Introducción a la ciencia I. Ciencias Físicas (65 page)

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El núcleo atómico

El propio Rutherford empezó a vislumbrar la respuesta. Entre 1906 y 1908 realizó constantes experimentos disparando partículas alfa contra una lámina sutil de metal (como oro o platino), para analizar sus átomos. La mayor parte de los proyectiles atravesaron la barrera sin desviarse (como balas a través de las hojas de un árbol). Pero no todos. En la placa fotográfica que le sirvió de blanco tras el metal, Rutherford descubrió varios impactos dispersos e insospechados alrededor del punto central. Y comprobó que algunas partículas habían rebotado. Era como si en vez de atravesar las hojas, algunos proyectiles hubiesen chocado contra algo más sólido.

Rutherford supuso que aquellas «balas» habían chocado contra una especie de núcleo denso, que ocupaba sólo una parte mínima del volumen atómico. Cuando las partículas alfa se proyectaban contra la lámina metálica, solían encontrar electrones y, por decirlo así, apartaban las burbujas de partículas luminosas sin sufrir desviaciones. Pero, a veces, la partícula alfa tropezaba con un núcleo atómico más denso, y entonces se desviaba. Ello ocurría en muy raras ocasiones, lo cual demostraba que los núcleos atómicos debían ser realmente ínfimos, porque un proyectil había de encontrar por fuerza muchos millones de átomos al atravesar la lámina metálica.

Era lógico suponer, pues, que los protones constituían ese núcleo duro. Rutherford representó los protones atómicos como elementos apiñados alrededor de un minúsculo «núcleo atómico» que servía de centro. (Desde entonces acá se ha demostrado que el diámetro de ese núcleo equivale a algo más de una cienmilésima del volumen total del átomo.)

He aquí, pues, el modelo básico del átomo: un núcleo de carga positiva que ocupa muy poco espacio, pero que representa casi toda la masa atómica; está rodeado por electrones corticales, que abarcan casi todo el volumen del átomo, aunque, prácticamente no tienen apenas relación con su masa. En 1908 se concedió el premio Nobel de Química a Rutherford por su extraordinaria labor investigadora sobre la naturaleza de la materia.

Desde entonces se pueden describir con términos más concretos los átomos específicos y sus diversos comportamientos. Por ejemplo, el átomo de hidrógeno posee un solo electrón. Si se elimina, el protón restante se asocia inmediatamente a alguna molécula vecina; y cuando el núcleo desnudo de hidrógeno no encuentra por este medio un electrón que participe, actúa como un protón —es decir, una partícula subatómica—, lo cual le permite penetrar en la materia y reaccionar con otros núcleos si conserva la suficiente energía.

El helio, que posee dos electrones, no cede uno con tanta facilidad. Como ya dijimos en el capítulo anterior, sus dos electrones forman un caparazón hermético, por lo cual el átomo es inerte. No obstante, si se despoja al helio de ambos electrones, se convierte en una partícula alfa, es decir, una partícula subatómica portadora de dos unidades de carga positiva.

Hay un tercer elemento, el litio, cuyo átomo tiene tres electrones. Si se despoja de uno o dos, se transforma en ion. Y si pierde los tres, queda reducido a un núcleo desnudo, con una carga positiva de tres unidades.

Las unidades de una carga positiva en el núcleo atómico deben ser numéricamente idénticas a los electrones que contiene como norma, pues el átomo suele ser un cuerpo neutro. Y, de hecho, los números atómicos de sus elementos se basan en sus unidades de carga positiva, no en las de carga negativa, porque resulta fácil hacer variar el número de electrones atómicos dentro de la formación iónica, pero, en cambio, se encuentran grandes dificultades si se desea alterar el número de sus protones.

Apenas esbozado este esquema de la construcción atómica, surgieron nuevos enigmas. El número de unidades con carga positiva en un núcleo no equilibró, en ningún caso, el peso nuclear ni la masa, exceptuando el caso del átomo de hidrógeno. Para citar un ejemplo, se averiguó que el núcleo de helio tenía una carga positiva dos veces mayor que la del núcleo de hidrógeno; pero, como ya se sabía, su masa era cuatro veces mayor que la de ese último. Y la situación empeoró progresivamente a medida que se descendía por la tabla de elementos, e incluso cuando se alcanzó el uranio, se encontró un núcleo con una masa igual a 238 protones, pero una carga que equivalía sólo a 92.

¿Cómo era posible que un núcleo que contenía cuatro protones —según se suponía del núcleo helio— tuviera sólo dos unidades de carga positiva? Según la primera y más simple conjetura emitida, la presencia en el núcleo de partículas cargadas negativamente y con un peso despreciable, neutralizaba las dos unidades de su carga. Como es natural, se pensó también en el electrón. Se podría componer el rompecabezas si se suponía que el núcleo de helio estaba integrado por cuatro protones y dos electrones neutralizadores, lo cual dejaba libre una carga positiva neta de dos, y así sucesivamente, hasta llegar al uranio, cuyo núcleo tendría, pues, 238 protones y 146 electrones, con 92 unidades libres de carga positiva. El hecho de que los núcleos radiactivos emitieran electrones —según se había comprobado ya, por ejemplo, con las partículas beta— reforzó esta idea general.

Dicha teoría prevaleció durante más de una década, hasta que, por caminos indirectos, llegó una respuesta mejor, como resultado de otras investigaciones. Pero entretanto se habían presentado algunas objeciones rigurosas contra dicha hipótesis. Por lo pronto, si el núcleo estaba constituido esencialmente de protones, mientras que los ligeros electrones no aportaban prácticamente ninguna contribución a la masa, ¿cómo se explicaba que las masas relativas de varios núcleos no estuvieran representadas por números enteros? Según los pesos atómicos conocidos, el núcleo del átomo cloro, por ejemplo, tenía una masa 35,5 veces mayor que la del núcleo del hidrógeno. ¿Acaso significaba esto que contenía 35,5 protones? Ningún científico —ni entonces ni ahora— podía aceptar la existencia de medio protón.

Este singular interrogante encontró una respuesta incluso antes de solventar el problema principal. Y ello dio lugar a una interesante historia.

Isótopos
Construcción de bloques uniformes

Allá por 1816, el físico inglés William Prout había insinuado ya que el átomo de hidrógeno debía de entrar en la constitución de todos los átomos. Con el tiempo se fueron desvelando los pesos atómicos, y la teoría de Prout quedó arrinconada, pues se comprobó que muchos elementos tenían pesos fraccionarios (para lo cual se tomó el oxígeno, tipificado a 16). El cloro —según hemos dicho— tiene un peso atómico aproximado de 35,5, o para ser exactos, de 35,457. Otros ejemplos son el antimonio, con 121,75; el bario, con 137,34; el boro, con 10,811, y el cadmio, con 112,40.

Hacia principios de siglo se hizo una serie de observaciones desconcertantes, que condujeron al esclarecimiento. El inglés William Crookes (el del «tubo Crookes») logró disociar del uranio una sustancia cuya ínfima cantidad resultó ser mucho más radiactiva que el propio uranio. Apoyándose en su experimento, afirmó que el uranio no tenía radiactividad, y que ésta procedía exclusivamente de dicha impureza, que él denominó «uranio X». Por otra parte, Henri Becquerel descubrió que el uranio purificado y ligeramente radiactivo adquiría mayor radiactividad con el tiempo, por causas desconocidas. Si se dejaba reposar durante algún tiempo, se podía extraer de él repetidas veces uranio activo X. Para expresarlo de otra forma: por su propia radiactividad, el uranio se convertía en el uranio X, más activo aún.

Por entonces, Rutherford, a su vez, separó del torio un «torio X» muy radiactivo, y comprobó también que el torio seguía produciendo más torio X. Hacia aquellas fechas se sabía ya que el más famoso de los elementos radiactivos, el radio, emitía un gas radiactivo, denominado radón. Por tanto, Rutherford y su ayudante, el químico Frederick Soddy, dedujeron que, durante la emisión de sus partículas, los átomos radiactivos se transformaban en otras variedades de átomos radiactivos.

Varios químicos, que investigaron tales transformaciones, lograron obtener un surtido muy variado de nuevas sustancias, a las que dieron nombres tales como radio A, radio B, mesotorio I, mesotorio II y actinio C. Luego los agruparon todos en tres series, de acuerdo con sus historiales atómicos. Una serie se originó del uranio disociado; otra, del torio, y la tercera, del actinio (si bien más tarde se encontró un predecesor del actinio, llamado «protactinio»). En total se identificaron unos cuarenta miembros de esas series, y cada uno se distinguió por su peculiar esquema de radiación. Pero los productos finales de las tres series fueron idénticos: en último término, todas las cadenas de sustancias conducían al mismo elemento estable: plomo.

Ahora bien, esas cuarenta sustancias no podían ser, sin excepción, elementos disociados; entre el uranio (92) y el plomo (82) había sólo diez lugares en la tabla periódica, y todos ellos, salvo dos, pertenecían a elementos conocidos. En realidad, los químicos descubrieron que aunque las sustancias diferían entre sí por su radiactividad, algunas tenían propiedades químicas idénticas. Por ejemplo, ya en 1907, los químicos americanos Herbert Newby McCoy y W. H. Ross descubrieron que el «radiotorio» —uno entre los varios productos de la desintegración del torio— mostraba el mismo comportamiento químico que el torio, y el «radio D», el mismo que el del plomo; tanto, que era llamado a menudo «radioplomo». De todo ello se infirió que tales sustancias eran en realidad variedades del mismo elemento: el radiotorio, una forma del torio; el radioplomo, un miembro de una familia de plomos, y así sucesivamente.

En 1913, Soddy esclareció esta idea y le dio más amplitud. Demostró que cuando un átomo emitía una partícula alfa, se transformaba en un elemento que ocupaba dos lugares más abajo en la lista de elementos, y que cuando emitía una partícula beta, ocupaba, después de su transformación, el lugar inmediatamente superior. Con arreglo a tal norma, el «radiotorio» descendería en la tabla hasta el lugar del torio, y lo mismo ocurriría con las sustancias denominadas «uranio X» y «uranio Y», es decir, que las tres serían variedades del elemento 90. Asimismo, el «radio D», el «radio B» el «torio B» y el «actinio B» compartirían el lugar del plomo como variedades del elemento 82.

Soddy dio el nombre de «isótopos» (del griego
iso
y
topos
, «el mismo lugar») a todos los miembros de una familia de sustancias que ocupaban el mismo lugar en la tabla periódica. En 1921 se le concedió el premio Nobel de Química.

El modelo protón-electrón del núcleo concordó perfectamente con la teoría de Soddy sobre los isótopos. Al retirar una partícula alfa de un núcleo, se reducía en dos unidades la carga positiva de dicho núcleo, exactamente lo que necesitaba para bajar dos lugares en la tabla periódica. Por otra parte, cuando el núcleo expulsaba un electrón (partícula beta), quedaba sin neutralizar un protón adicional, y ello incrementaba en una unidad la carga positiva del núcleo, lo cual era como agregar una unidad al número atómico, y, por tanto, el elemento pasaba a ocupar la posición inmediatamente superior en la tabla periódica.

¿Cómo se explica que cuando el torio se descompone en «radiotorio» después de sufrir no una, sino tres desintegraciones, el producto siga siendo torio? Pues bien, en este proceso el átomo de torio pierde una partícula alfa, luego una partícula beta y, más tarde, una segunda partícula beta. Si aceptamos la teoría sobre el bloque constitutivo de los protones, ello significa que el átomo ha perdido cuatro electrones (dos de ellos, contenidos presuntamente en la partícula alfa) y cuatro protones. (La situación actual difiere bastante de este cuadro, aunque, en cierto modo, esto no afecta al resultado.) El núcleo de torio constaba inicialmente (según se suponía) de 232 protones y 142 electrones. Al haber perdido cuatro protones y otros cuatro electrones, quedaba reducido a 228 protones y 138 electrones. No obstante, conservaba todavía el número atómico 90, es decir, el mismo de antes. Así, pues, el «radiotorio», a semejanza del torio, posee 90 electrones planetarios, que giran alrededor del núcleo. Puesto que las propiedades químicas de un átomo están sujetas al número de sus electrones planetarios, el torio y el «radiotorio» tienen el mismo comportamiento químico, sea cual fuere su diferencia en peso atómico (232 y 228, respectivamente).

Los isótopos de un elemento se identifican por su peso atómico, o «número másico». Así, el torio corriente se denomina torio 232, y el «radiotorio», torio 228. Los isótopos radiactivos del plomo se distinguen también por estas denominaciones: plomo 210 («radio D»), plomo 214 («radio B»), plomo 212 («torio B») y plomo 211 («actinio B»).

Se descubrió que la noción de isótopos podía aplicarse indistintamente tanto a los elementos estables como a los radiactivos. Por ejemplo, se comprobó que las tres series radiactivas anteriormente mencionadas terminaban en tres formas distintas de plomo. La serie de uranio acababa en el plomo 206; la del torio, en el plomo 208, y la del actinio, en el plomo 207. Cada uno de éstos era un isótopo estable y «corriente» del plomo, pero los tres plomos diferían por su peso atómico.

Mediante un dispositivo inventado por cierto ayudante de J. J. Thomson, llamado Francis William Aston, se demostró la existencia de los isótopos estables. Se trataba de un mecanismo que separaba los isótopos con extremada sensibilidad aprovechando la desviación de sus iones bajo la acción de un campo magnético: Aston lo llamó «espectrógrafo de masas». En 1919, Thomson, empleando la versión primitiva de dicho instrumento, demostró que el neón estaba constituido por dos variedades de átomos: una, cuyo número de masa era 20, y otra, 22. El neón 20 era el isótopo común; el neón 22 lo acompañaba en la proporción de un átomo por cada diez. (Más tarde se descubrió un tercer isótopo, el neón 21, cuyo porcentaje en el neón atmosférico era de un átomo por cada 400.)

Entonces fue posible, al fin, razonar el peso atómico fraccionario de los elementos. El peso atómico del neón (20,183) representaba el peso conjunto de los tres isótopos, de pesos diferentes, que integraban el elemento en su estado natural. Cada átomo individual tenía un número entero de masa, pero el promedio de sus masas —el peso atómico— era un número fraccionario.

Aston procedió a mostrar que varios elementos estables comunes eran, en realidad, mezclas de isótopos. Descubrió que el cloro, con un peso atómico fraccionario de 35,453, estaba constituido por el cloro 35 y el cloro 37, en la «proporción» de cuatro a uno. En 1922 se le otorgó el premio Nobel de Química.

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