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Authors: Isaac Asimov
Sin embargo, para algunos parece más natural, y menos fortuito, imaginar un proceso más largamente trazado y no catastrófico que diera ocasión al nacimiento del Sistema Solar. Esto encajaría de alguna forma con la majestuosa descripción que Newton había bosquejado de la ley natural que gobierna los movimientos de los mundos del Universo.
El propio Newton había sugerido que el Sistema Solar podía haberse formado a partir de una tenue nube de gas y polvo, que se hubiera condensado lentamente bajo la atracción gravitatoria. A medida que las partículas se aproximaban, el campo gravitatorio se habría hecho más intenso, la condensación se habría acelerado hasta que, al fin, la masa total se habría colapsado, para dar origen a un cuerpo denso (el Sol), incandescente a causa de la energía de la contracción.
En esencia, ésta es la base de las teorías hoy más populares respecto al origen del Sistema Solar. Pero había que resolver buen número de espinosos problemas, para contestar algunas preguntas clave. Por ejemplo: ¿Cómo un gas altamente disperso podía ser forzado a unirse, por una fuerza gravitatoria muy débil?
En años recientes, los astrónomos han propuesto que la fuerza iniciadora debería ser una explosión supernova. Cabe imaginar que una vasta nube de polvo y gas que ya existiría, relativamente incambiada, durante miles de millones de años, habría avanzado hacia las vecindades de una estrella que acababa de explotar como una supernova. La onda de choque de esta explosión, la vasta ráfaga de polvo y gas que se formaría a su paso a través de la nube casi inactiva a la que he mencionado que comprimiría esta nube, intensificando así su campo gravitatorio e iniciando la condensación que conlleva la formación de una estrella. Si ésta era la forma en que se había creado el Sol, ¿qué ocurría con los planetas? ¿De dónde procedían? El primer intento para conseguir una respuesta fue adelantado por Immanuel Kant en 1755 e, independientemente, por el astrónomo francés y matemático Fierre Simón de Laplace, en 1796. La descripción de Laplace era más detallada.
De acuerdo con la descripción de Laplace, la enorme nube de materia en contracción se hallaba en fase rotatoria al empezar el proceso. Al contraerse, se incrementó su velocidad de rotación, de la misma forma que un patinador gira más de prisa cuando recoge sus brazos. (Esto es debido a la «conversión del momento angular». Puesto que dicho momento es igual a la velocidad del movimiento por la distancia desde el centro de rotación, cuando disminuye tal distancia se incrementa, en compensación, la velocidad del movimiento.) Y, según Laplace, al aumentar la velocidad de rotación de la nube, ésta empezó a proyectar un anillo de materia a partir de su ecuador, en rápida rotación. Esto disminuyó en cierto grado el momento angular, de tal modo que se redujo la velocidad de giro de la nube restante; pero al seguir contrayéndose, alcanzó de nuevo una velocidad que le permitía proyectar otro anillo de materia. Así, el coalescente Sol fue dejando tras sí una serie de anillos (nubes de materia, en forma de rosquillas), anillos que —sugirió Laplace— se fueron condensando lentamente, para formar los planetas; con el tiempo, éstos expelieron, a su vez, pequeños anillos, que dieron origen a sus satélites.
A causa de este punto de vista, de que el Sistema Solar comenzó como una nube o nebulosa, y dado que Laplace apuntó a la nebulosa de Andrómeda (que entonces no se sabía que fuese una vasta galaxia de estrellas, sino que se creía que era una nube de polvo y gas en rotación), esta sugerencia ha llegado a conocerse como
hipótesis nebular
.
La «hipótesis nebular» de Laplace parecía ajustarse muy bien a las características principales del Sistema Solar, e incluso a algunos de sus detalles. Por ejemplo, los anillos de Saturno podían ser los de un satélite que no se hubiera condensado. (Al unirse todos, podría haberse formado un satélite de respetable tamaño.) De manera similar, los asteroides que giraban, en cinturón alrededor del Sol, entre Marte y Júpiter, podrían ser condensaciones de partes de un anillo que no se hubieran unido para formar un planeta. Y cuando Helmholtz y Kelvin elaboraron unas teorías que atribuían la energía del Sol a su lenta contracción, las hipótesis parecieron acomodarse de nuevo perfectamente a la descripción de Laplace.
La hipótesis nebular mantuvo su validez durante la mayor parte del siglo XIX. Pero antes de que éste finalizara empezó a mostrar puntos débiles. En 1859, James Clerk Maxwell, al analizar de forma matemática los anillos de Saturno, llegó a la conclusión de que un anillo de materia gaseosa lanzado por cualquier cuerpo podría condensarse sólo en una acumulación de pequeñas partículas, que formarían tales anillos, pero que nunca podría formar un cuerpo sólido, porque las fuerzas gravitatorias fragmentarían el anillo antes de que se materializara su condensación.
También surgió el problema del momento angular. Se trataba de que los planetas, que constituían sólo algo más del 0,1% de la masa del Sistema Solar, ¡contenían, sin embargo, el 98% de su momento angular! En otras palabras: el Sol retenía únicamente una pequeña fracción del momento angular de la nube original.
¿Cómo fue transferida la casi totalidad del momento angular a los pequeños anillos formados a partir de la nebulosa? El problema se complica al comprobar que, en el caso de Júpiter y Saturno, cuyos sistemas de satélites les dan el aspecto de sistemas solares en miniatura y que han sido, presumiblemente, formados de la misma manera, el cuerpo planetario central retiene la mayor parte del momento angular.
A partir de 1900 perdió tanta fuerza la hipótesis nebular, que la idea de cualquier proceso evolutivo pareció desacreditada para siempre. El escenario estaba listo para la resurrección de una teoría catastrófica. En 1905, dos sabios americanos, Thomas Chrowder Chamberlin y Forest Ray Moulton, propusieron una nueva, que explicaba el origen de los planetas como el resultado de una cuasicolisión entre nuestro Sol y otra estrella. Este encuentro habría arrancado materia gaseosa de ambos soles, y las nubes de material abandonadas en la vecindad de nuestro Sol se habrían condensado luego en pequeños «planetesimales», y éstos, a su vez, en planetas. Ésta es la «hipótesis planetesimal». Respecto al problema del momento angular, los científicos británicos James Hopwood Jeans y Harold Jeffreys propusieron, en 1918, una «hipótesis de manera», sugiriendo que la atracción gravitatoria del Sol que pasó junto al nuestro habría comunicado a las masas de gas una especie de impulso lateral (dándoles «efecto», por así decirlo), motivo por el cual les habría impartido un momento angular. Si tal teoría catastrófica era cierta, podía suponerse que los sistemas planetarios tenían que ser muy escasos. Las estrellas se hallan tan ampliamente espaciadas en el Universo, que las colisiones estelares son 10.000 veces menos comunes que las de las supernovas, las cuales, por otra parte, no son, en realidad, muy frecuentes. Según se calcula, en la vida de la Galaxia sólo ha habido tiempo para diez encuentros del tipo que podría generar sistemas solares con arreglo a dicha teoría.
Sin embargo, fracasaron estos intentos iniciales para asignar un papel a las catástrofes, al ser sometidos a la comprobación de los análisis matemáticos. Russell demostró que en cualquiera de estas cuasicolisiones, los planetas deberían de haber quedado situados miles de veces más lejos del Sol de lo que están en realidad. Por otra parte, tuvieron poco éxito los intentos de salvar la teoría imaginando una serie de colisiones reales, más que de cuasicolisiones. Durante la década iniciada en 1930, Lyttleton especuló acerca de la posibilidad de una colisión entre tres estrellas, y, posteriormente, Hoyle sugirió que el Sol había tenido un compañero, que se transformó en supernova y dejó a los planetas como último legado. Sin embargo, en 1939, el astrónomo americano Lyman Spitzer demostró que un material proyectado a partir del Sol, en cualquier circunstancia, tendría una temperatura tan elevada que no se condensaría en planetesimales, sino que se expandiría en forma de un gas tenue. Aquello pareció acabar con toda la idea de catástrofe. (A pesar de ello, en 1965, un astrónomo británico, M. M. Woolfson, volvió a insistir en el tema, sugiriendo que el Sol podría haber arrojado su material planetario a partir de una estrella fría, muy difusa, de forma que no tendrían que haber intervenido necesariamente temperaturas extremas.)
Y, así, una vez se hubo acabado con la teoría planetesimal, los astrónomos volvieron a las ideas evolutivas y reconsideraron la hipótesis nebular de Laplace.
Por entonces se había ampliado enormemente su visión del Universo. La nueva cuestión que se les planteaba era la de la formación de las galaxias, las cuales necesitaban, naturalmente, mayores nubes de gas y polvo que las supuestas por Laplace como origen del Sistema Solar. Y resultaba claro que tan enormes conjuntos de materia experimentarían turbulencias y se dividirían en remolinos, cada uno de los cuales podría condensarse en un sistema distinto.
En 1944, el astrónomo alemán Cari F. von Weizsácker llevó a cabo un detenido análisis de esta idea. Calculó que en los remolinos mayores habría la materia suficiente como para formar galaxias. Durante la turbulenta contracción de cada remolino se generarían remolinos menores, cada uno de ellos lo bastante grande como para originar un sistema solar (con uno o más soles). En los límites de nuestro remolino solar, esos remolinos menores podrían generar los planetas. Así, en las uniones en las que se encontraban estos remolinos, moviéndose unos contra otros como engranajes de un cambio de marchas, se formarían partículas de polvo que colisionarían y se fundirían, primero los planetesimales y luego los planetas (fig. 3.2).
Fig. 3.2. Modelo del origen del Sistema Solar, de Carl F. von Weizsäcker. Su teoría afirma que la gran nube a partir de la que se formó este sistema se fragmentó en remolinos y subremolinos, que luego, por un proceso de coalescencia, originaron el Sol, los planetas y sus satélites.
La teoría de Weizsácker no resolvió por sí sola los interrogantes sobre el momento angular de los planetas, ni aportó más aclaraciones que la versión, mucho más simple, de Laplace. El astrofísico sueco Hannes Alfven incluyó en sus cálculos el campo magnético del Sol. Cuando el joven Sol giraba rápidamente, su campo magnético actuaba como un freno moderador de ese movimiento, y entonces se transmitiría a los planetas el momento angular. Tomando como base dicho concepto, Hoyle elaboró la teoría de Weizsácker de tal forma, que ésta —una vez modificada para incluir las fuerzas magnéticas y gravitatorias— sigue siendo, al parecer, la que mejor explica el origen del Sistema Solar.
El Sol es claramente la fuente de luz, de calor y de la vida misma de la Tierra, y desde la Humanidad prehistórica se le ha deificado. El faraón Ijnatón, que ascendió al trono egipcio en el año 1379 a. de J. C., y que fue el primer monoteísta que conocemos, consideraba al Sol como un dios. En los tiempos medievales, el Sol era el símbolo de la perfección y, aunque no considerado en sí mismo como un dios, ciertamente se le tomaba como la representación de la perfección del Todopoderoso.
Los antiguos griegos fueron los primeros en conseguir una noción de su distancia y las observaciones de Aristarco mostraron que debía de encontrarse a varios millones de kilómetros de distancia, por lo menos y, además, a juzgar por su tamaño aparente, debía de ser mucho mayor que la Tierra. Sin embargo, su solo tamaño no era impresionante por sí mismo, dado que resultaba difícil suponer que el Sol era meramente una enorme esfera de luz insustancial.
No fue hasta la época de Newton cuando se hizo obvio que el Sol no sólo tenía que ser más grande, sino también mucho más masivo que la Tierra, y que la Tierra orbita alrededor del Sol precisamente a causa de que la primera se ve atrapada en el intenso campo gravitatorio de este último. Sabemos ahora que el Sol se encuentra a unos 150.000.000 de kilómetros de distancia de la Tierra y que su diámetro es de 1.500.000 kilómetros, o 110 veces el diámetro de la Tierra. Su masa es 330.000 veces mayor que la de la Tierra y asimismo equivale a 745 veces el material de todos los planetas unidos. En otras palabras, el Sol contiene más o menos el 99,56% de toda la materia del Sistema Solar y es abrumadoramente su miembro número uno.
Sin embargo, no debemos permitirnos que este enorme tamaño nos impresione en demasía. Ciertamente, no es un cuerpo perfecto, si por perfección queremos decir (como los intelectuales medievales hicieron) que es uniformemente brillante e inmaculado.
Hacia finales de 1610, Galileo empleó su telescopio para observar el Sol durante la neblina de su ocaso y vio unas manchas oscuras en el disco del Sol de cada día. Al observar la firme progresión de las manchas a través de la superficie del Sol y su escoramiento cuando se aproximan a los bordes, decidió que formaban parte de la superficie solar, y que el Sol giraba sobre su eje en un poco más de veinticinco días terrestres.
Naturalmente, los descubrimientos de Galileo encontraron considerable oposición, puesto que, según el punto de vista antiguo, parecían blasfemos. Un astrónomo alemán, Cristoph Scheiner, que también había observado las manchas, sugirió que no constituían parte del Sol, sino que se trataba de pequeños cuerpos que orbitaban en torno del astro y que formaban sombras contra su brillante disco. Sin embargo, Galileo ganó en este debate.
En 1774, un astrónomo escocés, Alexander Wilson, notó una mancha solar más grande cerca del borde del Sol, cuando se le miraba de lado, con un aspecto cóncavo, como si se tratase de un cráter situado en el Sol. Este punto fue seguido en 1795 por Herschel, que sugirió que el astro era un cuerpo oscuro y frío, con una flameante capa de gases a todo su alrededor. Según este punto de vista, las manchas eran agujeros a través de los cuales podía verse el cuerpo frío que se encontraba debajo. Herschel especuló respecto de que el cuerpo frío podía incluso estar habitado por seres vivos. (Nótese cómo hasta los científicos más brillantes pueden llegar a atrevidas sugerencias que parecen razonables a la luz de los conocimientos de la época, pero que llegan a convertirse en equivocaciones del todo ridículas cuando se acumulan posteriores evidencias acerca del mismo tema.)