Introducción a la ciencia I. Ciencias Físicas (32 page)

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Una vez un cometa entra en el Sistema Solar interior, el calor del Sol evapora los materiales helados que lo componen, y las partículas de polvo atrapadas en el hielo quedan liberadas. El vapor y el polvo forman una especie de atmósfera neblinosa en el cometa (la
cabellera
o
coma
), y lo convierten en un objeto grande y deshilachado.

El cometa Halley, cuando está helado por completo, puede tener sólo 2,5 kilómetros de diámetro. Al pasar junto al Sol, la neblina que constituye en conjunto llega a los 400.000 kilómetros de diámetro, adquiriendo un volumen que es más de 20 veces el del gigante Júpiter, pero la materia de la neblina está tan tenuemente esparcida que sólo es un vacío neblinoso.

Procedentes del Sol existen unas pequeñas partículas, menores que los átomos (el tema del capítulo 7), que corren en todas direcciones. Este
viento solar
alcanza a la neblina que rodea el cometa y la barre hacia atrás en una larga cola, que puede ser más luminosa que el mismo Sol, pero cuya materia es aún más débilmente esparcida. Naturalmente, esta cola tiene que señalar hacia la parte contraria al Sol durante todo el tiempo, tal y como Fracastorio y Apiano señalaron hace cuatro siglos y medio.

A cada paso en torno del Sol, un cometa pierde parte de su material, a medida que se evapora y se derrama por la cola. Llegado el momento, tras unos centenares de pases, el cometa, simplemente, se desintegra en el polvo y desaparece. O todo lo más, deja detrás un núcleo rocoso (como el cometa Encke está haciendo) que, eventualmente, sólo parecerá un asteroide.

En la larga historia del Sistema Solar, muchísimos millones de cometas han aumentado su velocidad y lo han abandonado, o bien se han enlentecido y se han dejado caer hacia el Sistema Solar interior, donde llegado el momento encontrarán su fin. Sin embargo, aún quedan miles de millones de ellos, por lo que no existe el menor peligro de que nos quedemos sin cometas.

Capítulo 4

La Tierra

Acerca de su forma y tamaño

El Sistema Solar está formado por un enorme Sol, cuatro planetas gigantes, cinco más pequeños, más de cuarenta satélites, más de 100.000 asteroides, tal vez más de cien mil millones de cometas y, sin embargo, por lo que sabemos hasta hoy, sólo en uno de esos cuerpos existe la vida: en nuestra propia Tierra. Por lo tanto, es a la Tierra donde debemos volvernos ahora.

La Tierra como esfera

Una de las mayores inspiraciones de los antiguos griegos fue la de afirmar que la Tierra tenía la forma de una esfera. Originariamente concibieron esta idea (la tradición concede a Pitágoras de Samos la primacía en sugerirla, alrededor del 525 a. de J.C.) sobre bases filosóficas, a saber, que la esfera era la forma perfecta. Pero los griegos también la comprobaron mediante observaciones. Hacia el 350 a. de J.C., Aristóteles expresó su creencia de que la Tierra no era plana, sino redonda. Su argumento más efectivo era el de que si uno se trasladaba hacia el Norte o hacia el Sur, iban apareciendo nuevas estrellas en su horizonte visible, al tiempo que desaparecían, bajo el horizonte que dejaba atrás, las que se veían antes. Por otra parte, cuando un barco se adentraba en el mar, no importaba en qué dirección, lo primero que dejaba de verse era el casco y, por fin, los palos. Al mismo tiempo, la sombra que la Tierra proyectaba sobre la Luna durante un eclipse lunar, tenía siempre la forma de un círculo, sin importar la posición de nuestro satélite. Estos dos últimos fenómenos serían ciertos sólo en el caso de que la Tierra fuese una esfera.

Por lo menos entre los eruditos nunca desapareció por completo la noción de la esfericidad terrestre, incluso durante la Edad Media. El propio Dante imaginó una Tierra esférica en su
Divina comedia
.

Pero la cosa cambió por completo cuando se planteó el problema de una esfera
en rotación
. Ya en fecha tan remota como el 350 a. de J.C., el filósofo griego Heráclides de Ponto sugirió que era mucho más sencillo suponer que la Tierra giraba sobre su eje, que el hecho de que, por el contrario, fuese toda la bóveda de los cielos la que girase en torno a la Tierra. Sin embargo, tanto los sabios de la Antigüedad como los de la Edad Media se negaron a aceptar dicha teoría. Así, como ya sabemos, en 1613 Galileo fue condenado por la Inquisición y forzado a rectificar su idea de una Tierra en movimiento.

No obstante, las teorías de Copérnico hicieron completamente ilógica la idea de una Tierra inmóvil, y, poco a poco, el hecho de su rotación fue siendo aceptado por todos. Pero hasta 1851 no pudo demostrarse de forma experimental esta rotación. En dicho año, el físico francés Jean-Bernard-Léon Foucault colocó un enorme péndulo, que se balanceaba colgando de la bóveda de una iglesia de París. Según las conclusiones de los físicos, un objeto como el péndulo debería mantener su balanceo con un plano fijo, indiferentemente de la rotación de la Tierra. Por ejemplo, en el polo Norte el péndulo oscilaría en un plano fijo, en tanto que la Tierra giraría bajo el mismo, en sentido contrario a las manecillas del reloj, en 24 horas. Puesto que una persona que observase el péndulo sería transportada por el movimiento de la Tierra —la cual, por otra parte, le parecería inmóvil al observador—, dicha persona tendría la impresión de que el plano de balanceo del péndulo se dirigiría a la derecha, mientras se producía una vuelta completa en 24 horas. En el polo Sur se observaría el mismo fenómeno, aunque el plano en oscilación del péndulo parecería girar en sentido contrario a las manecillas del reloj.

En las latitudes interpolares, el plano del péndulo también giraría (en el hemisferio Norte, de acuerdo con las manecillas del reloj, y en el Sur, en sentido contrario), aunque en períodos progresivamente más largos, a medida que el observador se alejara cada vez más de los polos. En el ecuador no se alteraría en modo alguno el plano de oscilación del péndulo.

Durante el experimento de Foucault, el plano de balanceo del péndulo giró en la dirección y del modo adecuados. El observador pudo comprobar con sus propios ojos —por así decirlo— que la Tierra giraba bajo el péndulo.

De la rotación de la Tierra se desprenden muchas consecuencias. La superficie se mueve más de prisa en el ecuador, donde debe completar un círculo de 40.000 km en 24 horas, a una velocidad de algo más de 1.600 km/h. A medida que se desplaza uno al Norte (o al Sur) del ecuador, algún punto de la Tierra ha de moverse más lentamente, puesto que debe completar un círculo más pequeño en el mismo tiempo. Cerca de los polos, este círculo es realmente pequeño, y en los polos, la superficie del Globo permanece inmóvil.

El aire participa del movimiento de la superficie de la Tierra sobre la que circula. Si una masa de aire se mueve hacia el Norte desde el ecuador, su propia velocidad (al igualar a la del ecuador) es mayor que la de la superficie hacia la que se dirige. Gana terreno a esta superficie en su desplazamiento de Oeste a Este, y es impulsada con fuerza hacia el Este. Tal impulso constituye un ejemplo del «efecto Coriolis», denominado así en honor al matemático francés Gaspard Gustave de Coriolis, quien fue el primero en estudiarlo, en 1835.

Tales efectos Coriolis sobre las masas de aire determinan que giren, en su hemisferio Norte, en el sentido de las manecillas del reloj. En el hemisferio Sur, el efecto es inverso, o sea, que se mueven en sentido contrario a las manecillas del reloj. En cualquier caso se originan «trastornos de tipo ciclónico». Las grandes tempestades de este tipo de llaman «huracanes» en el Atlántico Norte, y «tifones» en el Pacífico Norte. Las más pequeñas, aunque también más intensas, son los «ciclones» o «tornados». En el mar, estos violentos torbellinos originan espectaculares «trombas marinas».

Sin embargo, la deducción más interesante hecha a partir de la rotación de la Tierra, se remonta a dos siglos antes del experimento de Foucault, en tiempo de Isaac Newton. Por aquel entonces, la idea de la Tierra como una esfera perfecta tenía ya una antigüedad de casi 2.000 años. Pero Newton consideró detenidamente lo que ocurría en una esfera en rotación. Señaló la diferencia de la velocidad del movimiento en las distintas latitudes de la superficie de la Tierra y reflexionó sobre el posible significado de este hecho.

Cuanto más rápida es la rotación, tanto más intenso es el efecto centrífugo, o sea, la tendencia a proyectar material hacia el exterior a partir del centro de rotación. Por tanto, se deduce de ello que el efecto centrífugo se incrementa sustancialmente desde O, en los polos estacionarios, hasta un máximo en las zonas ecuatoriales, que giran rápidamente. Esto significa que la tierra debía de ser proyectada al exterior con mayor intensidad en su zona media. En otras palabras, debía de ser un «esferoide», con un «ensanchamiento ecuatorial» y un achatamiento polar. Debía de tener, aproximadamente, la forma de una mandarina, más que la de una pelota de golf. Newton calculó también que el achatamiento polar debía de ser 1/230 del diámetro total, lo cual se halla, sorprendentemente, muy cerca de la verdad.

La Tierra gira con tanta lentitud sobre sí misma, que el achatamiento y el ensanchamiento son demasiado pequeños para ser detectados de forma inmediata. Pero al menos dos observaciones astronómicas apoyaron el razonamiento de Newton. En primer lugar, en Júpiter y Saturno se distinguía claramente la forma achatada de los polos, tal como demostró por vez primera el astrónomo francés, de origen italiano, Giovanni Domenico Cassini, en 1687. Ambos planetas eran bastante mayores que la Tierra, y su velocidad de rotación era mucho más rápida. Júpiter, por ejemplo, se movía, en su ecuador, a 43.000 km/h. Teniendo en cuenta los factores centrífugos producidos por tales velocidades, no debe extrañar su forma achatada.

En segundo lugar, si la Tierra se halla realmente ensanchada en el ecuador, los diferentes impulsos gravitatorios sobre el ensanchamiento provocados por la Luna — que la mayor parte del tiempo está situada al norte o al sur del ecuador en su circunvolución alrededor del Planeta— serían la causa de que la Tierra se bamboleara algo en su rotación. Miles de años antes, Hiparco de Nicea había indicado ya algo parecido en un balanceo (aunque sin saber, por supuesto, la razón). Este balanceo es causa de que el Sol alcance el punto del equinoccio unos 50 segundos de arco hacia Oriente cada año (o sea, hacia el punto por donde sale). Y ya que, debido a esto, el equinoccio llega a un punto precedente (es decir, más temprano) cada año, Hiparco denominó este cambio «precesión de los equinoccios», nombre que aún conserva.

Naturalmente, los eruditos se lanzaron a la búsqueda de una prueba más directa de la distorsión de la Tierra. Recurrieron a un procedimiento normalizado para resolver los problemas geométricos: la Trigonometría. Sobre una superficie curvada, los ángulos de un triángulo suman más de 180°. Cuanto mayor sea la curvatura, tanto mayor será el exceso sobre estos 180°. Ahora bien, si la Tierra era un esferoide —como había dicho Newton—, el exceso sería mayor en la superficie menos curvada, sobre los polos. En la década de 1739, los sabios franceses realizaron la primera prueba al efectuar una medición a gran escala desde lugares separados, al norte y al sur de Francia. Sobre la base de estas mediciones, el astrónomo francés Jacques Cassini (hijo de Giovanni Domenico, que había descubierto el achatamiento de Júpiter y Saturno) llegó a la conclusión de que el ensanchamiento de la Tierra se producía en los polos, ¡no en el ecuador! Para utilizar una analogía exagerada, su forma era más la de un pepino que la de una mandarina.

Pero la diferencia en la curvatura entre el norte y el sur de Francia era, evidentemente, demasiado pequeña como para conseguir resultados concluyentes. En consecuencia, en 1735 y 1736, un par de expediciones francesas marchó hacia regiones más claramente separadas: una hacia el Perú, cerca del ecuador, y la otra, a Laponia, cerca del Ártico. En 1744, sus mediciones proporcionaron una clara respuesta: la Tierra era sensiblemente más curva en Perú que en Laponia.

Hoy, las mejores mediciones demuestran que el diámetro de la Tierra es 42,96 km más largo en el ecuador que en el eje que atraviesa los polos (es decir, 12.756,78, frente a 12.713,82 km).

Quizás el resultado científico más importante, como producto de las investigaciones del siglo XVIII sobre la forma de la Tierra, fue el obtenido por los científicos insatisfechos por el estado del arte de la medición. No existían patrones de referencia para una medición precisa. Esta insatisfacción fue, en parte, la causa de que durante la Revolución francesa, medio siglo más tarde, se adoptara un lógico y científicamente elaborado sistema «métrico», basado en el metro. Tal sistema lo utilizan hoy, satisfactoriamente, los sabios de todo el mundo, y se usa en todos los países civilizados, excepto en las naciones de habla inglesa, principalmente Gran Bretaña y Estados Unidos. No debe subestimarse la importancia de unos patrones exactos de medida. Un buen porcentaje de los esfuerzos científicos se dedica continuamente al mejoramiento de tales patrones. El patrón metro y el patrón kilogramo, construidos con una aleación de platino-iridio (virtualmente inmune a los cambios químicos), se guardan en Sévres (París), a una temperatura constante, para prevenir la expansión o la contracción.

Luego se descubrió que nuevas aleaciones, como el «invar» (abreviatura de invariable), compuesto por níquel y hierro en determinadas proporciones, apenas eran afectadas por los cambios de temperatura. Podría usarse para fabricar mejores patrones de longitud. En 1920, el físico francés (de origen suizo) Charles-Édouard Guillaume, que desarrolló el invar, recibió el Premio Nobel de Física.

Sin embargo, en 1960 la comunidad científica decidió abandonar el patrón sólido de la longitud. La Conferencia General del Comité Internacional de Pesas y Medidas adoptó como patrón la longitud de la ínfima onda luminosa emitida por el gas noble criptón. Dicha onda, multiplicada por 1.650.763,73 —mucho más invariable que cualquier módulo de obra humana— equivale a un metro. Esta longitud es mil veces más exacta que la anterior.

Midiendo el geoide

La forma de la Tierra idealmente lisa, sin protuberancias, a nivel del mar, se llama «geoide». Por supuesto que la superficie de la Tierra está salpicada de accidentes (montañas, barrancos, etc.). Aun antes de que Newton planteara la cuestión de la forma global del Planeta, los sabios habían intentado medir la magnitud de estas pequeñas desviaciones de una perfecta esfera (tal como ellos creían). Recurrieron al dispositivo del péndulo oscilante. En 1581, cuando tenía sólo 17 años, Galileo había descrito que un péndulo de una determinada longitud, completa siempre su oscilación exactamente en el mismo tiempo, tanto si la oscilación es larga como corta. Se dice que llegó a tal descubrimiento mientras contemplaba las oscilantes arañas de la catedral de Pisa, durante las ceremonias litúrgicas. En dicha catedral hay una lámpara, llamada todavía «lámpara de Galileo», aunque en realidad no fue colgada hasta 1548. (Huygens puso en marcha los engranajes de un reloj acoplándole un péndulo, y utilizó la constancia de su movimiento para mantener el reloj en movimiento con gran exactitud. En 1656 proyectó gracias, a este sistema, el primer reloj moderno —el «reloj del abuelo»—, con lo cual aumentó en diez veces la exactitud en la determinación del tiempo cronológico.)

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