Introducción a la ciencia I. Ciencias Físicas (86 page)

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Fig. 9.2. Máquina de vapor de Watt.

En épocas ulteriores se acrecentó sin cesar la eficiencia de la máquina de Watt, principalmente mediante la aplicación de vapor cada vez más caliente a presiones cada vez más altas. El invento de la Termodinámica por Carnot (véase capítulo 7) se debió principalmente a la percepción de que el rendimiento máximo de cualquier máquina térmica era proporcional a la diferencia de temperatura entre el depósito caldeado (vapor en los casos ordinarios) y el frío.

Así los nuevos molinos textiles construidos no habían de localizarse en o cerca de corrientes de movimiento rápido ni requerían de cuidado animal. Podían alzarse en cualquier parte. Gran Bretaña comenzó a llevar a cabo un cambio revolucionario cuando la gente que trabajaba abandonó el campo y las industrias domésticas para establecerse en las fábricas (donde las condiciones laborales resultaron increíblemente crueles y abominables hasta que la sociedad aprendió, a desgana, que la gente no debía ser tratada de un modo peor que los animales).

El mismo cambio tuvo lugar en otros países que adoptaron el nuevo sistema de la fuerza de la máquina de vapor y la Revolución industrial (un término introducido en 1837 por el economista francés Jéróme Adolphe Blanqui).

La máquina de vapor revolucionó también totalmente el transporte.

En 1787, el inventor estadounidense John Fitch construyó el primer vapor funcional, pero su aventura fue un fracaso financiero, y Fitch murió olvidado sin conocer el merecido crédito. Robert Fulton, un promotor más capacitado que él, botó en 1807 su barco de vapor, el
Clermont
, con tanto alarde y publicidad, que se le consideró el inventor del barco de vapor aunque, realmente, fuera el constructor de esa primera nave tanto como Watt pudiera haberlo sido de la primera máquina de vapor.

Tal vez sería preferible recordar a Fulton por sus tenaces tentativas para construir sumergibles. Sus naves submarinas no fueron prácticas, pero sí precursoras de varios proyectos modernos. Construyó una, llamada
Nautilus
, que, probablemente, inspiró a Julio Verne para imaginar aquel sumergible fantástico del mismo nombre en la obra
Veinte mil leguas de viaje submarino
, publicada el año 1870. Éste, a su vez, sirvió de inspiración para bautizar al primer submarino nuclear (véase capítulo 10).

A partir de 1830, los barcos de vapor cruzaron ya el Atlántico propulsados por hélices, una mejora considerable en comparación con las ruedas laterales de palas. Y en 1850 los veloces y bellos
Yankee Clippers
empezaron a arriar definitivamente sus velas para ser remplazados por vapores en todas las marinas mercantes y de guerra del mundo.

Más tarde, un ingeniero británico, Charles Algernoon Parsons (hijo de Lord Rose que había descubierto la nebulosa del Cangrejo) ideó una mejora importante de la máquina de vapor en conexión con los buques. En vez de que el vapor hiciese funcionar un pistón que, a su vez, movía una rueda, Parsons pensó en la eliminación del «intermediario», y logró una corriente de vapor dirigida directamente contra las paletas de la rueda. De este modo la rueda podría resistir más calor y mayores velocidades. En realidad, en 1884, había creado la primera
turbina de vapor
práctica.

En 1897, en el Jubileo de Diamantes de la reina Victoria, la armada británica estaba realizando una parada de sus buques de guerra movidos por vapor, cuando el barco de Parsons movido por sus turbinas, el
Turbinia
, pasó ante ellos, silenciosamente, a una velocidad de 35 nudos. En la armada británica nadie se había percatado de ello, pero fue el mejor truco publicitario que cupiese imaginar. No pasó mucho tiempo antes de que tanto los barcos mercantes como los de guerra fuesen movidos por la presión de las turbinas.

Mientras tanto, la máquina de vapor empezaba a dominar el transporte terrestre. En 1814, el inventor inglés George Stephenson —quien debió mucho a los trabajos precedentes de un ingeniero inglés, Richard Trevithick— construyó la primera locomotora funcional de vapor. El movimiento alternativo de los pistones movidos a vapor pudo hacer girar las ruedas metálicas sobre los rieles tal como había hecho girar antes las ruedas de palas en el agua. Y, allá por 1830, el fabricante americano Peter Cooper construyó la primera locomotora comercial de vapor en el hemisferio occidental.

Por primera vez en la Historia, los viajes terrestres estuvieron al mismo nivel que los marítimos, y el comercio tierra adentro pudo competir con el tráfico marítimo. En 1840, la vía férrea alcanzó el río Mississippi, y en 1869, la superficie entera de Estados Unidos quedó cubierta por una red ferroviaria.

Electricidad

Si consideramos la naturaleza de las cosas, la máquina de vapor es aplicable sólo a la producción de fuerza en gran escala y continua. No puede proporcionar eficazmente pequeños impulsos de energía, ni obedecer, con carácter intermitente, al hecho de presionar un botón: sería absurdo una «minúscula» máquina de vapor cuyo fuego se encendiera y apagara a voluntad. Pero la misma generación que presenciara el desarrollo de esa máquina, asistió también al descubrimiento de un medio para convertir la energía en la forma que acabamos de mencionar: una reserva permanente de energía, dispuesta para su entrega inmediata en cualquier lugar, y en cantidades pequeñas o grandes, oprimiendo un botón. Como es natural, dicha forma es la electricidad.

Electricidad estática

El filósofo griego Tales de Mileto (h. 600 a. de J.C.) observó que una resina fósil descubierta en las playas del Báltico, a la cual nosotros llamamos ámbar y ellos denominaban
elektron
, tenía la propiedad de atraer plumas, hilos o pelusa cuando se la frotaba con un trozo de piel. El inglés William Gilbert, investigador del magnetismo (véase capítulo 5) fue quien sugirió que se denominara «electricidad» a esa fuerza, nombre que recordaba la palabra griega
elektron
. Gilbert descubrió que, además del ámbar, otras materias, tales como el cristal, adquirían propiedades eléctricas con el frotamiento.

En 1733, el químico francés Charles-Francis de Cisternay du Fay descubrió que cuando se magnetizaban, mediante el frotamiento, dos varillas de ámbar o cristal, ambas se repelían. Y, sin embargo, una varilla de vidrio atraía a otra de ámbar igualmente electrificada. Y, si se las hacía entrar en contacto, ambas perdían su carga eléctrica. Entonces descubrió que ello evidenciaba la existencia de dos electricidades distintas: «vitrea» y «resinosa».

El erudito americano Benjamín Franklin, a quien le interesaba profundamente la electricidad, adujo que se trataba de un solo fluido. Cuando se frotaba el vidrio, la electricidad fluía hacia su interior «cargándolo positivamente»; por otra parte, cuando se frotaba el ámbar, la electricidad escapaba de él, dejándolo «cargado negativamente». Y cuando una varilla negativa establecía contacto con otra positiva, el fluido eléctrico pasaba de la positiva a la negativa hasta establecer un equilibrio neutral.

Aquello fue una deducción especulativa notablemente aguda. Si sustituimos el «fluido» de Franklin por la palabra electrón e invertimos la dirección del flujo (en realidad, los electrones fluyen del ámbar al vidrio), esa conjetura es correcta en lo esencial.

El inventor francés Jean-Théophile Desaguliers propuso, en 1740, que se llamara «conductores» a las sustancias a cuyo través circulaba libremente el fluido eléctrico (por ejemplo, los metales), y «aislantes», a aquellas a cuyo través no podían moverse libremente (por ejemplo, el vidrio y el ámbar).

Los experimentadores observaron que se podía acumular gradualmente una gran carga eléctrica en un conductor si se le aislaba con vidrio o una capa de aire para evitar la pérdida de electricidad. El artificio más espectacular de esta clase fue la «botella de Leiden». La ideó, en 1745, el profesor alemán E. Georg von Kleist, pero se le dio aplicación por primera vez en la Universidad de Leiden (Holanda), donde la construyó más tarde, independientemente, el profesor neerlandés Peter van Musschenbroek. La botella de Leiden es una muestra de lo que se llama hoy día «condensador», es decir, dos superficies conductoras separadas por una capa aislante de poco grosor, y en cuyo interior se puede almacenar cierta cantidad de carga eléctrica.

En el caso de la botella de Leiden, la carga se forma en el revestimiento de estaño alrededor del frasco, por conducto de una varilla metálica (latón), que penetra en el frasco atravesando un tapón. Cuando se toca esta botella cargada se recibe un electroshock. La botella de Leiden puede producir también una chispa. Naturalmente, cuanto mayor sea la carga de un cuerpo, tanto mayor será su tendencia a escapar. La fuerza que conduce a los electrones desde el área de máxima concentración («polo negativo») hacia el área de máxima deficiencia («polo positivo») se llama «fuerza electromotriz» (f.e.m.) o «potencial eléctrico». Si el potencial eléctrico se eleva lo suficiente, los electrones franquearán incluso el vacío aislador entre los polos negativo y positivo. Entonces cruzan el aire produciendo una chispa brillante acompañada de crepitación. El chisporroteo lo produce la radiación resultante de las colisiones entre innumerables electrones y moléculas del aire; el ruido lo origina la expansión del aire al caldearse rápidamente, seguida por la irrupción de aire más fresco en el momentáneo vacío parcial.

Naturalmente, muchos se preguntaron si el rayo y el trueno no serían un fenómeno similar —aunque de grandes proporciones— al pequeño espectáculo representado por la botella de Leiden. Un erudito británico, William Wall, lo sugirió así en 1708. Esta sugerencia fue un acicate suficiente para suscitar el famoso experimento de Benjamín Franklin en 1752. El cometa que lanzó en medio de una borrasca llevaba un alambre puntiagudo, al cual se unió un hilo de seda para conducir hacia abajo la electricidad de las nubes tormentosas. Cuando Franklin acercó la mano a una llave metálica unida al hilo de seda, esta soltó chispas. Franklin la cargó otra vez en las nubes, y luego la empleó para cargar las botellas de Leiden, consiguiendo así una carga idéntica a la obtenida por otros procedimientos. De esta manera, Franklin demostró que las nubes tormentosas estaban cargadas de electricidad, y que tanto el trueno como el rayo eran los efectos de una botella de Leiden celeste en la cual las nubes actuaban como un polo, y la tierra, como otro (fig. 9.3).

Fig. 9.3. Experimento de Franklin.

Lo más afortunado de este experimento —según la opinión del propio Franklin— fue que él sobrevivió
a
la prueba. Otros que también lo intentaron, resultaron muertos, pues la carga inducida en el alambre puntiagudo del cometa se acumuló hasta el punto de transmitir una descarga de alto voltaje al cuerpo del individuo que sujetaba la cometa.

Franklin completó en seguida esta investigación teórica con una aplicación práctica. Ideó el «pararrayos», que fue simplemente una barra de hierro situada sobre el punto más alto de una edificación y conectada con alambre a tierra; su puntiagudo extremo canalizaba las cargas eléctricas de las nubes, según demostró experimentalmente Franklin, y cuando golpeaba el rayo, la carga se deslizaba hasta el suelo sin causar daño.

Los estragos ocasionados por el rayo disminuyeron drásticamente tan pronto como esas barras se alzaron sobre los edificios de toda Europa y las colonias americanas... No fue un flaco servicio. Sin embargo, hoy siguen llegando a la tierra dos mil millones de rayos por año, matando a veinte personas y causando ochenta heridos cada día (según rezan las estadísticas).

El experimento de Franklin tuvo dos efectos electrizantes (pido perdón por el retruécano). En primer lugar, el mundo se interesó súbitamente por la electricidad. Por otra parte, las colonias americanas empezaron a contar en el aspecto cultural. Por primera vez, un americano evidenció la suficiente capacidad científica como para impresionar a los cultos europeos del enciclopedismo. Veinticinco años después, cuando, en busca de ayuda, Franklin representó a los incipientes Estados Unidos en Versalles, se ganó el respeto de todos, no sólo como enviado de una nueva República, sino también como el sabio que había domado el rayo, haciéndolo descender humildemente a la tierra. Aquel cometa volador coadyuvó no poco al triunfo de la Independencia americana.

A partir de los experimentos de Franklin, la investigación eléctrica avanzó a grandes zancadas. En 1785, el físico francés Charles-Augustin de Coulomb realizó mediciones cuantitativas de la atracción y repulsión eléctricas. Demostró que esa atracción (o repulsión) entre cargas determinadas varía en proporción inversa al cuadrado de la distancia. En tal aspecto, la atracción eléctrica se asemejaba a la atracción gravitatoria. Para conmemorar permanentemente este hallazgo, se adoptó la palabra «coulomb», o culombio, para designar una unidad práctica de cantidad de electricidad.

Poco después, el estudio de la electricidad tomó un giro nuevo, sorprendente y muy fructífero. Hasta ahora sólo hemos examinado, naturalmente, la «electricidad estática». Ésta se refiere a una carga eléctrica que se almacena en un objeto y permanece allí. El descubrimiento de la carga eléctrica móvil, de las corrientes eléctricas o la «electricidad dinámica» empezó con el anatomista italiano Luigi Galvani. En 1791, éste descubrió por casualidad, cuando hacía la disección de una rana, que las ancas se contraían si se las tocaba simultáneamente con dos metales diferentes (de aquí el verbo «galvanizar»).

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