Read Introducción a la ciencia I. Ciencias Físicas Online
Authors: Isaac Asimov
Las cosas no se desarrollaron en la Tierra de la misma forma que en Marte o en Venus. El nitrógeno de su atmósfera no caló en la corteza para depositar una capa fina y fría de anhídrido carbónico. Tampoco actuó el efecto de invernadero, para convertirla en un asfixiante mundo desértico, aquí sucedió algo inopinado, y ese algo fue la aparición de la vida, cuyo desarrollo se hizo ostensible incluso cuando la atmósfera estaba aún en su fase de amoníaco-metano.
Las reacciones desencadenadas por la vida en los océanos de la Tierra desintegraron los compuestos nitrogenados, los hicieron liberar el nitrógeno molecular y mantuvieron grandes cantidades de este gas en la atmósfera. Por añadidura, las células adquirieron una facultad especial para disociar el oxígeno e hidrógeno en las moléculas de agua, aprovechando la energía de esa luz
visible
que el ozono no puede interceptar. El hidrógeno se combinó con el anhídrido carbónico para formar las complicadas moléculas que constituyen una célula, mientras que el oxígeno liberado se diluyó en la atmósfera. Así, pues, gracias a la vida, la atmósfera terrestre pudo pasar del nitrógeno y anhídrido carbónico, al nitrógeno y oxígeno. El efecto de invernadero se redujo a una cantidad ínfima, y la Tierra conservó la frialdad suficiente para retener sus inapreciables posesiones: un océano de agua líquida y una atmósfera dotada con un gran porcentaje de oxígeno libre.
En realidad, nuestra atmósfera oxigenada afecta sólo a un 10 % aproximadamente de la existencia terrestre, y es posible incluso que, unos 600 millones de años atrás, esa atmósfera tuviera únicamente una décima parte del oxígeno que posee hoy.
Pero hoy lo tenemos, y debemos mostrarnos agradecidos por esa vida que hizo posible la liberación del oxígeno atmosférico, y por ese oxígeno que, a su vez, hizo posible la vida.
Los elementos
Hasta ahora me he dedicado a los cuerpos del Universo de cierta entidad: las estrellas y galaxias, el Sistema Solar y la Tierra y su atmósfera. Ahora permítaseme considerar la naturaleza de las sustancias que componen todo esto.
Los primeros filósofos griegos, cuyo método de planteamiento de la mayor parte de los problemas era teórico y especulativo, llegaron a la conclusión de que la Tierra estaba formada por unos cuantos «elementos» o sustancias básicas. Empédocles de Agrigento, alrededor del 430 a. del J.C., estableció que tales elementos eran cuatro: tierra, aire, agua y fuego. Un siglo más tarde, Aristóteles supuso que el cielo constituía un quinto elemento: el «éter». Los sucesores de los griegos en el estudio de la materia, los alquimistas medievales, aunque sumergidos en la magia y la charlatanería, llegaron a conclusiones más razonables y verosímiles que las de aquéllos, ya que por lo menos manejaron los materiales sobre los que especulaban.
Tratando de explicar las diversas propiedades de las sustancias, los alquimistas atribuyeron dichas propiedades a determinados elementos, que añadieron a la lista. Identificaron el mercurio como el elemento que confería propiedades metálicas a las sustancias, y el azufre, como el que impartía la propiedad de la combustibilidad. Uno de los últimos y mejores alquimistas, el físico suizo del siglo XVI Theophrastus Bombasí von Hohenheim —más conocido por Paracelso—, añadió la sal como el elemento que confería a los cuerpos su resistencia al calor.
Según aquellos alquimistas, una sustancia puede transformarse en otra simplemente añadiendo y sustrayendo elementos en las proporciones adecuadas. Un metal como el plomo, por ejemplo, podía transformarse en oro añadiéndole una cantidad exacta de mercurio. Durante siglos prosiguió la búsqueda de la técnica adecuada para convertir en oro un «metal base». En este proceso, los alquimistas descubrieron sustancias mucho más importantes que el oro, tales como los ácidos minerales y el fósforo.
Los ácidos minerales —nítrico, clorhídrico y, especialmente, sulfúrico— introdujeron una verdadera revolución en los experimentos de la alquimia. Estas sustancias eran ácidos mucho más fuertes que el más fuerte conocido hasta entonces (el ácido acético, o sea, el del vinagre), y con ellos podían descomponerse las sustancias, sin necesidad de emplear altas temperaturas ni recurrir a largos períodos de espera. Aún en la actualidad, los ácidos minerales, especialmente el sulfúrico, son muy importantes en la industria. Se dice incluso que el grado de industrialización de un país puede ser juzgado por su consumo anual de ácido sulfúrico.
De todas formas, pocos alquimistas se dejaron tentar por estos importantes éxitos secundarios, para desviarse de lo que ellos consideraban su búsqueda principal. Sin embargo, miembros poco escrupulosos de la profesión llegaron abiertamente a la estafa, simulando, mediante juegos de prestidigitación, producir oro, al objeto de conseguir lo que hoy llamaríamos «becas para la investigación» por parte de ricos mecenas. Este arte consiguió así tan mala reputación, que hasta la palabra «alquimista» tuvo que ser abandonada. En el siglo XVII, «alquimista» se había convertido en «químico», y «alquimia» había pasado a ser la ciencia llamada «Química».
En el brillante nacimiento de esta ciencia, uno de los primeros genios fue Robert Boyle, quien formuló la ley de los gases que hoy lleva su nombre (véase capítulo 5). En su obra
El químico escéptico (The Sceptical Chymist)
, publicada en 1661, Boyle fue el primero en establecer el criterio moderno por el que se define un elemento: una sustancia básica que puede combinarse con otros elementos para formar «compuestos» y que, por el contrario, no puede descomponerse en una sustancia más simple, una vez aislada de un compuesto.
Sin embargo, Boyle conservaba aún cierta perspectiva medieval acerca de la naturaleza de los elementos. Por ejemplo, creía que el oro no era un elemento y que podía formarse de algún modo a partir de otros metales. Las mismas ideas compartía su contemporáneo Isaac Newton, quien dedicó gran parte de su vida a la alquimia. (En realidad, el emperador Francisco José de Austria-Hungría financió experimentos para la fabricación de oro hasta fecha tan reciente como 1867.)
Un siglo después de Boyle, los trabajos prácticos realizados por los químicos empezaron a poner de manifiesto qué sustancias podrían descomponerse en otras más simples y cuáles no podían ser descompuestas. Henry Cavendish demostró que el hidrógeno se combinaba con el oxígeno para formar agua, de modo que ésta no podía ser un elemento. Más tarde, Lavoisier descompuso el aire —que se suponía entonces un elemento— en oxígeno y nitrógeno. Se hizo evidente que ninguno de los «elementos» de los griegos eran tales según el criterio de Boyle.
En cuanto a los elementos de los alquimistas, el mercurio y el azufre resultaron serlo en el sentido de Boyle. Y también lo eran el hierro, el estaño, el plomo, el cobre, la plata, el oro y otros no metálicos, como el fósforo, el carbono y el arsénico. El «elemento» de Paracelso (la sal) fue descompuesto en dos sustancias más simples.
Desde luego, el que un elemento fuera definido como tal dependía del desarrollo alcanzado por la Química en la época. Mientras una sustancia no pudiera descomponerse con ayuda de las técnicas químicas disponibles, debía seguir siendo considerada como un elemento. Por ejemplo, la lista de 33 elementos formulada por Lavoisier incluía, entre otros, los óxidos de cal y magnesio. Pero catorce años después de la muerte de Lavoisier en la guillotina, durante la Revolución francesa, el químico inglés Humphry Davy, empleando una corriente eléctrica para escindir las sustancias, descompuso la cal en oxígeno y en un nuevo elemento, que denominó «calcio»; luego escindió el óxido de magnesio en oxígeno y otro nuevo elemento, al que dio el nombre de «magnesio».
Por otra parte, Davy demostró que el gas verde obtenido por el químico sueco Cari Wilhelm Scheele a partir del ácido clorhídrico no era un compuesto de ácido clorhídrico y oxígeno, como se había supuesto, sino un verdadero elemento, al que denominó «cloro» (del griego
cloros
, verde amarillento).
A principios del siglo XIX, el químico inglés John Dalton contempló los elementos desde un punto de vista totalmente nuevo. Por extraño que parezca, esta perspectiva se remonta, en cierto modo, a la época de los griegos, quienes, después de todo, contribuyeron con lo que tal vez sea el concepto simple más importante para la comprensión de la materia.
Los griegos se planteaban la cuestión de si la materia era continua o discontinua, es decir, si podía ser dividida y subdividida indefinidamente en un polvo cada vez más fino, o si, al término de este proceso se llegaría a un punto en el que las partículas fuesen indivisibles. Leucipo de Mileto y su discípulo Demócrito de Abdera insistían —en el año 450 a. de J.C.— en que la segunda hipótesis era la verdadera. Demócrito dio a estas partículas un nombre: las llamó «átomos» (o sea, «no divisibles»). Llegó incluso a sugerir que algunas sustancias estaban compuestas por diversos átomos o combinaciones de átomos, y que una sustancia podría convertirse en otra al ordenar dichos átomos de forma distinta. Si tenemos en cuenta que esto es sólo una sutil hipótesis, no podemos por menos que sorprendernos ante la exactitud de su intuición. Pese a que la idea pueda parecer hoy evidente, estaba muy lejos de serlo en la época en que Platón y Aristóteles la rechazaron.
Sin embargo, sobrevivió en las enseñanzas de Epicuro de Samos —quien escribió sus obras hacia el año 300 a. de J.C.— y en la escuela filosófica creada por él: el epicureísmo. Un importante epicúreo fue el filósofo romano Lucrecio, quien, sobre el año 60 a. de J.C., plasmó sus ideas acerca del átomo en un largo poema titulado
Sobre la naturaleza de las cosas
. Este poema sobrevivió a través de la Edad Media y fue uno de los primeros trabajos que se imprimieron cuando lo hizo posible el arte de Gutenberg.
La noción de los átomos nunca fue descartada por completo de las escuelas occidentales. Entre los atomistas más destacados en los inicios de la Ciencia moderna figuran el filósofo italiano Giordano Bruno y el filósofo francés Pierre Gassendi. Muchos puntos de vista científicos de Bruno no eran ortodoxos, tales como la creencia en un Universo infinito sembrado de estrellas, que serían soles lejanos, alrededor de los cuales evolucionarían planetas, y expresó temerariamente sus teorías. Fue quemado, por hereje, en 1600, lo cual hizo de él un mártir de la Ciencia en la época de la revolución científica. Los rusos han dado su nombre a un cráter de la cara oculta de la Luna.
Las teorías de Gassendi impresionaron a Boyle, cuyos experimentos, reveladores de que los gases podían ser fácilmente comprimidos y expandidos, parecían demostrar que estos gases debían de estar compuestos por partículas muy espaciadas entre sí. Por otra parte, tanto Boyle como Newton figuraron entre los atomistas más convencidos del siglo XVII.
En 1799, el químico francés Joseph Louis Proust mostró que el carbonato de cobre contenía unas proporciones definidas de peso de cobre, carbono y oxígeno y que podía prepararse. Las proporciones seguían el índice de unos pequeños números enteros: 5 a 4 y a 1. Demostró que existía una situación similar para cierto número de otros compuestos.
Esta situación podía explicarse dando por supuesto que los compuestos estaban formados por la unión de pequeños números de fragmentos de cada elemento y que sólo podían combinarse como objetos intactos. El químico inglés John Dalton señaló todo esto en 1803, y, en 1808, publicó un libro en el que se reunía la nueva información química conseguida durante el siglo y medio anterior, y que sólo tenía sentido si se suponía que la materia estaba compuesta de átomos indivisibles. (Dalton mantuvo la antigua voz griega como tributo a los pensadores de la Antigüedad.) No pasó mucho tiempo antes de que esta
teoría atómica
persuadiera a la mayoría de los químicos. Según Dalton, cada elemento posee una clase particular de átomo, y cualquier cantidad de elemento está compuesta de átomos idénticos de esa clase. Lo que distingue a un elemento de otro es la naturaleza de sus átomos. Y la diferencia física básica entre los átomos radica en su peso. Así, los átomos de azufre son más pesados que los de oxígeno, que, a su vez, son más pesados que los átomos de nitrógeno; éstos, a su vez también, son más pesados que los de carbono, y los mismos, más pesados que los de hidrógeno.
El químico italiano Amadeo Avogadro aplicó a los gases la teoría atómica y demostró que volúmenes iguales de un gas, fuese cual fuese su naturaleza, estaban formados por el mismo número de partículas. Es la llamada «hipótesis de Avogadro». Al principio se creyó que estas partículas eran átomos; pero luego se demostró que estaban compuestas, en la mayor parte de los casos, por pequeños grupos de átomos, llamados «moléculas». Si una molécula contiene átomos de distintas clases (como la molécula de agua, que tiene un átomo de oxígeno y dos de hidrógeno), es una molécula de un «compuesto químico». Naturalmente, era importante medir los pesos relativos de los distintos átomos, para hallar los «pesos atómicos» de los elementos. Pero los pequeños átomos se hallaban muy lejos de las posibilidades ponderables del siglo XIX. Mas, pesando la cantidad de cada elemento separado de un compuesto y haciendo deducciones a partir del comportamiento químico de los elementos, se pudieron establecer los pesos relativos de los átomos. El primero en realizar este trabajo de forma sistemática fue el químico sueco Jóns Jacob Berzelius. En 1828 publicó una lista de pesos atómicos basados en dos patrones de referencia: uno, el obtenido al dar el peso atómico del oxígeno el valor 100, y el otro, cuando el peso atómico del hidrógeno se hacía igual a 1.
El sistema de Berzelius no alcanzó inmediata aceptación; pero en 1860, en el I Congreso Internacional de Química, celebrado en Karlsruhe (Alemania), el químico italiano Stanislao Cannizzaro presentó nuevos métodos para determinar los pesos atómicos, con ayuda de la hipótesis de Avogadro, menospreciada hasta entonces. Describió sus teorías de forma tan convincente, que el mundo de la Química quedó conquistado inmediatamente. Se adoptó como unidad de medida el peso del oxígeno en vez del del hidrógeno, puesto que el oxígeno podía ser combinado más fácilmente con los diversos elementos —y tal combinación era el punto clave del método usual para determinar los pesos atómicos—. El peso atómico del oxígeno fue medido convencionalmente, en 1850, por el químico belga Jean Serváis Stas, quien lo fijó en 16, de modo que el peso atómico del hidrógeno, el elemento más ligero conocido hasta ahora, sería, aproximadamente, de 1; para ser más exactos: 1,0080.