Introducción a la ciencia I. Ciencias Físicas (69 page)

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Mientras tanto, el físico americano Robert Jemison van de Graff había inventado otro tipo de máquina aceleradora. Esencialmente operaba separando los electrones de los protones, para depositarlos en extremos opuestos del aparato mediante una correa móvil. De esta forma, el «generador electrostático Van de Graff» desarrolló un potencial eléctrico muy elevado entre los extremos opuestos; Van de Graff logró generar hasta 8 millones de voltios. Su máquina puede acelerar fácilmente los protones a una velocidad de 4 millones de electronvoltios. (Los físicos utilizan hoy la abreviatura MeV para designar el millón de electronvoltios.)

Los fantásticos espectáculos ofrecidos por el generador electrostático «Van de Graff», con sus impresionantes chispazos, cautivaron la imaginación popular y familiarizaron al público con los «quebrantadores del átomo». Se lo llamó popularmente «artificio para fabricar rayos», aunque, desde luego, era algo más. (Ya en 1922, el ingeniero electricista germano-americano Charles Proteus Steinmetz había construido un generador sólo para producir rayos artificiales.)

La energía que se puede generar con semejante máquina se reduce a los límites prácticos del potencial obtenible. Sin embargo, poco después se diseñó otro esquema para acelerar las partículas. Supongamos que en vez de proyectar partículas con un solo y potente disparo, se aceleran mediante una serie de impulsos cortos. Si se cronometra exactamente la aplicación de cada impulso, la velocidad aumentará en cada intervalo, de la misma forma que un columpio se eleva cada vez más si los impulsos se sincronizan con sus oscilaciones. Esta idea inspiró, en 1931, el «acelerador lineal» (fig. 7.4.), en el que las partículas se impulsan a través de un tubo dividido en secciones. La fuerza propulsora es un campo eléctrico alternante, concebido de tal forma que las partículas reciben un nuevo impulso cuando penetran en cada sección.

Fig. 7.4. Principio del acelerador lineal. Una carga alterna de alta frecuencia impulsa y atrae alternativamente las partículas cargadas en los sucesivos tubos conductores, acelerándolas en su interior.

No es nada fácil sincronizar tales movimientos, y, de cualquier forma, la longitud funcional del tubo tiene unos límites difícilmente definibles. Por tanto, no es extraño que el acelerador lineal mostrara poca eficacia en la década de los años treinta. Una de las cosas que contribuyeron a relegarlo fue una idea, bastante más afortunada, de Ernest Orlando Lawrence, de la Universidad de California.

En vez de dirigir las partículas a través de un tubo recto, ¿por qué no hacerlas girar a lo largo de un itinerario circular? Una magneto podría obligarlas a seguir esa senda. Cada vez que completaran medio círculo, el campo alternante les daría un impulso, y en tales circunstancias no resultaría difícil regular la sincronización. Cuando las partículas adquiriesen velocidad, la magneto reduciría la curvatura de su trayectoria y, por tanto, se moverían en círculos cada vez más amplios, hasta invertir quizás el mismo tiempo en todas las traslaciones circulares. Al término de su recorrido espiral, las partículas surgirían de la cámara circular (dividida en semicilindros, denominadas «des») y se lanzarían contra el blanco.

Este nuevo artificio de Lawrence se llamó «ciclotrón» (fig. 7.5.). Su primer modelo, con un diámetro inferior a los 30 cm, pudo acelerar los protones hasta alcanzar energías de 1,25 MeV aproximadamente. Hacia 1939, la Universidad de California tenía un ciclotrón con imanes de 1,50 m y la suficiente capacidad para lanzar las partículas a unos 20 MeV, es decir, dos veces la velocidad de las partículas alfa más enérgicas emitidas por fuentes radiactivas. Por este invento, Lawrence recibió aquel mismo año el premio Nobel de Física.

Fig. 7.5. Principio del ciclotrón visto desde arriba (parte superior) y en su sección transversal (parte inferior). Las partículas inyectadas por la fuente reciben el impulso de cada «d» mediante la carga alterna, mientras la magneto las hace curvarse en su trayectoria espiral.

El funcionamiento del ciclotrón hubo de limitarse a los 20 MeV, porque con esta energía las partículas viajaban ya tan aprisa, que se podía apreciar el incremento de la masa bajo el impulso de la velocidad (efecto ya implícito en la teoría de la relatividad). Este acrecentamiento de la masa determinó el desfase de las partículas con los impulsos eléctricos. Pero a esto pusieron remedio en 1945, independientemente, el físico soviético Vladimir Yosifovich Veksler y el físico californiano Edwin Mattison McMillan. Tal remedio consistió, simplemente, en sincronizar las alteraciones del campo eléctrico con el incremento en la masa de las partículas. Esta versión modificada del ciclotrón se denominó «sincrociclotrón». Hacia 1946, la Universidad de California construyó uno que aceleraba las partículas hasta alcanzar energías de 200 a 400 MeV. Más tarde, los gigantescos sincrociclotrones de Estados Unidos y la Unión Soviética generaron energías de 700 a 800 MeV.

Entretanto, la aceleración de electrones fue objeto de una atención muy diversa. Para ser útiles en la desintegración de átomos, los electrones ligeros deberían alcanzar velocidades mucho mayores que las de los protones (de la misma forma que la pelota de tenis de mesa debe moverse mucho más aprisa que la de golf para conseguir la misma finalidad). El ciclotrón no sirve para los electrones, porque a las altas velocidades que exige su efectividad, sería excesivo el acrecentamiento de sus masas. En 1940, el físico americano Donald William Kerst diseñó un artificio para acelerar electrones, que equilibraba la creciente masa con un campo eléctrico de potencia cada vez mayor. Se mantuvo a los electrones dentro de la misma trayectoria circular, en vez de hacerles seguir una espiral hacia fuera. Este aparato se denominó betatrón (término derivado de las partículas beta). Hoy el betatrón genera velocidades de 340 MeV.

Al aparato se le incorporó luego otro instrumento, de diseño ligeramente distinto, denominado «electrón-sincrotrón». En 1946, F. K. Goward y D. E. Barnes construyeron el primer modelo en Inglaterra, el cual elevaba la energía del electrón hasta los 1.000 MeV, pero no pudo rebasar este límite porque los electrones con movimiento circular radiaban energía a un ritmo proporcional al aumento de la velocidad. La radiación emitida por una partícula acelerada recibió el nombre de
Bremsstrahlung
(voz alemana que significa «radiación reguladora»).

Tomando como guías el betatrón y el electrón-sincrotrón, hacia 1947, los físicos empezaron a construir un «protón-sincrotrón», que mantenía también las partículas en una sola trayectoria circular. Ello permitió ahorrar peso. Donde las partículas sigan trayectorias espirales externas, la magneto debe extender su acción a toda la anchura de la espiral, para mantener uniforme la fuerza magnética. Con una trayectoria circular basta una magneto de dimensiones regulares para cubrir un área estrecha.

Puesto que el protón, siempre de mayor masa, no pierde energía, con el movimiento circular, tan rápidamente como el electrón, los físicos se aprestaron a rebasar la marca de los 1.000 MeV mediante el protón-sincrotrón. Este valor de 1.000 MeV equivale a 1.000 millones de electronvolts y su abreviatura es BeV.

En 1952, el «Brookhaven National Laboratory» de Long Island puso a punto un protón-sincrotrón que alcanzaba los 2 y 3 BeV. Se le dio el nombre de «Cosmotrón», porque alcanzó el máximo nivel de energía corpuscular en los rayos cósmicos. Dos años después, la Universidad de California dio a conocer su «Bevatrón», capaz de producir partículas situadas entre los 5 y 6 BeV. Por último, en 1957 la Unión Soviética anunció que su «Fasotrón» había alcanzado los 10 BeV.

Pero a estas alturas, dichas máquinas parecen insignificantes comparadas con los aceleradores de diseños más recientes, denominados «sincrotrones de enfoque estricto». Las limitaciones de la máquina tipo bevatrón consisten en que las partículas de la corriente se desvían hacia las paredes del conducto por el que circulan. Este nuevo modelo corrige esa tendencia mediante campos magnéticos alternantes de distintas formas, que mantienen las partículas dentro de una estrecha corriente. Quien sugirió primero esta idea fue el ingeniero griego Nicholas Christofilos. Por cierto que esta innovación permitió reducir el tamaño de la magneto necesaria para alcanzar los niveles adecuados de energía. Mientras la energía de las partículas aumentaba cincuenta veces más, el peso de la magneto se incrementó en menos del doble.

En noviembre de 1959, el Comité Europeo de Investigación Nuclear (CERN), agencia cooperativa de doce naciones, terminó en Ginebra un sincrotrón de enfoque estricto que alcanzó los 24 BeV y proyectó grandes pulsaciones de partículas (que contenían 10.000 millones de protones) cada 3 s. El Sincrotrón tiene un diámetro equivalente casi a tres manzanas de casas, y para recorrer su perímetro se ha de andar unos 644 m. En ese período de 3 s, durante el cual se forma la pulsación, los protones recorren quinientas mil veces su itinerario. El instrumento tiene una magneto que pesa 3.500 t y cuesta 30 millones de dólares.

El avance continuó. Se buscaron cada vez energías más elevadas a fin de producir más y más interacciones de partículas inusuales, formando más y más partículas masivas, y aprendiendo más y más acerca de la última estructura de la materia. Por ejemplo, en vez de acelerar un chorro de partículas y hacerlas colisionar con algún blanco fijo, ¿por qué no establecer dos chorros de partículas, rodeando en direcciones opuestas unos
anillos de almacenamiento
, donde la velocidad es simplemente mantenida durante algún período de tiempo? En momentos adecuados, los dos chorros se dirigen para que colisionen unos con otros. La energía efectiva de colisiones es de cuatro veces la de los que colisionen con un blanco fijo. En «Fermilab» (Fermi National Accelerator Laboratory), cerca de Chicago, un acelerador que funciona según este principio, empezó a prestar servicio en 1982 y pudo alcanzar los 1.000 BeV. Se le llama
Tevatrón
, y su «T» inicial, naturalmente, hace referencia a «trillón». Se han planeado otros aceleradores que, llegado el momento, alcanzarán los 20.000 BeV.

Mientras tanto, el acelerador lineal, o «linac», ha experimentado cierto resurgimiento. Algunas mejoras técnicas han eliminado los inconvenientes de los primeros modelos. Para energías extremadamente elevadas, el acelerador lineal tiene varias ventajas sobre el tipo cíclico. Puesto que los electrones no pierden energía cuando viajan en línea recta, un linac puede acelerar los electrones con más potencia y dirigir bien las corrientes hacia los blancos. La Universidad de Stanford proyecta un acelerador lineal de 3.218 m de longitud, que tal vez desarrolle energías de 45 BeV.

Con los bevatrones, el hombre poseyó, al fin, los medios para crear el antiprotón. Los físicos californianos se aprestaron a detectarlo y producirlo. En 1955, Owen Chamberlain y Emilio G. Segré captaron definitivamente el antiprotón después de bombardear el cobre hora tras hora con protones de 6,2 BeV: lograron retener sesenta. No fue nada fácil identificarlos. Por cada antiprotón producido, se formaron 40.000 partículas de otros tipos. Pero mediante un elaborado sistema de detectores, concebido y diseñado para que sólo un antiprotón pudiera tocar todas las bases, los investigadores reconocieron la partícula sin lugar a dudas. El éxito proporcionó a Chamberlain y Segré el premio Nobel de Física en 1959.

El antiprotón es tan evanescente como el positrón, por lo menos en nuestro Universo. En una ínfima fracción de segundo después de su creación, la partícula desaparece, arrastrada por algún núcleo normal cargado positivamente. Entonces se aniquilan entre sí el antiprotón y un protón del núcleo, que se transforman en energía y partículas menores. En 1965 se concentró la suficiente energía para invertir el proceso y producir un par protón-antiprotón.

En ocasiones, el protón y el antiprotón sólo se rozan ligeramente en vez de llegar al choque directo. Cuando ocurre esto, ambos neutralizan mutuamente sus respectivas cargas. El protón se convierte en neutrón, lo cual es bastante lógico. Pero no lo es tanto que el antiprotón se transforme en un «antineutrón». ¿Qué será ese «antineutrón»? El positrón es la contrapartida del electrón en virtud de su carga contraria, y el antiprotón es también «anti» por razón de su carga. Mas, ¿qué es lo que transmite esa calidad antinómica al antineutrón descargado?

Partícula espín

Aquí se impone una digresión hacia el tema del movimiento rotatorio de las partículas. Usualmente se ve cómo la partícula gira sobre su eje, a semejanza de un trompo, o como la Tierra, o el Sol, o nuestra Galaxia o, si se nos permite decirlo, como el propio Universo. En 1925, los físicos holandeses George Eugene Uhlenbeck y Samuel Abraham Goudsmit aludieron por vez primera a esa rotación de la partícula. Ésta, al girar, genera un minúsculo campo magnético; tales campos han sido objeto de medidas y exploraciones, principalmente por parte del físico alemán Otto Stern y el físico americano Isidor Isaac Rabi, quienes recibieron los premios Nobel de Física en 1943 y 1944, respectivamente, por sus trabajos sobre dicho fenómeno.

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