Introducción a la ciencia I. Ciencias Físicas (67 page)

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El neutrón

Sin embargo, en 1930 dos físicos alemanes, Walter Bothe y Herbert Becker, informaron que habían liberado del núcleo una misteriosa radiación nueva de inusual poder penetrador. Lo habían conseguido al bombardear átomos de berilio con partículas alfa. El año anterior, Bothe había elaborado métodos para emplear dos o más contadores en conjunción:
contadores coincidentes
. Podían usarse para identificar los acontecimientos nucleares que ocurrían en una millonésima de segundo. Por éste y por otros trabajos, compartió el premio Nobel de Física en 1954 con Becker.

Dos años después, el descubrimiento de Bothe-Becker fue seguido del de los físicos franceses Frédéric e Irene Joliot-Curie. (Irene era la hija de Pierre y Marie Curie, y Joliot añadió su nombre al propio al casarse con ella.) Emplearon la recién descubierta radiación del berilio para bombardear parafina, una sustancia cerosa compuesta de hidrógeno y carbono. La radiación expulsó a los protones de la parafina.

El físico inglés James Chadwick sugirió que la radiación estaba formada de partículas. Para determinar su tamaño, bombardeó átomos de boro con ellas, y, a partir del incremento en masa del nuevo núcleo, calculó que la partícula añadida al boro tenía una masa más o menos igual al protón. Sin embargo, la partícula en sí no podía detectarse en una cámara de niebla de Wilson. Chadwick decidió que la explicación debía ser que la partícula no poseía carga eléctrica (una partícula sin carga no produce ionización y, por lo tanto, no condensa gotitas de agua).

Por ello, Chadwick llegó a la conclusión de que había emergido una partícula del todo nueva, una partícula que tenía aproximadamente la misma masa del protón, pero sin carga o, en otras palabras, era eléctricamente neutra. La posibilidad de una partícula así ya había sido sugerida y se propuso un nombre:
neutrón
. Chadwick aceptó esa denominación. Por el descubrimiento del neutrón, fue galardonado con el premio Nobel de Física en 1935.

La nueva partícula solucionó al instante ciertas dudas que los físicos teóricos habían mantenido acerca del modelo de núcleo protón-electrón. El teórico alemán Werner Heisenberg anunció que el concepto de un núcleo que consistía en protones y neutrones, más que de protones y electrones, proporcionaba una descripción mucho más satisfactoria. Así, el núcleo de nitrógeno podía visualizarse como formado por siete protones y siete neutrones. El número másico sería el de 14, y la carga total (número atómico) la de +7. Y lo que es más, el número total de partículas en el núcleo debería ser de catorce —un número par, en vez de veintiuna (un número impar), como en la antigua teoría. Dado que el neutrón, al igual que el protón, posee un espín de +1/2 o –1/2, un número par de neutrones y protones proporcionaría al núcleo de nitrógeno un espín igual a un número entero, y se hallaría en concordancia con los hechos observados. Todos los núcleos que tenían espines que no podían explicarse a través de la teoría protón-electrón, demostraron tener espines que podían explicarse por medio de la teoría protón-neutrón. Esta teoría fue aceptada al instante, y ha permanecido desde entonces. A fin de cuentas no hay electrones dentro del núcleo.

Además, el nuevo modelo se adecuaba con los hechos de la tabla periódica de los elementos de una manera tan exacta como ocurría con la antigua. El núcleo de helio, por ejemplo, consistiría de dos protones y dos neutrones, los que explicaba su masa de 4 y su carga nuclear de 2 unidades. Y el concepto también se aplicaba a los isótopos de la misma manera. Por ejemplo, el núcleo de cloro-35 tendría diesiete protones y dieciocho neutrones; el núcleo de cloro-37, diecisiete protones y veinte neutrones. Por lo tanto, ambos poseerían la misma carga nuclear, y el peso extra del isótopo más pesado se debería a sus dos neutrones extra. De forma parecida, los tres isótopos del oxígeno diferirían sólo en su número de neutrones: el oxígeno 16 tendría ocho protones y ocho neutrones; el oxígeno 17, ocho protones y nueve neutrones; el oxígeno 18, ocho protones y diez neutrones (figura 7.2.).

Fig. 7.2. Estructura nuclear del oxígeno 16, el oxígeno 17 y el oxígeno 18. Los tres contienen ocho protones y, por añadidura, ocho, nueve y diez neutrones respectivamente.

En resumen, cada elemento podía definirse, simplemente, por el número de protones de su núcleo, que equivale al número atómico. Todos los elementos, excepto el hidrógeno, no obstante, también tenían neutrones en el núcleo, y el número másico de un nucleido era la suma de sus protones y neutrones. Así, el neutrón se unía al protón por medio de una construcción básica de bloque de materia. Por conveniencia, ambos fueron denominados bajo el término general de
nucleones
, una designación usada por primera vez en 1941 por el físico danés Christian Moller. De aquí derivó
nucleónica
, sugerido en 1944 por el ingeniero estadounidense Zay Jeffries para representar el estudio de la ciencia y tecnología nuclear.

La nueva comprensión de la estructura nuclear ha conllevado una clasificación adicional de los nucleidos. Los nucleidos con un número igual de protones son, como acabo de explicar, isótopos. De modo similar, los nucleidos con un número igual de neutrones (como, por ejemplo, el hidrógeno 2 y el helio 3, cada uno de ellos conteniendo un neutrón en el núcleo) son
isótonos
. Los nucleidos con un número total de nucleones, y por lo tanto iguales números másicos —como el calcio 40 y el argón 40— son
isóbaros
.

La teoría protón-electrón de la estructura nuclear deja por explicar, como al principio, el hecho de que los núcleos radiactivos emitan partículas beta (electrones). ¿De dónde salen los electrones si no existen en el núcleo? No obstante, ese problema fue aclarado como explicaré a continuación.

El positrón

En un aspecto muy importante, el descubrimiento del neutrón decepcionó a los físicos. Habían llegado a pensar que el Universo estaba constituido, fundamentalmente, por dos partículas: el protón y el electrón. Y ahora debía añadirse una tercera. Para los científicos resulta lamentable cualquier retirada respecto de la simplicidad.

Y lo peor de todo era que, como acabó demostrándose, esto era sólo el principio. La vuelta a la sencillez demostró ser un largo camino aún por recorrer, puesto que todavía debían aparecer más partículas.

Durante muchos años, los físicos habían estudiado los misteriosos
rayos cósmicos
procedentes del espacio, que fueron descubiertos por primera vez en 1911 por el físico austríaco Víctor Francis Hess gracias a unos globos lanzados a la parte superior de la atmósfera.

La presencia de dicha radiación fue detectada por un instrumento tan simple como para alentar a quienes a veces creen que la ciencia moderna sólo puede progresar gracias a mecanismos increíblemente complejos. El instrumento era un
electroscopio
, formado por dos piezas de una delgada hoja de oro unida a una varilla metálica colocada en una estructura metálica provista de ventanas. (El antepasado de este instrumento fue construido, ya en 1706, por el físico inglés Francis Hauksbee.)

Si la varilla metálica se carga con electricidad estática, las piezas de hoja de oro se separan. Idealmente, quedarían separadas para siempre, pero los iones de la atmósfera que lo rodea apartan lentamente la carga, por lo que las hojas gradualmente se vuelven una hacia la otra. La radiación energética —como la de los rayos X, los rayos gamma o flujos de partículas cargadas— producen los iones necesarios para dicha pérdida de carga. Aunque el electroscopio esté bien protegido, se produce una lenta pérdida, que indica la presencia de una radiación muy penetrante no relacionada de modo directo con la radiactividad. Fue esta radiación penetrante, que aumentaba en intensidad, lo que percibió Hess al subir cada vez más alto en la atmósfera. Hess compartió el premio Nobel de Física de 1936 por este descubrimiento.

El físico estadounidense Robert Andrews Millikan, que recogió una gran cantidad de información acerca de esta radiación (y que le dio el nombre de
rayos cósmicos)
, decidió que debería haber una forma de radiación electromagnética. Su poder de penetración era tal que, parte del mismo, atravesaba muchos centímetros de plomo. Para Millikan, esto sugería que la radiación se parecía a la de los penetrantes rayos gamma, pero con una longitud de onda más corta.

Otros, sobre todo el físico norteamericano Holly Compton, no estaban de acuerdo en que los rayos cósmicos fuesen partículas. Había un medio para investigar este asunto. Si se trataba de partículas cargadas, deberían ser rechazadas por el campo magnético de la Tierra al aproximarse a nuestro planeta desde el espacio exterior. Compton estudió las mediciones de la radiación cósmica en varias latitudes y descubrió que en realidad se curvaban con el campo magnético: era más débil cerca del ecuador magnético y más fuerte cerca de los polos, donde las líneas magnéticas de fuerza se hundían más en la Tierra.

Las partículas cósmicas
primarias
, cuando entran en nuestra atmósfera llevan consigo unas energías fantásticamente elevadas. En general, cuanto más pesado es el núcleo, más raro resulta entre las partículas cósmicas. Núcleos tan complejos como los que forman los átomos de hierro se detectaron con rapidez, en 1968, otros núcleos tan complejos como los del uranio. Los núcleos de uranio constituyen sólo una partícula entre 10 millones. También se incluirán aquí electrones de muy elevada energía.

Cuando las partículas primarias chocan con átomos y moléculas en el aire, aplastan sus núcleos y producen toda clase de partículas
secundarias
. Es esta radiación secundaria (aún muy energética) la que detectamos cerca de la Tierra, pero los globos enviados a la atmósfera superior han registrado la radiación primaria.

Ahora bien, la siguiente partícula inédita —después del neutrón— se descubrió en los rayos cósmicos. A decir verdad, cierto físico teorético había predicho ya este descubrimiento. Paul Adrien Maurice Dirac había aducido, fundándose en un análisis matemático de las propiedades inherentes a las partículas subatómicas, que cada partícula debería tener su «antipartícula». (Los científicos desean no sólo que la Naturaleza sea simple, sino también simétrica.) Así pues, debería haber un «antielectrón» idéntico al electrón, salvo por su carga, que sería positiva, y no negativa, y un «antiprotón» con carga negativa en vez de positiva.

En 1930, cuando Dirac expuso su teoría, no impresionó mucho al mundo de la Ciencia. Pero, fiel a la cita, dos años después apareció el «antielectrón». Por entonces, el físico americano Cari David Anderson trabajaba con Millikan, en un intento por averiguar si los rayos cósmicos eran radiación electromagnética o partículas. Por aquellas fechas, casi todo el mundo estaba dispuesto a aceptar las pruebas presentadas por Compton, según las cuales se trataría de partículas cargadas; pero Millikan no acababa de darse por satisfecho con tal solución. Anderson se propuso averiguar si los rayos cósmicos que penetraban en una cámara de ionización se curvaban bajo la acción de un potente campo magnético. Al objeto de frenar dichos rayos lo suficiente como para poder detectar la curvatura, si la había, puso en la cámara una barrera de plomo de 6,35 mm de espesor. Descubrió que, cuando cruzaba el plomo, la radiación cósmica trazaba una estela curva a través de la cámara. Y descubrió algo más. A su paso por el plomo, los rayos cósmicos energéticos arrancaban partículas de los átomos de plomo. Una de esas partículas dejó una estela similar a la del electrón. ¡Allí estaba, pues, el «antielectrón» de Dirac! Anderson le dio el nombre de «positrón». Tenemos aquí un ejemplo de radiación secundaria producida por rayos cósmicos. Pero aún había más, pues en 1963 se descubrió que los positrones figuraban también entre las radiaciones primarias.

Abandonado a sus propios medios, el positrón es tan estable como el electrón —¿y por qué no habría de serlo, si es idéntico al electrón, excepto en su carga eléctrica?—. Además, su existencia puede ser indefinida. Ahora bien, en realidad no queda abandonado nunca a sus propios medios, ya que se mueve en un universo repleto de electrones. Apenas inicia su veloz carrera —cuya duración ronda la millonésima de segundo—, se encuentra ya con uno.

Así, durante un momento relampagueante quedarán asociados el electrón y el positrón; ambas partículas girarán en torno a un centro de fuerza común. En 1945, el físico americano Arthur Edward Ruark sugirió que se diera el nombre de «positronio» a este sistema de dos partículas, y en 1951, el físico americano de origen austríaco Martin Deutsch consiguió detectarlo guiándose por los rayos gamma característicos del conjunto.

Ahora bien, aunque se forme un sistema positronio, su existencia durará, como máximo, una diezmillonésima de segundo. Como culminación de esa danza se combinan el positrón y el electrón. Cuando se combinan los dos ápices opuestos, proceden a la neutralización recíproca y no dejan ni rastro de materia («aniquilamiento mutuo»); sólo queda la energía en forma de radiación gamma. Ocurre, pues, tal como había sugerido Albert Einstein: la materia puede convertirse en energía, y viceversa. Por cierto que Anderson consiguió detectar muy pronto el fenómeno inverso: desaparición súbita de los rayos gamma, para dar origen a una pareja electrón-positrón. Este fenómeno se llama «producción en parejas». (Anderson compartió con Hess el premio Nobel de Física en 1936.)

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