Read Introducción a la ciencia I. Ciencias Físicas Online
Authors: Isaac Asimov
En realidad, podemos «ver» las nubes de polvo en el interior de nuestra Galaxia como áreas oscuras en la Vía Láctea. Por ejemplo, la oscura nebulosa de la Cabeza del Caballo, que se destaca claramente sobre el brillo circundante de millones de estrellas, y la denominada, más gratificante aún, Saco de Carbón, situada en la Cruz del Sur, una región que dista de nosotros unos 400 años luz, la cual tiene un diámetro de 30 años luz y donde hay esparcidas partículas de polvo.
Aun cuando las nubes de gas y polvo oculten la visión directa de los brazos espirales de la Galaxia, la estructura de tales brazos es visible en el espectroscopio. La radiación de energía emitida por las estrellas brillantes de primera magnitud, situadas en los brazos, ioniza —disociación de partículas subatómicas cargadas eléctricamente— los átomos de hidrógeno. A principios de 1951, el astrónomo americano William Wilson Morgan encontró indicios de hidrógeno ionizado que trazaban los rasgos de las gigantes azules, es decir, los brazos espirales. Sus espectros se revelaron similares a los mostrados por los brazos espirales de la galaxia de Andrómeda.
El indicio más cercano de hidrógeno ionizado incluye las gigantes azules de la constelación de Orion, por lo cual se le ha dado el nombre de «Brazo de Orion». Nuestro Sistema Solar se halla en este brazo. Luego se localizaron otros dos brazos. Uno, mucho más distante del centro galáctico y que contiene nubes brillantes en la constelación de Sagitario («Brazo de Sagitario»). Cada brazo parece tener una longitud aproximada de 10.000 años luz.
Luego llegó la radio, como una herramienta más poderosa todavía. No sólo pudo perforar las ensombrecedoras nubes, sino también hacerles contar su historia... y con su propia «voz». Ésta fue la aportación del trabajo realizado por el astrónomo holandés H. C. van de Hulst. En 1944, los Países Bajos fueron un territorio asolado por las pesadas botas del Ejército nazi, y la investigación astronómica resultó casi imposible. Van de Hulst se circunscribió al trabajo de pluma y papel, estudió los átomos corrientes ionizados de hidrógeno y sus características, los cuales representan el mayor porcentaje en la composición del gas interestelar.
Según sugirió Van de Hulst, esos átomos podían sufrir cambios ocasionales en su estado de energía al entrar en colisión; entonces emitirían una débil radiación en la parte radio del espectro. Tal vez un determinado átomo de hidrógeno lo hiciera sólo una vez en once millones de años; pero considerando la enorme cantidad de los mismos que existe en el espacio intergaláctico, la radiación simultánea de pequeños porcentajes bastaría para producir una emisión perceptible, de forma continua.
Van de Hulst estudió dicha radiación, y calculó que su longitud de onda debería de ser de 21 cm. Y, en efecto, en 1951, las nuevas técnicas radio de posguerra permitieron a Edward Mills Purcell y Harold Irving Ewen, científicos de Harvard, captar esa «canción del hidrógeno».
Sintonizando con la radiación de 21 cm de las concentraciones de hidrógeno, los astrónomos pudieron seguir el rastro de los brazos espirales hasta distancias muy considerables, en muchos casos, por todo el contorno de la Galaxia. Se descubrieron más brazos y se elaboraron mapas sobre la concentración del hidrógeno, en los cuales quedaron plasmadas por lo menos media docena de bandas.
Y, lo que es más, la «canción del hidrógeno» reveló algunas cosas acerca de sus movimientos. Esta radiación está sometida, como todas las ondas, al efecto Doppler-Fizeau. Por su mediación los astrónomos pueden medir la velocidad de las nubes circulantes de hidrógeno y, en consecuencia, explorar, entre otras cosas, la rotación de nuestra Galaxia.
Esta nueva técnica confirmó que la Galaxia tiene un período de rotación (referido a la distancia entre nosotros y el centro) de 200 millones de años.
En la Ciencia, cada descubrimiento abre puertas, que conducen a nuevos misterios. Y el mayor progreso deriva siempre de lo inesperado, es decir, el descubrimiento que echa por tierra todas las nociones precedentes. Como ejemplo interesante de la actualidad cabe citar un pasmoso fenómeno que ha sido revelado mediante el estudio radioeléctrico de una concentración de hidrógeno en el centro de nuestra Galaxia. Aunque el hidrógeno parezca extenderse, se confina al plano ecuatorial de la Galaxia. Esta expansión es sorprendente de por sí, pues no existe ninguna teoría para explicarla. Porque si el hidrógeno se difunde, ¿cómo no se ha disipado ya durante la larga vida de la Galaxia? ¿No será tal vez una demostración de que hace diez millones de años más o menos —según conjetura Oort—, su centro explotó tal como lo ha hecho en fechas mucho más recientes el del M-82? Pues tampoco aquí el plano de hidrógeno es absolutamente llano. Se arquea hacia abajo en un extremo de la Galaxia, y hacia arriba en el otro. ¿Por qué? Hasta ahora nadie ha dado una explicación convincente.
El hidrógeno no es, o no debería ser, un elemento exclusivo por lo que respecta a las radioondas. Cada átomo o combinación de átomos tiene la capacidad suficiente para emitir o absorber radioondas características de un campo radioeléctrico general. Así, pues, los astrónomos se afanan por encontrar las reveladoras «huellas dactilares» de átomos que no sean los de ese hidrógeno, ya generalizado por doquier.
Casi todo el hidrógeno que existe en la Naturaleza es de una variedad excepcionalmente simple, denominada «hidrógeno 1». Hay otra forma más compleja, que es el «deuterio», o «hidrógeno 2». Así, pues, se tamizó toda la emisión de radioondas desde diversos puntos del firmamento, en busca de la longitud de onda que se había establecido teóricamente. Por fin se detectó en 1966, y todo pareció indicar que la cantidad de hidrógeno 2 que hay en el Universo representa un 5 % de la del hidrógeno 1.
Junto a esas variedades de hidrógeno figuran el helio y el oxígeno como componentes usuales del Universo. Un átomo de oxígeno puede combinarse con otro de hidrógeno, para formar un «grupo hidroxílico». Esta combinación no tendría estabilidad en la Tierra, pues como el grupo hidroxílico es muy activo, se mezclaría con casi todos los átomos y moléculas que se le cruzaran por el camino. En especial se combinaría con los átomos de hidrógeno 2, para constituir moléculas de agua. Ahora bien, cuando se forma un grupo hidroxílico en el espacio interestelar —donde las colisiones escasean y distan mucho entre sí—, permanece inalterable durante largos períodos de tiempo. Así lo hizo constar, en 1953, el astrónomo soviético I. S. Shklovski.
A juzgar por los cálculos realizados, dicho grupo hidroxílico puede emitir o absorber cuatro longitudes específicas de radioondas. Allá por octubre de 1963, un equipo de ingenieros electrotécnicos detectó dos en el Lincoln Laboratory del M.I.T.
El grupo hidroxílico tiene una masa diecisiete veces mayor que la del átomo de hidrógeno; por tanto, es más lento y se mueve a velocidades equivalentes a una cuarta parte de la de dicho átomo a las mismas temperaturas. Generalmente, el movimiento hace borrosa la longitud de onda, por lo cual las longitudes de onda del grupo hidroxílico son más precisas que las del hidrógeno. Sus cambios se pueden determinar más fácilmente, y no hay gran dificultad para comprobar si una nube de gas que contiene hidroxilo se está acercando o alejando.
Los astrónomos se mostraron satisfechos, aunque no muy asombrados, al descubrir la presencia de una combinación diatómica en los vastos espacios interestelares. En seguida empezaron a buscar otras combinaciones, aunque no con grandes esperanzas, pues, dada la gran diseminación de los átomos en el espacio interestelar, parecía muy remota la posibilidad de que dos o más átomos permanecieran unidos durante el tiempo suficiente para formar una combinación. Se descartó asimismo la probabilidad de que interviniesen átomos no tan corrientes como el de oxígeno (es decir, los de carbono y nitrógeno, que le siguen en importancia entre los preparados para formar combinaciones).
Sin embargo, hacia comienzos de 1968 empezaron a surgir las verdaderas sorpresas. En noviembre de aquel mismo año se descubrió la radioonda —auténtica «huella dactilar»— de las moléculas de agua (H
2
O). Y antes de acabar el mes se detectaron, con mayor asombro todavía, algunas moléculas de amoníaco (NH
3
), compuestas por una combinación de cuatro átomos: tres de hidrógeno y uno de nitrógeno.
En 1969 se detectó otra combinación de cuatro átomos, en la que se incluía un átomo de carbono: era el formaldehído (H
2
CO).
Allá por 1970 se hicieron nuevos descubrimientos, incluyendo la presencia de una molécula de cinco átomos, el cianoacetileno, que contenía una cadena de tres átomos de carbono (HC
3
N). Y luego, como culminación, al menos para aquel año, llegó el alcohol metílico, una molécula de seis átomos (CH
3
OH).
En 1971, la combinación de 7 átomos del metilacetileno (CH
3
CCH) fue detectado y, hacia 1982, se detectó asimismo una combinación de 13 átomos. Se trató de la cianodecapentaína, que consiste en una cadena de 11 átomos de carbono en una hilera, con un átomo de hidrógeno en un extremo y un átomo de nitrógeno en el otro (HC
11
N).
Los astrónomos se han encontrado con una totalmente nueva, e inesperada, subdivisión de la Ciencia ante ellos: la
astroquímica
.
Cómo esos átomos se unen para formar moléculas complicadas, y cómo tales moléculas consiguen permanecer a pesar de la inundación de la fuerte radiación de las estrellas, que de ordinario cabría esperar que las rompiesen, es algo que los astrónomos no pueden decir. Presumiblemente, tales moléculas se formaron bajo condiciones que no constituyen por completo un vacío, como damos por supuesto que es el espacio interestelar, tal vez en regiones donde las nubes de polvo se engrosan para dar origen a la formación de estrellas.
En ese caso, pueden detectarse unas moléculas aún más complicadas, y su presencia podría revolucionar nuestros puntos de vista acerca del desarrollo de la vida en esos planetas, tal y como veremos en capítulos posteriores.
El Sistema Solar
Sin embargo, por gloriosas y vastas que sean las profundidades del Universo, no podemos perdernos en estas glorias para siempre. Debemos regresar a los pequeños y familiares mundos en que vivimos. A nuestro Sol —una simple estrella entre los centenares de miles de millones que constituyen nuestra galaxia— y a los mundos que lo rodean, de los cuales la Tierra es uno más.
Desde los tiempos de Newton se ha podido especular acerca de la creación de la Tierra y el Sistema Solar como un problema distinto del de la creación del Universo en conjunto. La idea que se tenía del Sistema Solar era el de una estructura con unas ciertas características unificadas (fig. 3.1):
Fig. 3.1. El Sistema Solar, dibujado de forma esquemática, con indicación sobre la jerarquía de los planetas, según su tamaño relativo.
1. Todos los planetas mayores dan vueltas alrededor del Sol aproximadamente en el plano del ecuador solar. En otras palabras: si preparamos un modelo tridimensional del Sol y sus planetas, comprobaremos que se puede introducir en un cazo poco profundo.
2. Todos los planetas mayores giran en torno al Sol en la misma dirección, en sentido contrario al de las agujas del reloj, si contemplamos el Sistema Solar desde la Estrella Polar.
3. Todos los planetas mayores (excepto Urano y, posiblemente, Venus) efectúan un movimiento de rotación alrededor de su eje en el mismo sentido que su revolución alrededor del Sol, o sea de forma contraria a las agujas del reloj; también el Sol se mueve en tal sentido.
4. Los planetas se hallan espaciados a distancias uniformemente crecientes a partir del Sol y describen órbitas casi circulares.
5. Todos los satélites —con muy pocas excepciones— dan vueltas alrededor de sus respectivos planetas en el plano del ecuador planetario, y siempre en sentido contrario al de las agujas del reloj.
La regularidad de tales movimientos sugirió, de un modo natural, la intervención de algunos procesos singulares en la creación del Sistema en conjunto.
Por tanto, ¿cuál era el proceso que había originado el Sistema Solar? Todas las teorías propuestas hasta entonces podían dividirse en dos clases: catastróficas y evolutivas. Según el punto de vista catastrófico, el Sol había sido creado como singular cuerpo solitario, y empezó a tener una «familia» como resultado de algún fenómeno violento. Por su parte, las ideas evolutivas consideraban que todo el Sistema había llegado de una manera ordenada a su estado actual.
En el siglo XVIII se suponía que aún la historia de la Tierra estaba llena de violentas catástrofes. ¿Por qué, pues, no podía haberse producido una catástrofe de alcances cósmicos, cuyo resultado fuese la aparición de la totalidad del Sistema? Una teoría que gozó del favor popular fue la propuesta por el naturalista francés Georges-Louis Leclerc de Buffon, quien afirmaba, en 1745, que el Sistema Solar había sido creado a partir de los restos de una colisión entre el Sol y un cometa.
Naturalmente, Buffon implicaba la colisión entre el Sol y otro cuerpo de masa comparable. Llamó a ese otro cuerpo
cometa
, por falta de otro nombre. Sabemos ahora que los cometas son cuerpos diminutos rodeados por insustanciales vestigios de gas y polvo, pero el principio de Buffon continúa, siempre y cuando denominemos al cuerpo en colisión con algún otro nombre y, en los últimos tiempos, los astrónomos han vuelto a esta noción.