Introducción a la ciencia I. Ciencias Físicas (64 page)

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Hoy existen aleaciones de aluminio que, a igualdad de pesos, son más resistentes que muchos aceros. El aluminio tiende a remplazar el acero en todos los usos en que la ligereza y la resistencia a la corrosión son más importantes que la simple dureza. Como todo el mundo sabe, hoy es de empleo universal, pues se utiliza en aviones, cohetes, trenes, automóviles, puertas, pantallas, techos, pinturas, utensilios de cocina, embalajes, etc.

Tenemos también el magnesio, metal más ligero aún que el aluminio. Se emplea principalmente en la aviación, como era de esperar. Ya en 1910, Alemania usaba aleaciones de magnesio y cinc para estos fines. Tras la Primera Guerra Mundial, se utilizaron cada vez más las aleaciones de magnesio y aluminio.

Sólo unas cuatro veces menos abundante que el aluminio, aunque químicamente más activo, el magnesio resulta más difícil de obtener a partir de las menas. Mas, por fortuna, en el océano existe una fuente muy rica del mismo. Al contrario que el aluminio o el hierro, el magnesio se halla presente en grandes cantidades en el agua de mar. El océano transporta materia disuelta, que forma hasta un 3,5 % de su masa. De este material en disolución, el 3,7 % es magnesio. Por tanto, el océano, considerado globalmente, contiene unos dos mil billones (2.000.000.000.000.000) de toneladas de magnesio, o sea, todo el que podamos emplear en un futuro indefinido.

El problema consistía en extraerlo. El método escogido fue el de bombear el agua del mar hasta grandes tanques y añadir óxido de cal (obtenido también del agua del mar, es decir, de las conchas de las ostras). El óxido de cal reacciona con el agua y el ion del magnesio para formar hidróxido de magnesio, que es insoluble y, por tanto, precipita en la disolución. El hidróxido de magnesio se convierte en cloruro de magnesio mediante un tratamiento con ácido clorhídrico, y luego se separa el magnesio del cloro por medio de una corriente eléctrica.

En enero de 1941, la «Dow Chemical Company» produjo los primeros lingotes de magnesio a partir del agua del mar, y la planta de fabricación se preparó para decuplicar la producción de magnesio durante los años de la guerra.

De hecho, cualquier elemento que pueda extraerse del agua de mar a un precio razonable, puede considerarse como de una fuente virtualmente ilimitada, ya que, después de su uso, retorna siempre al mar. Se ha calculado que si se extrajesen cada año del agua de mar 100 millones de toneladas de magnesio durante un millón de años, el contenido del océano en magnesio descendería de su porcentaje actual, que es del 0,13, al 0,12 %.

Si el acero fue el «metal milagroso» de mediados del siglo XIX, el aluminio fue el de principios de siglo XX y el magnesio el de mediados del mismo, ¿cuál será el nuevo metal milagroso? Las posibilidades son limitadas. En realidad hay sólo siete metales comunes en la corteza terrestre. Además del hierro, aluminio y magnesio, tenemos el sodio, potasio, calcio y titanio. El sodio, potasio y calcio son demasiado activos químicamente para ser empleados como metales en la construcción. (Por ejemplo, reaccionan violentamente con el agua.) Ello nos deja sólo el titanio, que es unas ocho veces menos abundante que el hierro.

El titanio posee una extraordinaria combinación de buenas cualidades: su peso resulta algo superior a la mitad del acero; es mucho más resistente que el aluminio o el acero, difícilmente afectado por la corrosión y
capaz
de soportar temperaturas muy elevadas. Por todas estas razones, el titanio se emplea hoy en la aviación, construcción de barcos, proyectiles teledirigidos y en todos los casos en que sus propiedades puedan encontrar un uso adecuado.

¿Por qué ha tardado tanto la Humanidad en descubrir el valor del titanio? La razón es casi la misma que puede esgrimirse para el aluminio y el magnesio. Reacciona demasiado rápidamente con otras sustancias, y en sus formas impuras —combinado con oxígeno o nitrógeno— es un metal poco atractivo, quebradizo y aparentemente inútil. Su resistencia y sus otras cualidades positivas se tienen sólo cuando es aislado en su forma verdaderamente pura (en el vacío o bajo un gas inerte). El esfuerzo de los metalúrgicos ha tenido éxito en el sentido de que 1 kg de titanio, que costaba 6 dólares en 1947, valía 3 en 1969.

No se tienen que encauzar forzosamente las investigaciones para descubrir metales «maravillosos». Los metales antiguos (y también algunos no metales) pueden llegar a ser más «milagrosos» de lo que lo son actualmente.

En el poema
The Deacon's Masterpiece
, de Oliver Wendell Holmes, se cuenta la historia de una «calesa» construida tan cuidadosamente, que no tenía ni un solo punto débil. Al fin, el carricoche desapareció por completo, se descompuso en polvo. Pero había durado 100 años.

La estructura atómica de los sólidos cristalinos, tanto metales como no metales, es muy parecida a la de esta imaginaria calesa. Los cristales de un metal están acribillados por cientos de fisuras y arañazos submicroscópicos. Bajo la fuerza de la presión, en uno de esos puntos débiles puede iniciarse una fractura y extenderse a través de todo el cristal. Si, al igual que la maravillosa calesa del diácono, un cristal pudiese estar construido sin puntos débiles, tendría muchísima más resistencia.

Estos cristales sin ningún punto débil toman la forma de delgados filamentos — denominados «triquitas»— sobre la superficie de los cristales. La resistencia a la elongación de las triquitas de carbono puede alcanzar hasta las 1.400 t/cm
2
, es decir, de 16a 17 veces más que las del acero. Si pudieran inventarse métodos para la fabricación de metal sin defecto alguno y en grandes cantidades, encontraríamos viejos metales, que podrían ser nuevos y «milagrosos». Por ejemplo, en 1968 los científicos soviéticos fabricaron un delicado cristal de tungsteno sin defecto alguno, que podía soportar una carga de 1.635 t/cm
2
, cantidad respetable comparada con las 213 t/cm
2
de los mejores aceros. Y aunque tales fibras puras no podían adquirirse a granel, la integración de fibras nítidas con los metales serviría para reforzarlos y fortalecerlos.

También en 1968 se inventó un nuevo método para combinar metales. Los dos métodos de importancia tradicional eran, hasta entonces, la aleación —o sea, la fusión simultánea de dos o más metales, con objeto de formar una mezcla más o menos homogénea— y la galvanización, que consiste en unir sólidamente un metal con otro. (Para ello se aplica una sutil capa de metal caro a una masa voluminosa de metal barato, de forma que la superficie resulta tan bonita y anticorrosiva como la del oro, por ejemplo, pero cuyo conjunto es casi tan económico como el cobre.)

El metalúrgico americano Newell C. Cook y sus colaboradores intentaron galvanizar con silicio una superficie de platino, empleando fluorita fundida como solución para bañar el platino. Contra todos los pronósticos, no hubo galvanización. Al parecer, la fluorita fundida disolvió la fina película de oxígeno que cubre, por lo general, casi todos los metales, incluso los más resistentes, y dejó «expuesta» la superficie del platino a los átomos de silicio. Así, pues, éstos
se abrieron paso
por la superficie, en lugar de unirse a ella por la parte inferior de los átomos de oxígeno. El resultado fue que una fina capa externa del platino se transformó en aleación.

Siguiendo esta inesperada línea de investigación, Cook descubrió que se podían combinar muchas sustancias para formar una aleación «galvanizada» sobre metal puro (o sobre otra aleación). Llamó a este proceso «metalización», cuya utilidad demostró. Así, se fortalece excepcionalmente el cobre agregándole un 2-4 % de berilio en forma de aleación corriente. Pero se puede obtener un resultado idéntico si se «beriliza» el cobre, cuyo costo es muy inferior al que representaría el berilio puro, elemento relativamente raro. También se endurece el acero metalizado con boro. La adición de silicio, cobalto y titanio da asimismo unas propiedades útiles.

Dicho de otra forma: si los metales maravillosos no se encuentran en la Naturaleza, el ingenio humano es capaz de crearlos.

Capítulo 7

Las partículas

El átomo nuclear

Como ya hemos indicado en el capítulo anterior, hacia 1900 se sabía que el átomo no era una partícula simple e indivisible, pues contenía, por lo menos, un corpúsculo subatómico: el electrón, cuyo descubridor fue J. J. Thomson, el cual supuso que los electrones se arracimaban como uvas en el cuerpo principal del átomo con carga positiva.

Identificación de las partículas

Poco tiempo después resultó evidente que existían otras subpartículas en el interior del átomo. Cuando Becquerel descubrió la radiactividad, identificó como emanaciones constituidas por electrones algunas de las radiaciones emitidas por sustancias radiactivas. Pero también quedaron al descubierto otras emisiones. Los Curie en Francia y Ernest Rutherford en Inglaterra, detectaron una emisión bastante menos penetrante que el flujo electrónico. Rutherford la llamó «rayos alfa», y denominó «rayos beta» a la emisión de electrones. Los electrones volantes constitutivos de esta última radiación son, individualmente, «partículas beta». Asimismo, se descubrió que los rayos alfa estaban formados por partículas que fueron llamadas «partículas alfa». Como ya sabemos, «alfa» y «beta» son las primeras letras del alfabeto griego.

Entretanto, el químico francés Paul Ulrich Villard descubría una tercera forma de emisión radiactiva, a la que dio el nombre de «rayos gamma», es decir, la tercera letra del alfabeto griego. Pronto se identificó como una radiación análoga a los rayos X, aunque de menor longitud de onda.

Mediante sus experimentos, Rutherford comprobó que un campo magnético desviaba las partículas alfa con mucha menos fuerza que las partículas beta. Por añadidura, las desviaba en dirección opuesta, lo cual significaba que la partícula alfa tenía una carga positiva, es decir, contraria a la negativa del electrón. La intensidad de tal desviación permitió calcular que la partícula alfa tenía, como mínimo, una masa dos veces mayor que la del hidrogenión, cuya carga positiva era la más pequeña conocida hasta entonces. Así, pues, la masa y la carga de la partícula influían a la vez sobre la intensidad de la desviación. Si la carga positiva de la partícula alfa era igual a la del hidrogenión, su masa sería dos veces mayor que la de éste; si su carga fuera el doble, la partícula sería cuatro veces mayor que el hidrogenión; etc. (fig. 7.1.).

Fig. 7.1. Deflexión de las partículas por un campo magnético

En 1909, Rutherford solucionó el problema aislando las partículas alfa. Puso material radiactivo en un tubo de vidrio fino rodeado por vidrio grueso e hizo el vacío entre ambas superficies. Las partículas alfa pudieron atravesar la pared fina, pero no la gruesa. Rebotaron, por decirlo así, contra la pared externa, y al hacerlo perdieron energía, o sea, capacidad para atravesar incluso la pared delgada. Por consiguiente quedaron aprisionadas entre ambas. Rutherford recurrió entonces a la descarga eléctrica para excitar las partículas alfa, hasta llevarlas a la incandescencia. Entonces mostraron las rayas espectrales del helio. (Hay pruebas de que las partículas alfa producidas por sustancias radiactivas en el suelo constituyen el origen del helio en los pozos de gas natural.) Si la partícula alfa es helio, su masa debe ser cuatro veces mayor que la del hidrógeno. Ello significa que la carga positiva de este último equivale a dos unidades, tomando como unidad la carga del hidrogenión.

Más tarde, Rutherford identificó otra partícula positiva en el átomo. A decir verdad, había sido detectada y reconocida ya muchos años antes. En 1886, el físico alemán Eugen Goldstein, empleando un tubo catódico con un cátodo perforado, descubrió una nueva radiación, que fluía por los orificios del cátodo en dirección opuesta a la de los rayos catódicos. La denominó Kanalstrahlen («rayos canales»). En 1902, esta radiación sirvió para detectar por vez primera el efecto Doppler-Fizeau (véase capítulo 2) respecto a las ondas luminosas de origen terrestre. El físico alemán Johannes Stark orientó un espectroscopio de tal forma que los rayos cayeron sobre éste, revelando la desviación hacia el violeta. Por estos trabajos se le otorgó el premio Nobel de Física en 1919.

Puesto que los rayos canales se mueven en dirección opuesta a los rayos catódicos de carga negativa, Thomson propuso que se diera a esta radiación el nombre de «rayos positivos». Entonces se comprobó que las partículas de los «rayos positivos» podían atravesar fácilmente la materia. De aquí que fuesen considerados, por su volumen, mucho más pequeños que los iones corrientes o átomos. La desviación determinada, en su caso, por un campo magnético, puso de relieve que la más ínfima de estas partículas tenía carga y masa similares a las del hidrogenión, suponiendo que este ion contuviese la mínima unidad de carga positiva. Por consiguiente, se dedujo que la partícula del rayo positivo era la partícula positiva elemental, o sea, el elemento contrapuesto al electrón, Rutherford la llamó «protón» (del grupo griego
protón
, «lo primero»).

Desde luego, el protón y el electrón llevan cargas eléctricas iguales, aunque opuestas; ahora bien, la masa del protón, referida al electrón, es 1.836 veces mayor. Parecía probable, pues, que el átomo estuviese compuesto por protones y electrones, cuyas cargas se equilibraban entre sí. También parecía claro que los protones se hallaban en el interior del átomo y no se desprendían, como ocurría fácilmente con los electrones. Pero entonces se planteó el gran interrogante: ¿cuál era la estructura de esas partículas en el átomo?

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