hacer —dijo el médico.
—Y usted que lo diga —respondió Morris dirigiéndose hacia la puerta.
Se detuvo al darse cuenta de que no le acompañaba nadie, y se volvió. Los cuatro hombres, agrupados alrededor de la mesa, le sonrieron alentadoramente. Demasiado orgulloso para solicitar una escolta, Morris hizo un gesto de adiós y cruzó con paso firme el despacho de la secretaria; hasta que empezó a bajar las escaleras del edificio de la administración no recordó que tenía las llaves del coche en su despacho, así que tendría que volver al Hexágono antes de dejar la universidad. Dio un complicado rodeo para mantenerse a cubierto de posibles disparos desde el campanil y entró en el Hexágono por la puerta trasera de la planta baja. Se metió en el ascensor por el acceso más próximo y subió lentamente hasta el octavo piso. Apenas puso el pie en el rellano, lo primero que vio fue a Gordon Masters arrancando la tira de papel que llevaba su nombre de la puerta del despacho. Morris permaneció inmóvil. Masters pisoteó el papel y se le quedó mirando, desconcertado, como si le reconociera a medias; sus ojos tenían un brillo demencial. Dio un paso adelante rechinando los dientes y tirándose de los pelos del bigote. Morris saltó ágilmente al ascensor, que se lo llevó hacia arriba. Oyó las pisadas de Masters, que subía la escalera que rodeaba, en espiral, el hueco del ascensor. Cada vez que Masters llegaba a un piso, Morris se perdía de vista. En el piso undécimo, Morris, pensando burlar a su perseguidor, saltó del ascensor y se metió en el camarín descendente, pero no sin que Masters se diera cuenta de la maniobra. Morris oyó un golpe terrible encima de su cabeza cuando Masters se metió de un salto en el camarín siguiente. En el quinto piso, Morris salió del camarín ascendente y se metió en el descendente. Se disponía a volver a salir en el piso octavo cuando vio aparecer los pies de Masters, por lo que se giró bruscamente hacia la pared del fondo y siguió subiendo. Asustado, pasó los pisos noveno, décimo, undécimo y duodécimo y entró en el limbo de rechinante maquinaria y luces relampagueantes que había en lo alto del hueco del ascensor. El camarín que ocupaba se desplazó lateralmente y empezó a descender. Morris saltó en el piso duodécimo para meditar su jugada siguiente. Mientras reflexionaba, Masters apareció ante él, haciendo el pino. Mientras descendía lentamente se miraron el uno al otro, desconcertados, hasta que Masters desapareció del campo visual de Morris. Sólo después dedujo éste que Masters, al llegar más allá del último piso, había pensado que el camarín se invertiría al bajar y había hecho el pino para quedar de pie durante el descenso.
Morris oyó sus pisadas subiendo incansablemente las escaleras hacia el último piso y se metió en el ascensor, en un camarín descendente. Cuando iba por el piso décimo se cruzó con Masters, que pasaba a pie y le vio, se detuvo y entró dando un brinco en el camarín que seguía al suyo. Morris se apeó en el piso sexto, cambió de camarín y subió hasta el noveno; salió, bajó hasta pasado el octavo para asegurarse de que no había moros en la costa, decidió que no los había y se apeó en el piso séptimo para volver a subir. En el rellano se rozó con Masters, que salía del camarín ascendente para meterse ágilmente en el descendente.
Zapp subió al piso noveno, allí cambió de dirección y bajó al sexto, subió al décimo, bajó al noveno, subió al undécimo, bajó al décimo, subió, pasó por el limbo y salió del ascensor, de bajada, en el duodécimo.
Allí estaba Masters, de espaldas a Morris, mirando los camarines ascendentes. Con un empujón fuerte y bien calculado, Morris lo metió en el ascensor, que se lo llevó arriba, hacia el limbo. Cuando los pies de Masters se perdieron de vista, Morris rompió el precinto del dispositivo de seguridad empotrado en la pared y tiró de la palanca roja. La cadena de camarines se detuvo bruscamente y empezó a sonar un timbre. Los puñetazos y gritos de Masters, atrapado en lo alto, le llegaban muy apagados.