Introducción a la ciencia I. Ciencias Físicas (16 page)

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Los cuerpos que son tan pequeños y luminosos a la vez deben consumir tales cantidades de energía, que sus reservas no pueden durar mucho tiempo, a no ser que exista una fuente energética hasta ahora inimaginable, aunque, desde luego, no imposible. Otros cálculos demuestran que un cuásar sólo puede liberar energía a ese ritmo durante un millón de años más o menos. Si es así, los cuásares descubiertos habrían alcanzado su estado de tales hace poco tiempo —hablando en términos cósmicos—, y, por otra parte, puede haber buen número de objetos que fueron cuásares en otro tiempo, pero ya no lo son.

En 1965, Sandage anunció el descubrimiento de objetos que podrían ser cuásares envejecidos. Semejaban estrellas azuladas corrientes, pero experimentaban enormes cambios, que los hacían virar al rojo, como los cuásares. Eran semejantes a éstos por su distancia, luminosidad y tamaño, pero no emitían radioondas. Sandage los denominó
«blue stellar objects»
(objetos estelares azules), que aquí designaremos, para abreviar, con la sigla inglesa de BSO.

Los BSO parecen ser más numerosos que los cuásares; según un cálculo aproximado de 1967, los BSO al alcance de nuestros telescopios suman 100.000. La razón de tal superioridad numérica de los BSO sobre los cuásares es la de que estos cuerpos viven mucho más tiempo en la forma de BSO.

La creencia de que los cuásares son unos objetos muy distantes no es general entre los astrónomos. Existe una posibilidad de que los enormes corrimientos hacia el rojo de los cuásares no sean
cosmológicos
; es decir, que no sean consecuencia de la expansión general del Universo; de que constituyan tal vez unos objetos relativamente cercanos y que se han alejado de nosotros por alguna razón local, habiendo sido despedidos de un núcleo galáctico, por ejemplo, a tremendas velocidades.

El más ardiente partidario de este punto de vista es el astrónomo norteamericano Halton C. Arp, que ha presentado casos de cuásares que parecen estar físicamente conectados con galaxias próximas en el firmamento. Dado que las galaxias tienen un relativamente bajo corrimiento hacia el rojo, el mayor corrimiento al rojo de los cuásares (que, si está conectado, puede hallarse a la misma distancia), no puede ser cosmológico.

Otro rompecabezas ha sido el descubrimiento, a fines de la década de 1970, de que las radiofuentes en el interior de los cuásares (que se detectan por separado gracias a los actuales radiotelescopios con gran línea de base) parecen separarse a velocidades que son varias veces la de la luz. El sobrepasar la velocidad de la luz se considera imposible según la actual teoría física, pero tal
velocidad superlumínica
existiría sólo en los cuásares que se hallan más alejados de lo que creemos. Si estuviesen en realidad más próximos, en ese caso el índice aparente de separación se traduciría en velocidades menores que las de la luz.

Sin embargo, el punto de vista de que los cuásares se encuentran relativamente cerca (que puede significar asimismo que son menos luminosos y que producen menos energía facilitando así este rompecabezas) no ha conseguido el apoyo de la mayoría de los astrónomos. El punto de vista general es que las pruebas a favor de las distancias cosmológicas es insuficientemente consistente, y que las aparentes velocidades superlumínicas son el resultado de una ilusión óptica (y ya se han avanzado varias explicaciones plausibles).

Pero, si los cuásares se hallan tan distantes como sus corrimientos hacia el rojo hacen suponer, si son incluso tan pequeños y luminosos y energéticos como sus distancias hacen necesarios, ¿qué son en definitiva?

La respuesta más verosímil data de 1943, cuando el astrónomo estadounidense Cari Seyfert observó una rara galaxia, con una luz muy brillante y un núcleo muy pequeño. Otras galaxias de esta clase ya habían sido observadas, y todo el grupo se llama ahora
galaxias Seyfert
.

¿No sería posible que las galaxias Seyfert fueran objetos intermedios entre las galaxias corrientes y los cuásares? Sus brillantes centros muestran variaciones luminosas, que hacen de ellos algo casi tan pequeño como los cuásares. Si se intensificara aún más la luminosidad de tales centros y se oscureciera proporcionalmente el resto de la galaxia, acabaría por ser imperceptible la diferencia entre un cuásar y una galaxia Seyfert; por ejemplo, la 3C120 podría considerarse un cuásar por su aspecto.

Las galaxias Seyfert experimentan sólo moderados corrimientos hacia el rojo, y su distancia no es enorme. Tal vez los cuásares sean galaxias Seyfert muy distantes; tanto, que podemos distinguir únicamente sus centros, pequeños y luminosos, y observar sólo los mayores. ¿No nos causará ello la impresión de que estamos viendo unos cuásares extraordinariamente luminosos, cuando en verdad deberíamos sospechar que sólo unas cuantas galaxias Seyfert, muy grandes, forman esos cuásares, que divisamos a pesar de su gran distancia?

Asimismo, fotografías recientes han mostrado signos de neblina, que parecen indicar la apagada galaxia que rodea al pequeño, activo y muy luminoso centro. Presumiblemente, pues, el extremo más alejado del Universo, a más de mil millones de años luz, está lleno de galaxias lo mismo que en las regiones más próximas. Sin embargo, la mayoría de estas galaxias son demasiado poco luminosas para que se las vea ópticamente, y contemplamos sólo los brillantes centros de los individuos más activos y mayores entre ellos.

Estrellas neutrónicas

Así como la emisión de radioondas ha originado ese peculiar y desconcertante cuerpo astronómico llamado cuásar, la investigación en el otro extremo del espectro esboza otro cuerpo igualmente peculiar, aunque no tan desconcertante.

En 1958, el astrofísico americano Herbert Friedman descubrió que el Sol generaba una considerable cantidad de rayos X. Naturalmente no era posible detectarlos desde la superficie terrestre, pues la atmósfera los absorbía; pero los cohetes disparados más allá de la atmósfera y provistos de instrumentos adecuados, detectaban esa radiación con suma facilidad.

Durante algún tiempo constituyó un enigma la fuente de los rayos X solares. En la superficie del Sol, la temperatura es sólo de 6.000 °C, o sea, lo bastante elevada para convertir en vapor cualquier forma de materia, pero insuficiente para producir rayos X. La fuente debería hallarse en la corona solar, tenue halo gaseoso que rodea al Sol por todas partes y que tiene una anchura de muchos millones de kilómetros. Aunque la corona difunde una luminosidad equivalente al 50 % de la lunar, sólo es visible durante los eclipses —por lo menos, en circunstancias corrientes—, pues la luz solar propiamente dicha la neutraliza por completo. En 1930, el astrónomo francés Bernard-Ferdinand Lyot inventó un telescopio que a gran altitud, y con días claros, permitía observar la corona interna, aunque no hubiera eclipse.

Incluso antes de ser estudiados los rayos X con ayuda de cohetes, se creía que dicha corona era la fuente generadora de tales rayos, pues se la suponía sometida a temperaturas excepcionalmente elevadas. Varios estudios de su espectro (durante los eclipses) revelaron rayas que no podían asociarse con ningún elemento conocido. Entonces se sospechó la presencia de un nuevo elemento, que recibió el nombre de «coronio». Sin embargo, en 1941 se descubrió que los átomos de hierro podían producir las mismas rayas del coronio cuando perdían muchas partículas subatómicas. Ahora bien, para disociar todas esas partículas se requerían temperaturas cercanas al millón de grados, suficientes, sin duda, para generar rayos X.

La emisión de rayos X aumenta de forma notable cuando sobreviene una erupción solar en la corona. Durante ese período, la intensidad de los rayos X comporta temperaturas equivalentes a 100 millones de grados en la corona, por encima de la erupción. La causa de unas temperaturas tan enormes en el tenue gas de la corona sigue promoviendo grandes controversias. (Aquí es preciso distinguir entre la temperatura y el calor. La temperatura sirve, sin duda, para evaluar la energía cinética de los átomos o las partículas en el gas; pero como quiera que estas partículas son escasas, es bajo el verdadero contenido calorífico por unidad de volumen. Las colisiones entre partículas de extremada energía producen los rayos X.)

Estos rayos X provienen también de otros espacios situados más allá del Sistema Solar. En 1963, Bruno Rossi y otros científicos lanzaron cohetes provistos de instrumentos para comprobar si la superficie lunar reflejaba los rayos X solares. Entonces descubrieron en el firmamento dos fuentes generadoras de rayos X singularmente intensos. En seguida se pudo asociar la más débil (denominada «Tau X-1», por hallarse en la constelación de Tauro) a la nebulosa del Cangrejo. Hacia 1966 se descubrió que la más potente, situada en la constelación de Escorpión («Esco X-1»), era asociable a un objeto óptico que parecía ser (como la nebulosa del Cangrejo) el residuo de una antigua nova. Desde entonces se han detectado en el firmamento varias docenas de fuentes generadoras de rayos X, aunque más débiles.

La emisión de rayos X de la energía suficiente como para ser detectados a través de una brecha interestelar, requería una fuente de considerable masa, y temperaturas excepcionalmente altas. Así pues, quedaba descartada la concentración de rayos emitidos por la corona solar.

Esa doble condición de masa y temperatura excepcional (un millón de grados) parecía sugerir la presencia de una «estrella enana superblanca». En fechas tan lejanas ya como 1934, Zwicky había insinuado que las partículas subatómicas de una enana blanca podrían combinarse para formar partículas no modificadas, llamadas «neutrones». Entonces sería posible obligarlas a unirse hasta establecer pleno contacto. Se formaría así una esfera de unos 16 km de diámetro como máximo, que, pese a ello, conservaría la masa de una estrella regular. En 1939, el físico americano J. Robert Oppenheimer especificó, con bastantes pormenores, las posibles propiedades de semejante «estrella-neutrón». Tal objeto podría alcanzar temperaturas de superficie lo bastante elevadas —por lo menos, durante las fases iniciales de su formación e inmediatamente después— como para emitir con profusión rayos X.

La investigación dirigida por Friedman para probar la existencia de las «estrellas-neutrón» se centró en la nebulosa del Cangrejo, donde, según se suponía, la explosión cósmica que la había originado podría haber dejado como residuo no una enana blanca condensada, sino una «estrella-neutrón» supercondensada. En julio de 1964, cuando la luna pasó ante la nebulosa del Cangrejo, se lanzó un cohete estratosférico para captar la emisión de rayos X. Si tal emisión procediera de una estrella-neutrón, se extinguiría tan pronto como la Luna pasara por delante del diminuto objeto. Si la emisión de rayos X proviniera de la nebulosa del Cangrejo, se reduciría progresivamente, a medida que la Luna eclipsara la nebulosa. Ocurrió esto último, y la nebulosa del Cangrejo dio la impresión de ser simplemente una corona mayor y mucho más intensa, del diámetro de un año luz.

Por un momento pareció esfumarse la posibilidad de que las estrellas-neutrón fueran perceptibles, e incluso de que existieran; pero durante aquel mismo año, en que no se pudo revelar el secreto que encerraba la nebulosa del Cangrejo, se hizo un nuevo descubrimiento en otro campo. Las radioondas de ciertas fuentes revelaron, al parecer, una fluctuación de intensidad muy rápida. Fue como si brotaran «centelleos radioeléctricos» acá y allá.

Los astrónomos se apresuraron a diseñar instrumentos apropiados para captar ráfagas muy cortas de radioondas, en la creencia de que ello permitiría un estudio más detallado de tan fugaces cambios. Anthony Hewish, del Observatorio de la Universidad de Cambridge, figuró entre los astrónomos que utilizaron dichos radiotelescopios.

Apenas empezó a manejar el telescopio provisto del nuevo detector, localizó ráfagas de energía radioeléctricas emitidas desde algún lugar situado entre Vega y Altair. No resultó difícil detectarlas, lo cual, por otra parte, habría sido factible mucho antes si los astrónomos hubiesen tenido noticias de esas breves ráfagas y hubieran aportado el material necesario para su detección. Las citadas ráfagas fueron de una brevedad sorprendente: duraron sólo 1/30 de segundo. Y se descubrió algo más impresionante aún: todas ellas se sucedieron con notable regularidad, a intervalos de 1 1/3 segundos. Así, se pudo calcular el período hasta la cienmillonésima de segundo: fue de 1,33730109 segundos.

Desde luego, por entonces no fue posible explicar lo que representaban aquellas pulsaciones isócronas. Hewish las atribuyó a una «estrella pulsante»
(«pulsating star»)
que, con cada pulsación, emitía una ráfaga de energía. Casi a la vez se creó la voz «pulsar» para designar el fenómeno, y desde entonces se llama así el nuevo objeto.

En realidad se debería hablar en plural del nuevo objeto, pues apenas descubierto el primero, Hewish inició la búsqueda de otros, y cuando anunció su descubrimiento, en febrero de 1968, había localizado ya cuatro. Entonces, otros astrónomos emprendieron afanosamente la exploración y no tardaron en detectar algunos más. Al cabo de dos años se consiguió localizar unos cuarenta pulsares.

Dos terceras partes de estos cuerpos están situados en zonas muy cercanas al ecuador galáctico, lo cual permite conjeturar, con cierta seguridad, que los pulsares pertenecen, por lo general, a nuestra galaxia. Algunos se hallan tan cerca, que rondan el centenar de años luz. (No hay razón para negar su presencia en otras galaxias, aunque quizá sean demasiado débiles para su detección si se considera la distancia que nos separa de tales galaxias.)

Todos los pulsares se caracterizan por la extremada regularidad de sus pulsaciones, si bien el período exacto varía de unos a otros. Hay uno cuyo período es nada menos que de 3,7 s. En noviembre de 1968, los astrónomos de Green Bank (Virginia Occidental) detectaron, en la nebulosa del Cangrejo, un pulsar de período ínfimo (sólo de 0,033089 s). Y con treinta pulsaciones por segundo.

Como es natural, se planteaba la pregunta: ¿Cuál sería el origen de los destellos emitidos con tanta regularidad? ¿Tal vez se trataba de algún cuerpo astronómico que estuviese experimentando un cambio muy regular, a intervalos lo suficientemente rápidos como para producir dichas pulsaciones? ¿No se trataría de un planeta que giraba alrededor de una estrella y que, con cada revolución, se distanciaba más de ella —visto desde la Tierra— y emitía una potente ráfaga de radioondas al emerger? ¿O sería un planeta giratorio que mostraba con cada rotación un lugar específico de su superficie, de la que brotaran abundantes radioondas proyectadas en nuestra dirección?

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