Intercambio (28 page)

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Authors: David Lodge

Tags: #Humor, Relato

BOOK: Intercambio
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—Bueno… —dijo—. La moral sexual, desde luego, siempre ha sido un punto de fricción entre las generaciones. Pero hay más honestidad y menos hipocresía sobre estas cuestiones que antes, y creo que eso puede ser bueno.

Charles Boon no pudo soportarlo más. Cortó la comunicación con la anciana y se dispuso a terminar el programa. Se encendió de nuevo la luz roja y Boon dijo que muy bien, que atenderían la última llamada. Se oyó una voz distante, pero clara.

—¿Eres tú, Philip?

—¡Hilary!

—¡Por fin!

—¡Qué sorpresa! ¿Dónde estás?

—En casa, claro. No puedes imaginarte lo que me ha costado conseguir la comunicación.

—No puedes hablar conmigo ahora.

—Ahora o nunca, Philip.

Charles Boon se mantenía tenso en su silla, sosteniendo sus auriculares con la mano libre, como si hubiera captado una conversación procedente del espacio exterior. El técnico, al otro lado de los cristales, había dejado de bostezar y hacía señales frenéticas.

—Esto es una conversación particular que ha sido conectada por equivocación —dijo Philip—. Por favor, desconecte.

—¡Ni se te ocurra, Philip! —dijo Hilary—. Me ha costado una hora lograr la comunicación.

—¿Cómo conseguiste el número?

—Me lo dio la señora Zapp.

—¿No te dijo que era el número de un programa de radio al que llaman los oyentes?

—¿Qué? Me dijo que estabas impaciente por hablar conmigo. ¿Era para felicitarme mi cumpleaños?

—¡Dios mío! ¡Lo olvidé!

—Bueno, no importa.

—Mira, Hilary, tienes que colgar. —Philip se inclinó sobre la gran mesa cubierta de bayeta verde para alcanzar el botón de control; pero Boon, sonriendo perversamente, le contuvo con su brazo escayolado al mismo tiempo que hacía señas al ingeniero para que aumentara el volumen. Su ojo errático giraba en todas direcciones, lleno de excitación—. ¿Qué quieres, Hilary? —le preguntó entonces Philip con voz angustiada.

—Tienes que volver a casa inmediatamente, Philip, si quieres salvar nuestro matrimonio.

A Philip se le escapó una risita breve e histérica.

—¿Por qué te ríes?

—¡Precisamente pensaba escribirte para decirte poco más o menos lo mismo!

—No bromeo, Philip.

—Ni yo. Oye, ¿tienes idea de cuánta gente está escuchando esta conversación?

—No sé de qué me hablas.

—Exacto, así que haz el favor de colgar de una vez.

—Si te pones así… Sólo espero que comprendas que muy probablemente voy a tener un romance.

—¡Yo ya tengo uno! —gritó Philip—. ¡Pero no lo voy pregonando a los cuatro vientos!

Esto hizo callar finalmente a Hilary; se oyó un grito contenido y luego hubo unos instantes de silencio hasta que sonó un clic.

—¡Tremendo! —dijo Charles Boon cuando se apagaron las luces verde y roja y el micrófono quedó mudo al fin—. ¡Fantástico! ¡Sensacional! ¡Ha sido un programa cojonudo!

El servicio meteorológico había anunciado momentos de sol, y el primero de ellos despertó a Morris muy temprano iluminando directamente su cara a través de las delgadas cortinas de algodón. ¡Momentos de sol!

—¿Quién predice esos momentos de sol? —preguntaba a sus conocidos de Rummidge—. ¿Qué bruja pierde el tiempo prediciendo
momentos de sol
?

Sin embargo, nadie parecía encontrarlo extraño, e incluso él se había acostumbrado al pintoresco lenguaje meteorológico. «La temperatura será más o menos la media en esta época del año.» «Más bien fría.» «Chubascos dispersos y momentos de sol.» La imprecisión de estos términos ya no le molestaba. Aceptaba que, como tantas otras facetas de los usos británicos, era un lenguaje evasivo y contemporizador destinado a quitarle dramatismo al tiempo. Allí no había extremos: todo era medio, moderado, templado.

Permaneció un rato tendido boca arriba con los ojos cerrados, para protegerse tanto del sol como del no menos cegador y chillón papel estampado con flores de la habitación de los huéspedes de casa de los Swallow, mientras escuchaba los ruidos de la casa, que despertaba para un nuevo día; toda su estructura se desperezaba y gemía como una pensión de mala muerte llena de ancianos miserables. Las tablas del suelo crujían, las cañerías gemían, las bisagras chirriaban y las ventanas rechinaban en sus marcos. El ruido era ensordecedor. Morris contribuyó a él con un prolongado y fétido cuesco que casi lo elevó sobre el colchón. Era su habitual saludo al alba; había algo en Rummidge, probablemente el agua, que le producía unas flatulencias terribles.

Sus orejas se pusieron tiesas al oír el sonido de unos pies en el rellano de la escalera. ¿Hilary? Saltó de la cama, corrió hacia la ventana, la abrió de par en par y sacudió furiosamente la ropa de la cama, para que se disipara el pestazo.

Un esfuerzo inútil. Los pies eran de Mary Makepeace: reconoció sus pesados pasos de embarazada. Por un momento había tenido la esperanza de que Hilary se hubiera ablandado y se deslizara en su habitación para echar un polvete matutino. Cerró la ventana y corrió, temblando de frío, a meterse otra vez en la cama. ¡Y pensar que la noche anterior había estado a punto, lo que se dice a punto, de follarse a Hilary Swallow!

Estaba triste porque era su cumpleaños y Swallow no le había enviado un regalo, ni siquiera una jodida tarjeta.

—Cuando menos lo espero, me envía rosas por Interflora, pero se olvida de mi cumpleaños —se quejó sonriendo con aire apenado—. Es un caso perdido para esas cosas. Por lo general, los chicos tienen que recordárselo.

Con el fin de animarla, Morris la invitó a cenar. Ella puso reparos. Él insistió. Mary le apoyó, así como Amanda. Al fin, Hilary se dejó persuadir. Se duchó, se lavó el pelo y se puso un bonito vestido negro de falda larga —que nunca le había visto Zapp— y cuello escotado que dejaba al descubierto la suave piel de sus hombros y su pecho.

—Está preciosa —dijo Morris, sinceramente.

Hilary se ruborizó hasta el nacimiento de sus senos, y durante bastante rato no paró de juguetear nerviosamente con los tirantes del vestido y de arreglarse el chal que le cubría los hombros, pero después del segundo martini se inclinó despreocupadamente sobre la mesa del restaurante sin darse cuenta, al parecer, de las intensas miradas que Zapp dirigía a su escote, como si quisiera penetrar hasta sus más íntimas profundidades.

Zapp la llevó a la única
trattoria
tolerable de Rummidge y después al Petronella's, un pequeño club instalado en un sótano, cerca de la estación, en el cual, por lo general, tocaban una música aceptable y la clientela no era opresivamente adolescente. Aquella noche actuaba un grupo de folk-blues llamado Morte d'Arthur, con una cantante joven y voluntariosa que imitaba a Joan Baez y a otros artistas del mismo estilo; claro que hubiera podido ser peor: una banda de rock, por ejemplo, que no le habría gustado a Hilary. Parecía que se divertía, pues miraba a su alrededor, maravillada, las paredes de ladrillo estilo Tudor y aplaudía con entusiasmo al final de cada canción.

—No sabía que hubiera lugares como éste en Rummidge. ¿Cómo lo ha descubierto?

Zapp no quiso decirle que el Petronella's y una docena de lugares semejantes se anunciaban todos los días en la prensa de Rummidge para no humillarla, pero la verdad era que Hilary y la gente de su clase social daban la impresión de que, simplemente, no veían lo que ocurría a su alrededor en la ciudad. Por increíble que parezca, había en Rummidge cierta variedad de lugares de esparcimiento, y aunque algunos resultaban de difícil acceso, como los clubs gays, por ejemplo, o los antros frecuentados por antillanos del gueto de Arbury, otros, casi tan interesantes como éstos, eran fácilmente accesibles. Uno era el bar del Ritz, el mejor hotel de Rummidge, los sábados por la noche, cuando los trabajadores de la industria del automóvil se reunían, acompañados de sus esposas y sus novias, para dedicarse a consumir alcohol. Por muy altos que el Ritz pusiera sus precios, en un esfuerzo por mantener su ambiente de clase alta, los trabajadores de la industria del automóvil de Rummidge podían pagarlos. Se reunían alrededor de las mesas o inclinados sobre el mostrador, y las mujeres se movían balanceando sus enormes pelucas, semejantes a colmenas, las cuales se alzaban como cúmulos sobre sus acompañantes, robustos y de anchos hombros, cuyas manos callosas y endurecidas sobresalían de las mangas de sus trajes nuevos, que se sentaban muy tiesos y pedían ronda tras ronda de daiquiris, whisky-sours, White-Ladies, Orange Blossoms y los inventos especiales de Harold, el barman ganador de premios: Hongo Atómico, Compresor de Sobrealimentación, Bólido y Quitapenas de Rummidge.

—La llevaré allí un día —le prometió Zapp a Hilary.

—Parece que esté terriblemente al corriente de todo, Morris. ¡Cualquiera creería que lleva años viviendo en Rummidge!

—A veces me lo parece —le respondió Zapp jocosamente.

—Debe de estar impaciente por regresar a Euforia.

—Pues no sé… Sentiría mucho perderme el primer Grand Prix de Rummidge.

—Seguramente el clima… Y su familia…

—Me gustaría volver a vivir con los gemelos. Pero quizá sea por última vez. Désirée quiere divorciarse de mí.

Los ojos de Hilary se llenaron de lágrimas, más que nada a causa del alcohol.

—Lo siento —dijo.

Zapp se encogió de hombros y adoptó su pose de hombre estoico y que está de vuelta de todo, muy a lo Humphrey Bogart. Detrás de la cabeza de Hilary había un espejo de color ligeramente rosado, en el que estudiaba la mejor expresión que le convenía dar a su rostro cuando no estaba ocupado atisbando en las profundidades del escote de Hilary.

—¿No hay ninguna posibilidad de reconciliación? —le preguntó Hilary.

—Esperaba que este viaje contribuyera a arreglar las cosas, pero por el tono de sus cartas diría que está completamente decidida a pedir el divorcio.

—Lo siento —repitió Hilary.

La vocalista del grupo Morte d'Arthur cantaba «¿Quién sabe adónde va el tiempo?» en una tolerable imitación de Judy Collins.

—Usted y Philip… ¿nunca han tenido problemas? —se arriesgó a preguntar Morris.

—Oh, no, nunca… Bueno, tanto como nunca…

Hilary se detuvo, confusa. Morris se inclinó por encima de la mesa y le cogió la mano.

—Estoy enterado de lo de Melanie.

—Lo sé —dijo Hilary mirando la mano de Zapp, grande, morena y de nudillos vellosos. Désirée solía decir que aquella mano parecía una zarpa de oso, pero Hilary no se asustó.

—Fue la primera vez —dijo.

—¿Cómo lo sabe?

—Pues… lo sé… —Hilary levantó la mirada hacia el rostro de Zapp—. Siento mucho que ocurriera precisamente con su hija.

Si había alguna fórmula correcta para aceptar esa clase de excusas, a Morris no se le ocurría. Así que se encogió de hombros otra vez.

—¿Y le ha perdonado? —preguntó.

—Oh, sí. Bueno… Creo que sí.

—Me gustaría que Désirée fuera tan comprensiva como usted —dijo Morris dando un suspiro.

—Tal vez ella tenga más cosas que perdonar —dijo Hilary tímidamente.

Zapp sonrió con malicia.

—Tal vez.

Dos guitarras, la baja y la solista, se habían unido a la vocalista y cantaban «El dragón mágico lanza llamaradas» imitando a Peter, Paul and Mary. La guitarra solista no estaba a la altura de sus acompañantes, decidió Morris. Quizá el que la tocaba era Arthur, y en ese caso le habría gustado que el nombre del conjunto le hubiera sido aplicado sin dilación.

—¿Quiere que vayamos a otro sitio? —preguntó Morris. Los pubs habían cerrado y Petronella's empezaba a llenarse de una clientela menos refinada, borrachos y maleantes. De un momento a otro Morte d'Arthur terminaría su actuación y empezaría una ruidosa música discotequera. Había un sitio en la carretera en el cual Morris sabía que tenían una gramola con discos de swing exclusivamente de los años cuarenta.

—Creo que deberíamos irnos a casa —dijo Hilary.

Zapp consultó el reloj.

—¿Por qué tanta prisa? Mary cuida de los niños.

—Sí, pero es que empiezo a tener sueño. No estoy acostumbrada a beber tanto.

En el Lotus, Hilary dejó caer la cabeza contra el respaldo de su asiento y cerró los ojos.

—Ha sido una noche estupenda, Morris. Muchas gracias.

—El placer ha sido mío.

Zapp se inclinó y, para probar, la besó en los labios. Hilary le rodeó el cuello con los brazos y correspondió al beso con alegre abandono. Morris decidió que lo mejor era llevarla a casa.

Cuando regresaron todos dormían, y entraron de puntillas y sin hablar. Mientras Hilary ponía la mesa del desayuno para la mañana siguiente, Morris pasó al cuarto de baño y se lavó rápidamente las partes y la boca; luego se puso un pijama limpio y un kimono y aguardó esperanzado en su habitación hasta que Hilary subió la escalera. Le dio unos minutos, luego cruzó silenciosamente el rellano y entró en su dormitorio. Hilary estaba sentada ante el tocador pasándose el cepillo por los cabellos. Se volvió sobresaltada.

—¿Qué pasa, Morris?

—Pensé que tal vez podría dormir aquí esta noche. ¿No era eso lo que pensabas?

Hilary negó con la cabeza, estupefacta.

—Oh, no… No podría.

—¿Por qué no?

—No aquí. No con los niños en casa. Y Mary.

—¿Cuándo? ¿Dónde? Mañana vuelvo a casa de O'Shea. Ya han arreglado el techo.

—Lo sé. Lo siento, Morris.

—Vamos, Hilary, cálmate. Relájate. Déjame que te dé un masaje.

Morris se situó detrás de Hilary y le puso las manos en la nuca. Empezó a frotar con los dedos los músculos de sus hombros. Pero ella no sólo no se relajaba, sino que permanecía rígida y recelosa, de modo que en el espejo parecían un cuadro plástico: el estrangulador y su víctima.

—Lo siento, Morris. No podría —murmuró Hilary.

—Muy bien —dijo Zapp.

Y la dejó, inmóvil ante el espejo. Unos minutos después se encontraron de nuevo en el rellano, yendo y viniendo entre el cuarto de baño y sus respectivos dormitorios. Hilary iba en camisón y bata, con la cara brillante de crema; Zapp debía de parecer serio y resentido, porque ella le puso una mano sobre el hombro al pasar.

—Morris —dijo—, lo siento.

—Olvídalo.

—Desearía poder… Lo desearía… Has sido tan amable…

Se le aproximó. Él la agarró, la besó y deslizó su mano bajo la bata; pero, cuando parecía que los dos empezaban a ponerse a tono, el suelo crujió en algún lugar cercano; Hilary se libró bruscamente de sus brazos y echó a correr hacia su dormitorio. Nadie merodeaba por allí, claro. Sólo era la maldita casa, que hablaba para sí, como de costumbre. Hilary decía que se debía a la calefacción central, que hacía que la vieja madera se encogiera y se dilatara. Era muy posible. Había grandes grietas entre las tablas del suelo de la habitación de los huéspedes, por las cuales llegaba hasta él entonces un delicioso aroma de beicon y café desde la cocina, situado en el piso inferior. Morris decidió que era hora de levantarse.

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