Introducción a la ciencia I. Ciencias Físicas (82 page)

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Por añadidura, Black demostró la posibilidad de introducir calor en una sustancia sin elevar lo más mínimo su temperatura. Cuando se calienta el hielo, éste se derrite lentamente, desde luego, pero no hay aumento de temperatura. A su debido tiempo, el calor liquidará todo el hielo, pero la temperatura del hielo no rebasa jamás los 0°. Lo mismo ocurre en el caso del agua hirviente a 100 °C. Cuando el calor se transmite al agua, ésta escapa en cantidades cada vez mayores en forma de vapor, pero la temperatura del líquido no varía.

El invento de la máquina de vapor (véase capítulo 9), coincidente más o menos con los experimentos de Black, sirvió para que los científicos sintieran más interés hacia el calor y la temperatura. Muchos empezaron a cavilar especulativamente sobre la naturaleza del calor, tal como lo hicieran sobre la naturaleza de la luz.

En ambos casos —calor y luz— hubieron dos teorías. Una mantuvo que el calor era una sustancia material que podía verterse o transmitirse de una sustancia a otra. Se la denominó «calórico» del latín
caloris
, «calor». Según este criterio, cuando la madera arde, su calórico pasa a la llama, y de ésta a la olla sobre la llama, y de ahí al agua dentro de la olla. Cuando el agua se llena de calórico, se convierte en vapor.

Hacia fines del siglo XVIII dos famosas observaciones dieron nacimiento a la teoría de que el calor es una forma de vibración. Una fue publicada por el físico y aventurero americano Benjamin Thompson, un
tory
que abandonó el país durante la Revolución, se ganó el título de conde de Rumford, y luego vagabundeó por toda Europa. En el año 1798, cuando se hallaba un momento inspeccionando la limpieza de unos cañones en Baviera, percibió que se producían grandes cantidades de calor. Calculó que allí se generaba suficiente calor para hacer hervir dieciocho libras de agua en menos de tres horas. ¿De dónde procedía todo ese calórico? Thompson decidió que debía ser una vibración provocada e intensificada por la fricción mecánica de la baqueta contra el ánima.

Al año siguiente, el químico Humphrey Davy realizó un experimento más significativo todavía. Manteniendo dos trozos de hielo bajo el punto de congelación los frotó uno con otro, no a mano, sino mediante un artificio mecánico de modo que ningún calórico pudiera transmitirse al hielo. La mera fricción bastó para derretir parte del hielo. Él llegó también a la conclusión de que el calor debía ser una vibración y no una materia. Realmente, aquel experimento debiera haber sido determinativo, pero la teoría del calórico, aunque errónea a todas luces, subsistió hasta mediados del siglo XIX.

El calor como energía

No obstante, y aun cuando se desfiguró la naturaleza del calor, los científicos puntualizaron algunos hechos importantes sobre él, tal como los investigadores de la luz habían revelado interesantes facetas sobre la reflexión y la refracción de los rayos luminosos antes de desentrañar su naturaleza. Jean-Baptiste-Joseph Fourier y Nicholas-Léonard Sadi Carnot estudiaron en Francia el flujo del calor y dieron importantes pasos adelante. De hecho se considera generalmente a Carnot como el padre de la «termodinámica» (del griego
therme
y
dynamiké
, «movimiento del calor»). Él proporcionó un firme fundamento teórico al funcionamiento de las máquinas de vapor.

Carnot realizó su tarea en la década de 1820 a 1830. Hacia 1840, los físicos se interesaron por dos cuestiones acuciantes: ¿Cómo aprovechar el calor transformado en vapor para hacerle realizar el trabajo mecánico de mover un pistón? ¿Habría algún límite para la cantidad de trabajo que pudiera obtenerse de una cantidad determinada de calor? ¿Y qué pasaba con el proceso inverso? ¿Cómo convertir el trabajo en calor?

Joule pasó treinta y cinco años transformando diversas clases de trabajo en calor, haciendo con sumo cuidado lo que Rumford había hecho antes muy a la ligera. Midió la cantidad de calor producida por una corriente eléctrica. Calentó agua y mercurio agitándolo con ruedas de paletas o haciendo entrar el agua a presión en estrechos tubos. Calentó el aire comprimiéndolo, y así sucesivamente. En cada caso calculó cuánto trabajo mecánico se había realizado con el sistema y cuánto calor se había obtenido como resultado. Entonces descubrió que una cantidad determinada de trabajo, cualquiera que fuese su clase, producía siempre una cantidad determinada de calor, lo cual se denominaba «equivalente mecánico del calor».

Puesto que se podía convertir el calor en trabajo, justo era considerarlo como una forma de «energía» (del griego
enérgueia
, «que contiene trabajo»). Electricidad, magnetismo, luz y movimiento eran aplicables al trabajo y por tanto también formas de energía. Y el propio trabajo, al ser transformable en calor, era asimismo una forma de energía.

Todo ello hizo resaltar lo que se había sospechado más o menos desde los tiempos de Newton: a saber, que la energía se «conservaba», y que no era posible crearla ni destruirla. Así, pues, un cuerpo móvil tiene «energía cinética» («energía del movimiento») término introducido por Lord Kelvin en 1856. Puesto que la gravedad frena el movimiento ascendente de un cuerpo, la energía cinética de éste desaparece lentamente. Sin embargo, mientras el cuerpo pierde energía cinética, gana energía de posición, pues, en virtud de su elevada situación sobre la superficie terrestre, tiene posibilidades de caer y recuperar la energía cinética. En 1853, el físico escocés William John Macquorn Rankine denominó «energía potencial» a esa energía de posición. Al parecer, la energía cinética de un cuerpo más su energía potencial (su «energía mecánica») permanecían casi invariables durante el curso de su movimiento, y entonces se llamó a este fenómeno «conservación de la energía mecánica». Sin embargo, la energía mecánica no se conservaba
perfectamente
. Siempre había pérdidas con la fricción, la resistencia al aire, etcétera.

Lo que el experimento de Joule demostró por encima de todo fue que semejante conservación sería exacta cuando el calor se tomase en cuenta puesto que, cuando la energía mecánica se pierde en fricción o por resistencia del aire, aparece como calor. Si tomamos en cuenta el calor, se puede mostrar, sin cualificación, que no se crea una nueva energía y que no se destruye ninguna energía antigua. El primero en dejar esto claro fue un físico alemán, Julius Robert Mayer, en 1842, pero su respaldo experimental fue reducido y carecía de unos importantes credenciales académicos. (Incluso Joule, que era cervecero de profesión y que carecía asimismo de títulos académicos, tuvo dificultades para ver publicado su meticuloso trabajo.)

No fue hasta 1847 cuando una suficientemente respetable figura académica dio contenido a esa noción. En dicho año, Heinrich von Helmholtz enunció la
ley de la conservación de la energía
: siempre que una cantidad de energía parezca desaparecer de un lugar, una cantidad equivalente aparecerá en otro sitio. A esto se le llamó también la
primera ley de la termodinámica
. Sigue siendo un poderoso cimiento de la física moderna, al que no afectan ni la teoría de los cuantos ni la relatividad.

Ahora bien, aunque sea posible convertir en calor cualquier forma de trabajo, no puede darse el proceso inverso. Cuando el calor se transforma en trabajo, una parte de él es inservible y se pierde irremisiblemente. Al hacer funcionar una máquina de vapor, el calor de éste se transforma en trabajo solamente cuando la temperatura del vapor queda reducida a la temperatura del medio ambiente; una vez alcanzado ese punto ya será posible convertirlo en trabajo, aunque haya todavía mucho calor remanente en el agua fría formada por el vapor. Incluso al nivel de temperatura donde sea posible extraer trabajo, una parte del calor no trabajará, sino que se empleará para caldear la máquina y el aire circundante, para superar la fricción entre pistones y cilindros, etcétera.

En toda conversión de energía —por ejemplo, energía eléctrica en energía luminosa, energía magnética en energía cinética— se desperdicia parte de la energía. Pero no se pierde; pues ello desvirtuaría la primera ley. Sólo se convierte en calor que se dispersa por el medio ambiente.

La capacidad de cualquier sistema para desarrollar un trabajo se denomina «energía libre». La cantidad de energía que se pierde inevitablemente como energía inaprovechable se refleja en las mediciones de la «entropía», término creado en 1850 por el físico alemán Rudolf Julius Emmanuel Clausius.

Clausius indicó que en cualquier proceso relacionado con el flujo de energía hay siempre alguna pérdida, de tal forma que la entropía del Universo aumenta sin cesar. Este continuo aumento entrópico constituye la «segunda ley de la termodinámica». Algunas veces se ha aludido a ella asociándola con los conceptos «agotamiento del Universo» y «muerte calorífica del Universo». Por fortuna, la cantidad de energía aprovechable (facilitada casi enteramente por las estrellas, que, desde luego, «se desgastan» a un ritmo tremendo) es tan vasta que resultará suficiente para todos los propósitos durante muchos miles de millones de años.

Calor y movimiento molecular

Finalmente, se obtuvo una noción clara sobre la naturaleza del calor con la noción sobre la naturaleza atómica de la materia. Se fue perfilando cuando los científicos percibieron que las moléculas integrantes de un gas estaban en continuo movimiento, chocando entre sí y contra las paredes de su recipiente. El primer investigador que intentó explicar las propiedades de los gases desde ese ángulo visual fue el matemático suizo Daniel Bernoulli, en 1738, pero sus ideas se adelantaron a la época. Hacia mediados del siglo XIX, Maxwell y Boltzmann (véase cap. 5) elaboraron adecuadamente las fórmulas matemáticas y establecieron la «teoría cinética de los gases» («cinética» proviene de una palabra griega que significa «movimiento»). Dicha teoría mostró la equivalencia entre el calor y el movimiento de las moléculas. Así, pues, la teoría calórica del calor recibió un golpe mortal. Se interpretó el calor cual un fenómeno de vibratilidad; es decir, el movimiento de las moléculas en los gases y líquidos o su agitado temblor en los sólidos.

Cuando se calienta un sólido hasta que el agitado temblor se intensifica lo suficiente como para romper los lazos sustentadores entre moléculas vecinas, el sólido se funde y pasa al estado líquido. Cuanto más resistente sea la unión entre las moléculas vecinas de un sólido, tanto más calor se requerirá para hacerlas vibrar violentamente hasta romper dichos lazos. Ello significará que la sustancia tiene un punto muy elevado de fusión.

En el estado líquido, las moléculas pueden moverse libremente dentro de su medio. Cuando se calienta gradualmente el líquido, los movimientos de las moléculas son al fin lo bastante enérgicos para liberarlas del cuerpo líquido y entonces éste hierve. Nuevamente el punto de ebullición será más elevado allá donde las fuerzas intermoleculares sean más potentes.

Al convertir un sólido en líquido, toda la energía calorífica se aplica a romper los lazos intermoleculares. De ahí que el calor absorbido por el hielo al derretirse no eleve la temperatura del hielo. Lo mismo cabe decir de un líquido cuando hierve.

Ahora ya podemos ver fácilmente la diferencia entre calor y temperatura. Calor es la energía total contenida en los movimientos moleculares de una determinada materia. Temperatura representa la velocidad promedio del movimiento molecular en esa materia. Así, pues, medio litro de agua a 60 °C contiene dos veces más calor que un cuarto de agua a 60 °C (están vibrando doble número de moléculas), pero el medio litro y el cuarto tienen idéntica temperatura, pues la velocidad promedio del movimiento molecular es el mismo en ambos casos.

Hay energía en la propia estructura de un compuesto químico, es decir, en las fuerzas aglutinantes que mantienen unidos los átomos o las moléculas a sus vecinos. Si esos lazos se rompen para recomponerse en nuevos lazos implicando menos energía, la energía sobrante se manifestará como calor, o luz, o ambas cosas. Algunas veces se libera la energía tan rápidamente que se produce una explosión.

Se ha hecho posible calcular la energía química contenida en una sustancia y mostrar cuál será la cantidad de calor liberada en una reacción determinada. Por ejemplo, la combustión del carbón entraña la ruptura de los lazos entre los átomos de carbono y entre los átomos de las moléculas de oxígeno, con los cuales se vuelve a combinar el carbono. Ahora bien, la energía de los lazos en el nuevo compuesto (dióxido de carbono) es inferior a la de los lazos en las sustancias originales que lo formaron. Esta diferencia mensurable se libera bajo la forma de calor y luz.

En 1876, el físico norteamericano Josiah Willard Gibbs desarrolló con tal detalle la teoría de la «termodinámica química» que esta rama científica pasó súbitamente de la inexistencia virtual a la más completa madurez.

La enjundiosa tesis donde Gibbs expuso sus razonamientos superó con mucho a otras de cerebros norteamericanos, y, no obstante, fue publicada tras muchas vacilaciones en las
Transactions of the Connecticut Academy of Arts and Sciences
. Incluso algún tiempo después sus minuciosos argumentos matemáticos y la naturaleza introvertida del propio Gibbs se combinaron para mantener oculto el tema bajo otros muchos documentos hasta que el físico y químico alemán Wilhelm Ostwald descubrió la tesis en 1883, la tradujo al alemán y proclamó ante el mundo la grandeza de Gibbs.

Como ejemplo de la importancia de ese trabajo baste decir que las ecuaciones Gibbs expusieron las reglas simples, pero rigurosas, bajo cuyo gobierno se establece el equilibrio entre sustancias diferentes que intervienen a la vez en más de una fase (por ejemplo, forma sólida y en solución, en dos líquidos inmiscibles y un vapor, etc.). Esta «regla de fases» es un soplo vital para la metalurgia y otras muchas ramas de la Química.

Relación masa-energía

Con el descubrimiento de la radiactividad en 1896 (véase capítulo 6) se planteó una nueva cuestión sobre energía. Las sustancias radiactivas uranio y torio desprendían partículas dotadas de sorprendente energía. Por añadidura, Marie Curie descubrió que el radio emitía incesantemente calor en cantidades sustanciales: una onza de radio proporcionaba 4.000 calorías por hora, y esa emisión se prolongaba hora tras hora, semana tras semana, década tras década. Ni la reacción química más energética conocida hasta entonces podía producir una millonésima parte de la energía liberada por el radio. Y aún había algo más sorprendente: a diferencia de las reacciones químicas, esa producción de energía no estaba asociada con la temperatura. ¡Proseguía sin variación a la muy baja temperatura del hidrógeno líquido como si ésta fuera una temperatura ordinaria!

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