Introducción a la ciencia I. Ciencias Físicas (91 page)

BOOK: Introducción a la ciencia I. Ciencias Físicas
12.72Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

El físico y astrónomo norteamericano, Samuel Pierpont Langley, trató, en 1902 y 1903, de volar en un planeador dotado de un motor de combustión interna y estuvo auténticamente a punto de conseguirlo. Si no se hubiese quedado sin dinero, podría haber conseguido elevarse en el aire en el próximo intento. En realidad, este honor quedó reservado a los hermanos Orville y Wilbur Wright, fabricantes de bicicletas que habían tomado a los planeadores como su afición predilecta.

El 17 de diciembre de 1903, los hermanos Wright despegaron en Kitty Hawk (N.C.), con un planeador propulsado por hélice. Permanecieron en el aire, a 255 m de altura, durante 59 segundos. Fue el primer viaje aeronáutico de la Historia, y pasó casi inadvertido en el mundo.

Hubo mucho más entusiasmo cuando los Wright recorrieron por el aire 40 km y, sobre todo, cuando el ingeniero francés Louis Blériot cruzó el canal de la Mancha con un aeroplano en 1909. Las batallas y hazañas aéreas de la Primera Guerra Mundial estimularon aún más la imaginación, y los biplanos de aquella época, con sus dos alas sujetas precariamente por tubos y alambres, fueron unas siluetas familiares para toda una generación de espectadores cinematográficos tras la primera gran guerra. El ingeniero alemán Hugo Junkers diseñó, poco después de la guerra, un monoplano cuya solitaria ala, sin puntal alguno, tuvo un éxito absoluto. (En 1939, el ingeniero ruso-americano Igor Iván Sikorsky construyó un avión polimotor y diseñó el primer helicóptero, una aeronave con un rotor sobre el fuselaje que permitía los despegues y aterrizajes verticales e incluso la suspensión en el aire.)
[3]
.

No obstante, a principios de los años veinte, el aeroplano siguió siendo un objeto más o menos extraño..., simplemente otro horripilante invento para guerrear, o un juguete de pilotos temerarios. La aviación no se impuso por su propio valor hasta 1927, cuando Charles Augustus Lindberg realizó un vuelo sin escalas desde Nueva York hasta París. El mundo celebró con entusiasmo aquella hazaña, y entonces se empezaron a crear realmente aeroplanos más grandes y seguros.

Desde entonces son cada vez más populares los aviones «turbopropulsados» con motor de turbina para mover las hélices.

Pero hoy han sido superados, al menos para vuelos largos, por el segundo prototipo Fundamental: el avión con motores a reacción. En este caso, la fuerza propulsora es idéntica, en lo esencial, a la que impele un globo cuando se escapa el aire por su boca abierta. Éste es el efecto acción-reacción: el movimiento expansivo del aire que escapa en una dirección produce un movimiento o impulso equivalente en la dirección opuesta, de la misma forma que la salida de un proyectil por el cañón comunica un brusco retroceso al arma. En el motor a reacción, el combustible, al quemarse, desprende gases muy calientes, cuya alta presión propulsa al avión con gran fuerza, mientras ellos salen disparados hacia atrás por la tobera. El cohete tiene el mismo medio de propulsión, salvo la circunstancia de que él lleva sus propias reservas de oxígeno para quemar el combustible (fig. 9.11).

Fig. 9.11. Cohete ordinario de combustible líquido.

Desde su implantación como medio de transporte, el aeroplano se benefició de dos innovaciones mecánicas fundamentales. Primero, la adopción del motor turborreactor (fig. 9.10). En este motor, los gases calientes y expansivos del combustible movían una turbina ejerciendo presión sobre sus palas, en lugar de mover pistones. El mecanismo era simple, de mantenimiento económico y poco vulnerable a las averías; para ser un modelo funcional sólo le faltaba la preparación de aleaciones que pudieran resistir las altas temperaturas de los gases. En 1939 estuvieron ya listas estas aleaciones.

Fig. 9.10. Motor turboreactor. Aspira el aire para comprimirlo y mezclarlo con combustible. Esta mezcla se enciende en la cámara de combustión. Al expandirse, los gases mueven la turbina y producen el impulso.

Las patentes para la «propulsión a chorro» fueron registradas por un ingeniero francés, Rene Lorin, ya en el año 1913, pero entonces el esquema era totalmente inaplicable a las aeronaves. El motor a reacción sólo es económico para velocidades superiores a los 650 km/h. En 1939, el inglés Frank Whittle pilotó un avión turborreactor bastante práctico para el momento, y, en enero de 1944, Gran Bretaña y Estados Unidos hicieron entrar en combate aviones a reacción contra las «bombas volantes», el arma
V-l
alemana, una aeronave de mando automático, no tripulada, con una carga de explosivos a proa.

Tras la Segunda Guerra Mundial se perfeccionó el avión turborreactor militar, cuya velocidad se igualó a la del sonido. Las moléculas del aire, con su elasticidad natural y su capacidad para proyectarse solamente hacia delante y hacia atrás, gobiernan la velocidad del sonido. Cuando el avión se aproxima a esta velocidad, dichas moléculas no pueden apartarse de su camino, por así decirlo, y entonces se comprimen contra la aeronave, que sufre diversas tensiones y presiones. Se ha llegado a describir la «barrera del sonido» como si fuese un obstáculo físico, algo infranqueable sin su previa destrucción. Sin embargo, los ensayos en túneles aerodinámicos permitieron diseñar cuerpos más fusiformes y, por fin, el 14 de octubre de 1947 un avión-cohete americano, el
X-l
, pilotado por Charles E. Yeager, «rompió la barrera del sonido»; por primera vez en la Historia, el hombre se trasladó a mayor velocidad que el sonido. Durante la guerra de Corea, a principios de los años cincuenta, se libraron batallas aéreas con aviones turborreactores, los cuales evolucionaban a tales velocidades que las pérdidas de aparatos fueron, comparativamente, muy reducidas.

La relación entre la velocidad de un objeto y velocidad del sonido (1.191 km/h a 0 °C) en el medio donde se mueve el objeto, es el «número Mach», llamado así porque el físico austríaco Ernst Mach fue quien investigó teóricamente por primera vez —hacia mediados del siglo XIX— las consecuencias del movimiento a tales velocidades. En la década de los sesenta, el aeroplano rebasó la velocidad Mach 5. Esta prueba se realizó con el avión experimental
X-15
, cuyos cohetes le permitieron remontarse, durante breves períodos, a alturas suficientes como para que sus pilotos obtuvieran la calificación de «astronautas». Los aviones militares se desplazan a velocidades menores, y los comerciales son aún más lentos.

Una aeronave que viaje a «velocidades supersónicas» (sobre el Mach 1) empuja hacia delante sus propias ondas sonoras, pues se traslada más aprisa que ellas. Si el avión reduce la marcha o cambia de curso, las ondas sonoras comprimidas siguen trasladándose independientemente y, si están bastante cerca del suelo, lo golpean con un ensordecedor «trallazo sónico». (El restallido de un látigo es una miniatura del trallazo sónico, porque, si se sabe manejarlo, la punta de la tralla puede trasladarse a velocidades supersónicas.)

Los vuelos supersónicos se iniciaron en 1970 por medio del francobritánico
Concorde
que podía, y lo hizo, cruzar el Atlántico en tres horas, viajando a una velocidad doble de la del sonido. Una versión norteamericana de ese SST (siglas inglesas de
supersonic transport
, es decir, «transporte supersónico»), comenzó a causar preocupaciones respecto del ruido excesivo en los aeropuertos y posible daño del medio ambiente. Algunas personas señalaron que ésta era la primera vez que un factible avance tecnológico había sido detenido por ser desaconsejable, que se trataba de la primera vez en que los seres humanos habían dicho: «Podemos, pero será mejor que no lo hagamos.»

En conjunto, cabe decir que las ganancias tampoco justificaban los gastos. El
Concorde
ha constituido un fracaso económico, y el programa soviético de SST quedó arruinado al estrellarse uno de sus aviones en una exhibición en París el año 1973.

Electrónica
Radio

En 1888, Heinrich Hertz realizó sus famosos experimentos para detectar las ondas radioeléctricas que previera veinte años antes James Clerk Maxwell (véase capítulo 8). Lo que hizo en realidad fue generar una corriente alterna de alto voltaje, que surgía primero de una bola metálica y luego de otra; entre ambas había una pequeña separación. Cuando el potencial alcanzaba su punto culminante en una dirección u otra, enviaba una chispa a través del vacío. En estas circunstancias —y según predecía la ecuación de Maxwell— se debía producir una radiación electromagnética. Hertz empleó un receptor, consistente en una simple bobina de alambre con una pequeña abertura en un extremo para detectar esa energía. Cuando la corriente originaba una radiación en el primer dispositivo, dicha radiación producía asimismo una corriente en el segundo. Hertz reparó en el salto de pequeñas chispas en la abertura de su dispositivo detector situado lejos del artefacto emisor, en el extremo opuesto de la habitación. Evidentemente, la energía se transmitía a través del espacio.

Colocando su bobina detectora en diversos puntos del aposento, Hertz consiguió definir la forma de las ondas. En el lugar donde las chispas se caracterizaban por su brillantez, las ondas tenían un vientre acentuado. Cuando no saltaba chispa alguna, eran estacionarias. Así pudo calcular la longitud de onda de la radiación. Comprobó que estas ondas eran mucho más largas que las luminosas.

En la siguiente década, muchos investigadores pensaron que sería factible emplear las «ondas hertzianas» para transmitir mensajes de un lugar a otro, pues tales ondas podrían contornear los obstáculos gracias a su longitud. En 1890, el físico francés Édouard Branly perfeccionó el receptor remplazando la bobina por un tubo de vidrio lleno con limaduras de metal, al que se enlazaba, mediante hilos eléctricos, una batería. Las limaduras no admitían la corriente de batería a menos que se introdujera en ellas una corriente alterna de alto voltaje, tal como las ondas hertzianas. Con este receptor pudo captar las ondas hertzianas a una distancia de 137 m. Más tarde, el físico inglés Oliver Joseph Lodge —quien ganó después cierto prestigio equívoco como paladín del espiritismo—, modificó ese artefacto consiguiendo detectar señales a una distancia de 800 m y enviar mensajes en el código Morse.

El inventor italiano Guglielmo Marconi intuyó que se podría mejorar el conjunto conectando a tierra un lado del generador y del receptor, y otro, a un alambre, llamado, más tarde, «antena» (tal vez porque se parecía, supongo yo, a esos apéndices de los insectos). Empleando potentes generadores, Marconi logró enviar señales a una distancia de 14,5 km en 1896, a través del canal de la Mancha en 1898, y a través del Atlántico en 1901. Así nació lo que los británicos llaman aún «telegrafía sin hilos», y nosotros «radiotelegrafía», o, para abreviar, simplemente «radio».

Marconi ideó un sistema para eliminar la «estática» de otras fuentes y sintonizar exclusivamente con la longitud de onda generada por el transmisor. Por sus inventos, Marconi compartió el premio Nobel de Física en 1909 con el físico alemán Karl Ferdinand Braun, quien contribuyó también al desarrollo de la radio.

El físico americano Reginald Aubrey Fessenden ideó un generador especial con corrientes alternas de alta frecuencia (dejando a un lado el artefacto productor de chispas), así como un sistema para «modular» la onda radioeléctrica y hacerle reproducir el esquema de las ondas sonoras. Se moduló, pues, la amplitud (o altura) de las ondas; en consecuencia, se le llamó «modulación de amplitud», conocida hoy día por radio AM. En la Nochebuena de 1906, los receptores radiofónicos captaron por primera vez música y palabras.

Los primeros radioyentes entusiastas hubieron de sentarse ante sus receptores con los imprescindibles auriculares. Se requirió, pues, algún medio para fortalecer o «amplificar» las señales, y la respuesta se encontró en otro descubrimiento de Edison, su único descubrimiento en el terreno de la ciencia «pura».

En 1883, durante uno de sus experimentos para perfeccionar la lámpara eléctrica, Edison soltó un alambre en una bombilla eléctrica junto al filamento incandescente. Ante su sorpresa, la electricidad fluyó desde el filamento hasta el alambre, salvando el aire interpuesto entre ambos. Como este fenómeno no tuvo utilidad para sus propósitos, Edison, hombre siempre práctico, lo anotó en su libreta y se olvidó totalmente de él. Pero el «efecto Edison» cobró gran importancia cuando se descubrió el electrón; entonces pudo comprobarse que la corriente que fluía a través de un espacio representaba el flujo de electrones. El físico inglés Owen Williams Richardson demostró, mediante experimentos realizados en 1900 y 1903, que los electrones «fluían» de los filamentos metálicos en el vacío. Por ello le concedieron en 1928 el premio Nobel de Física.

BOOK: Introducción a la ciencia I. Ciencias Físicas
12.72Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Heart So Hungry by Randall Silvis
A Colony on Mars by Cliff Roehr
Just a Fan by Austen, Emily, Elle, Leen
Taking Courage by S.J. Maylee
Last Puzzle & Testament by Hall, Parnell
The Box by Unknown