Introducción a la ciencia I. Ciencias Físicas (36 page)

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El manto no se extiende hasta la superficie de la Tierra. Un geólogo croata, Andrija Mohorovicic, mientras estudiaba las ondas causadas por un terremoto en los Balcanes en 1909, llegó a la conclusión de que existía un claro incremento en la velocidad de las ondas en un punto que se hallaría a unos 32 km de profundidad. Esta «discontinuidad» de Mohorovicic (llamada, simplemente, «Moho») se acepta hoy como la superficie límite de la «corteza» terrestre.

La índole de esta corteza y del manto superior ha podido explorarse mejor gracias a las «ondas superficiales». Ya nos hemos referido a esto. Al igual que las «ondas profundas», las superficiales se dividen en dos tipos. Uno de ellos lo constituyen las llamadas «ondas Love» (en honor de su descubridor A. E. H. Love). Las tales ondas son ondulaciones horizontales semejantes, por su trazado, al movimiento de la serpiente al reptar. La otra variedad, la componen las «ondas Rayleigh» (llamadas así en honor del físico inglés John William Strutt, Lord Rayleigh). En este caso, las ondulaciones son verticales, como las de una serpiente marina al moverse en el agua.

El análisis de estas ondas superficiales —en particular, el realizado por Maurice Ewing, de la Universidad de Columbia— muestra que la corteza tiene un espesor variable. Su parte más delgada se encuentra bajo las fosas oceánicas, donde la discontinuidad de Moho se halla en algunos puntos, sólo a 13-16 km bajo el nivel del mar. Dado que los océanos tienen en algunos lugares, de 8 a 11 km de profundidad, la corteza sólida puede alcanzar un espesor de sólo unos 5 km bajo las profundidades oceánicas. Por otra parte, la discontinuidad de Moho discurre, bajo los continentes, a una profundidad media de 32 km por debajo del nivel del mar (por ejemplo, bajo Nueva York es de unos 35 km), para descender hasta los 64 km bajo las cadenas montañosas. Este hecho, combinado con las pruebas obtenidas a partir de mediciones de la gravedad, muestra que la roca es menos densa que el promedio en las cadenas montañosas.

El aspecto general de la corteza es el de una estructura compuesta por dos tipos principales de roca: basalto y granito; este último, de densidad inferior, que cabalga sobre el basalto, forma los continentes y —en los lugares en que el granito es particularmente denso— las montañas (al igual que un gran iceberg emerge a mayor altura del agua que otro más pequeño). Las montañas jóvenes hunden profundamente sus raíces graníticas en el basalto; pero a medida que las montañas son desgastadas por la erosión, se adaptan ascendiendo lentamente (para mantener el equilibrio de masas llamado «isóstasis», nombre sugerido, en 1889, por el geólogo americano Clarence Edward Dutton). En los Apalaches —una cadena montañosa muy antigua—, la raíz casi ha aflorado ya.

El basalto que se extiende bajo los océanos está cubierto por una capa de roca sedimentaria de unos 400 a 800 m de espesor. En cambio, hay muy poco o ningún granito —por ejemplo, el fondo del Pacífico está completamente libre del mismo—. El delgado espesor de la corteza sólida bajo los océanos ha sugerido un espectacular proyecto. ¿Por qué no abrir un agujero a través de la corteza, hasta llegar a la discontinuidad de Moho, y obtener una muestra del manto, con objeto de conocer su composición? No sería una tarea fácil; para ello habría que anclar un barco sobre un sector abisal del océano, bajar la máquina perforadora a través de varios kilómetros de agua y taladrar el mayor espesor de roca que nunca haya sido perforado jamás. Pero se ha perdido el antiguo entusiasmo por el proyecto.

La «flotación» del granito sobre el basalto sugiere, inevitablemente, la posibilidad de una «traslación o deriva continental». En 1912, el geólogo alemán Alfred Lothar Wegener sugirió que los continentes formaban al principio una única masa de granito, a la que denominó «pangea» («Toda la Tierra»). Dicha masa se fragmentaría en algún estadio precoz de la historia de la Tierra, lo cual determinaría la separación de los continentes. Según dicho investigador, las masas de tierra firme seguirían separándose entre sí. Por ejemplo, Groenlandia se alejaría de Europa a razón de casi 1 m por año. Lo que sugirió la idea de la deriva de los continentes fue principalmente el hecho de que la costa Este de Sudamérica parecía encajar, como los dientes de una sierra, en la forma de la costa Oeste de África lo cual, por otra parte, había hecho concebir a Francis Bacon, ya en 1620, ideas semejantes.

Durante medio siglo, la teoría de Wegner no gozó de gran aceptación. Incluso en fechas tan recientes como 1960, cuando se publicó la primera edición de este libro, me creí obligado a rechazarla categóricamente, dejándome guiar por la opinión geofísica predominante en aquellas fechas. El argumento más convincente entre los muchos esgrimidos contra ella fue el de que el basalto subyacente en ambos océanos y continentes era demasiado rígido para tolerar la derivación oblicua del granito continental.

Y, sin embargo, adquirieron una preponderancia impresionante las pruebas aportadas para sustentar la suposición de que el océano Atlántico no existía en tiempos remotos y que, por tanto, los continentes hoy separados constituían entonces una sola masa continental. Si se acoplaban ambos continentes no por los perfiles de sus costas — accidentes, al fin y al cabo, debidos a nivel corriente del mar—, sino por el punto central de la plataforma continental —prolongación submarina de los continentes que estuvo al descubierto durante las edades de bajo nivel marino—, el encaje sería muy satisfactorio a todo lo largo del Atlántico, tanto en la parte Norte como en la parte Sur. Por añadidura, las formaciones rocosas del África Occidental se emparejan a la perfección con las correspondientes formaciones de la Sudamérica Oriental. La traslación pretérita de los polos magnéticos nos parecerá menos sorprendente si consideramos que dicho movimiento errático no es de los polos, sino de los continentes.

No existen sólo pruebas geográficas de Pangea y de su desaparición. La evidencia biológica es incluso más fuerte. Por ejemplo, en 1965 se encontró en la Antártida un hueso fósil de 8 cm de anfibio extinto. Una criatura así no podía haber vivido tan cerca del Polo Sur, por lo que la Antártida debió en un tiempo encontrarse mucho más lejos del polo o, por lo menos, con una temperatura más templada. El anfibio no podría haber cruzado ni siquiera una estrecha faja de agua salada, por lo que la Antártida debió formar parte de un cuerpo mayor de tierra, que contuviese unas áreas más cálidas. Este registro fósil, por lo general (del que hablaré en el capítulo 16), se halla en el mismo caso de la existencia, en un tiempo, y de la subsiguiente desaparición, de Pangea.

Resulta importante poner énfasis aquí en la base de la oposición de los geólogos a Wegener. La gente que se encuentra en los rebordes de las áreas científicas, frecuentemente justifican sus dudosas teorías insistiendo en que los científicos tienden a ser dogmáticos, con sus mentes cerradas a nuevos trabajos (lo cual es bastante cierto en algunos casos y en algunas épocas, aunque nunca en la extensión que alegan los teóricos de «los flecos»). Frecuentemente usaron a Wegener y a su deriva continental como un ejemplo, y en ello se equivocaron.

Los geólogos no objetaron el
concepto
de Pangea y su desaparición. Incluso fueron consideradas esperanzadamente algunas sugerencias radicales acerca de la manera en que la vida se extendió por la Tierra. Wegener avanzó la noción de grandes bloques de granito que derivaron a través de un «océano» de basalto. Existían serias razones para objetar esto, y estas razones siguen hoy en pie. Los continentes no derivan por el basalto.

Así, pues, algunos otros mecanismos deben ser tenidos en cuenta para las indicaciones geográficas y biológicas de los cambios continentales de posición, un mecanismo que es más plausible y para el cual existen pruebas. Discutiré estas evidencias más adelante en este capítulo, pero, hacia 1960, el geólogo norteamericano Harry Hammond Hess pensó que es razonable, sobre la base de los nuevos hallazgos, sugerir que el material fundido del manto debió surgir, a lo largo de ciertas líneas de fractura, por ejemplo, que recorren el océano Atlántico, y verse forzado hacia un lado acerca de la parte superior del manto, enfriándose y endureciéndose. El suelo del océano es, de esta manera, abierto y alargado. De este modo, no es que los continentes deriven, sino que son separados por un esparcimiento del suelo oceánico.

Por tanto, es posible que haya existido la Pangea, incluso hasta fechas geológicamente recientes, es decir, hasta hace 225 millones de años, cuando empezaba el predominio de los dinosaurios. A juzgar por la distribución de plantas y animales, la fragmentación se intensificaría hace unos 200 millones de años. Entonces se fragmentaría en tres partes la Pangea. La parte septentrional (Norteamérica, Europa y Asia), denominada «Laurasia»; la parte meridional (Sudamérica, África y la India), llamada «Gondwana», nombre que tomó de una provincia india; la Antártida y Australia formarían la tercera parte.

Hace unos 65 millones de años, cuando los dinosaurios ya se habían extinguido y reinaban los mamíferos, Sudamérica se separó de África por el Oeste y la India, por el Este, para trasladarse hacia el Asia Meridional. Por último, Norteamérica se desprendió de Europa, la India se unió a Asia (con el plegamiento himalayo en la conjunción), Australia rompió su conexión con la Antártida y surgieron las características continentales que hoy conocemos. (Para los cambios continentales, véase la figura 4.4.)

Fig. 4.4. Eras geológicas

El origen de la Luna

Se hizo otra sugerencia más sorprendente aún acerca de los cambios que pudieran haberse producido en la Tierra a lo largo de los períodos geológicos. Tal sugerencia se remonta a 1879, cuando el astrónomo británico George Howard Darwin (hijo de Charles Darwin) insinuó que la Luna podría ser un trozo de la Tierra desgajado de ésta en tiempos primigenios y que dejaría como cicatriz de tal separación el océano Pacífico.

Esta idea es muy sugestiva, puesto que la Luna representa algo más del 1 % de la masa combinada Tierra-Luna, y es lo suficientemente pequeña como para que su diámetro encaje en la fosa del Pacífico. Si la Luna estuviese compuesta por los estratos externos de la Tierra, sería explicable la circunstancia de que el satélite no tenga un núcleo férreo y su densidad sea muy inferior a la terrestre, así como la inexistencia de granito continental en el fondo del Pacífico.

Ahora bien, la separación Tierra-Luna parece improbable por diversas razones, y hoy prácticamente ningún astrónomo ni geólogo cree que pueda haber ocurrido tal cosa (recordemos, no obstante, el destino reservado a la teoría sobre la deriva de los continentes). Sea como fuere, la Luna parece haber estado antes más cerca de nosotros que ahora.

La atracción gravitatoria de la Luna origina mareas tanto en los océanos como en la corteza terrestre. Mientras la Tierra gira, el agua oceánica experimenta una acción de arrastre en zonas poco profundas y, por otra parte, las capas rocosas se frotan entre sí, con sus movimientos ascendentes y descendentes. Esa fricción implica una lenta conversión, en calor, de la energía terrestre de rotación, y, por tanto, el período rotatorio se acrecienta gradualmente. El efecto no es grande en términos humanos, pues el día se alarga un segundo cada cien mil años. Como quiera que la Tierra pierde energía rotatoria, se debe conservar el momento angular. La Luna gana lo que pierde la Tierra. Su velocidad aumenta al girar alrededor de la Tierra, lo cual significa que se aleja de ella y que, al hacerlo, deriva con gran lentitud.

Si retrocedemos en el tiempo hacia el lejano pasado geológico, observaremos que la rotación terrestre se acelera, el día se acorta significativamente, la Luna se halla bastante más cerca, y el efecto, en general, causa una impresión de mayor rapidez. Darwin hizo cálculos retroactivos con objeto de determinar cuándo estuvo la Luna lo suficientemente cerca de la Tierra como para formar un solo cuerpo. Pero sin ir tan lejos, quizás encontraríamos pruebas de que, en el pasado, los días eran más cortos que hoy. Por ejemplo, hace unos 570 millones de años —época de los fósiles más antiguos—, el día pudo tener algo más de 20 horas, y tal vez el año constara de 428 días.

Ahora bien, esto no es sólo teoría. Algunos corales depositan capas de carbonato cálcico con más actividad en ciertas temporadas, de tal forma que podemos contar las capas anuales como los anillos de los troncos de los árboles. Asimismo, algunos depositan más carbonato cálcico de día que de noche, por lo cual se puede hablar de capas diurnas muy finas. En 1963, el paleontólogo americano John West Wells contó las sutiles capas de ciertos corales fósiles, e informó que los corales cuya antigüedad se cifraba en 400 millones de años depositaban, como promedio anual, 400 capas diurnas, mientras que otros corales cuya antigüedad era sólo de 320 millones de años, acumulaban por año 380 capas diurnas.

Resumiendo: Si la Luna estaba entonces mucho más cerca de la Tierra y ésta giraba con mayor rapidez, ¿qué sucedió en períodos más antiguos aún? Y si la teoría de Darwin sobre una disociación Tierra-Luna no es cierta, ¿dónde hay que buscar esta certeza?

Una posibilidad es la de que la Luna fuese capturada por la Tierra en alguna fase del pasado. Si dicha captura se produjo, por ejemplo, hace 600 millones de años, sería explicable el hecho de que justamente por aquella época aparecieran numerosos fósiles en las rocas, mientras que las rocas anteriores muestran sólo algunos vestigios de carbono. Las formidables mareas que acompañarían a la captura de la Luna, pulirían por completo las rocas más primitivas. (Por entonces no había vida animal, y si la hubiese habido, no habría quedado ni rastro de ella.) De haberse producido esa captura, la Luna habría estado entonces más cerca de la Tierra que hoy y se habría producido un retroceso lunar, así como un alargamiento del día, aunque nada de ello con anterioridad.

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